“Un ejército está para defender al pueblo, no para masacrarlo”
Los islamistas convierten una mezquita de El Cairo en improvisada morgue
David Alandete
El Cairo, El País
Los nombres de los fallecidos se gritan y se apuntan en una lista que, de momento, tiene 253 nombres. Los médicos dicen que los muertos son más, pues a muchos de ellos no se les ha identificado aún. Hay unos cuantos cadáveres calcinados. Un enfermero enseña, dentro de una bolsa de plástico, miembros amputados y chamuscados: un pie, una mano, varios dedos. Los familiares que han logrado encontrar los restos de sus fallecidos los custodian, algunos con la mirada perdida, otros con llantos, los menos con gritos de dolor. La temperatura fuera es de 35 grados. Dentro no hay aire acondicionado, solo unos ventiladores y bloques de hielo que se colocan sobre los cuerpos. Hay quienes intentan tapar el intenso olor a cadáver con un asfixiante ambientador con aroma a flores, que solo hace el aire más irrespirable.
La mezquita de Al Imam, en Ciudad Nasser, se convirtió ayer en la mayor morgue de El Cairo tras la carga militar contra los campamentos islamistas de la mañana del miércoles. Se halla cerca de otra mezquita, la de Raba al Adauiya, que durante seis semanas fue refugio último de los Hermanos Musulmanes tras su expulsión del poder. Las tiendas de campaña, las barricadas, los escenarios, todo ha desaparecido ya, aplastado por el Ejército. Quedan los cadáveres. Muchos. Anoche, las fuerzas de seguridad se apresuraron a sitiar la mezquita, para retirar de ella los cuerpos que quedaban en su interior.
Dice el Gobierno, en su último balance, que son 525. “Es una cifra ridícula. Son muchos más. Solo por aquí han pasado 400”, dice Mustafá Abdelgani, de 34 años, cardiólogo de profesión y, desde el miércoles, dedicado a poner algo de orden en este enorme y caótico depósito de cadáveres. Se dedica a emitir certificados de defunción para las familias. “¿El motivo que más he escrito? Disparos en la cabeza, en el cuello, en la espalda”, dice.
Por la espalda mataron a Ahmed Mohsen, de 48 años, que dormía en una tienda de campaña en Raba al Adauiya. Quedó atrapado por las barricadas, a merced de los fusiles del Ejército. Ayer quedaba su cuerpo, envuelto en una sábana blanca, como todos los demás. Sus sobrinas lloraban, desconsoladas. “No nos van a acallar. Solo nos dan más razones para seguir en la calle”, decía una de ellas, Heba Wabdin, de 25 años. El hijo de Ahmed, Mosim, de 25 años, custodiaba el cuerpo, a la espera de un certificado para poder llevárselo. No perdió la compostura. Sabía que su padre iba frecuentemente a la acampada de los islamistas. “No pertenecía a los Hermanos Musulmanes”, dijo. “De verdad, me decía que iba a la mezquita porque estaba en contra el golpe de Estado, por una cuestión de legitimidad y dignidad”.
Estos cadáveres no han pasado por los hospitales de El Cairo, y no son las autoridades las que han certificado su muerte. Por eso, los islamistas sostienen que la cifra de muertos tras el asalto del miércoles es mucho mayor de lo que admite el Gobierno, porque este solo cuenta los fallecidos registrados en centros sanitarios. Tras el desmantelamiento de los campamentos, muchos islamistas trajeron los cuerpos a esta mezquita, y las autoridades no han tenido acceso a ella para incluirlos en sus cómputos.
Afuera de la morgue improvisada, una multitud clamaba contra el Ejército y contra el nuevo Gobierno de Egipto. Cada vez que salía un cuerpo, siempre cubierto con la sábana blanca, en ataúdes de madera o de metal, muchos exclamaban “Dios es grande”, en señal de respeto, anhelando justicia o venganza. “Matad a Al Sisi”, cantaban en otros momentos, en referencia al general Abdel Fatá al Sisi, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y máximo artífice del golpe. Hasta hace unos pocos días estos islamistas se contentaban con pedir su marcha.
“¿Ejército? En Egipto no tenemos un Ejército. Tenemos una milicia. Un ejército está para defender al pueblo, no para masacrarlo”, decía Mohamed el Malla, de 42 años, que perdió a seis amigos en Raba al Adauiya. Él se salvó porque fue al baño, fuera del recinto. Cuando quiso regresar, las llamas ya consumían el campamento, y los soldados disparaban al aire para espantar a los que aun pudieran huir. “Lo que vi es cómo Egipto avanzaba un poco más hacia la guerra civil”.
David Alandete
El Cairo, El País
Los nombres de los fallecidos se gritan y se apuntan en una lista que, de momento, tiene 253 nombres. Los médicos dicen que los muertos son más, pues a muchos de ellos no se les ha identificado aún. Hay unos cuantos cadáveres calcinados. Un enfermero enseña, dentro de una bolsa de plástico, miembros amputados y chamuscados: un pie, una mano, varios dedos. Los familiares que han logrado encontrar los restos de sus fallecidos los custodian, algunos con la mirada perdida, otros con llantos, los menos con gritos de dolor. La temperatura fuera es de 35 grados. Dentro no hay aire acondicionado, solo unos ventiladores y bloques de hielo que se colocan sobre los cuerpos. Hay quienes intentan tapar el intenso olor a cadáver con un asfixiante ambientador con aroma a flores, que solo hace el aire más irrespirable.
La mezquita de Al Imam, en Ciudad Nasser, se convirtió ayer en la mayor morgue de El Cairo tras la carga militar contra los campamentos islamistas de la mañana del miércoles. Se halla cerca de otra mezquita, la de Raba al Adauiya, que durante seis semanas fue refugio último de los Hermanos Musulmanes tras su expulsión del poder. Las tiendas de campaña, las barricadas, los escenarios, todo ha desaparecido ya, aplastado por el Ejército. Quedan los cadáveres. Muchos. Anoche, las fuerzas de seguridad se apresuraron a sitiar la mezquita, para retirar de ella los cuerpos que quedaban en su interior.
Dice el Gobierno, en su último balance, que son 525. “Es una cifra ridícula. Son muchos más. Solo por aquí han pasado 400”, dice Mustafá Abdelgani, de 34 años, cardiólogo de profesión y, desde el miércoles, dedicado a poner algo de orden en este enorme y caótico depósito de cadáveres. Se dedica a emitir certificados de defunción para las familias. “¿El motivo que más he escrito? Disparos en la cabeza, en el cuello, en la espalda”, dice.
Por la espalda mataron a Ahmed Mohsen, de 48 años, que dormía en una tienda de campaña en Raba al Adauiya. Quedó atrapado por las barricadas, a merced de los fusiles del Ejército. Ayer quedaba su cuerpo, envuelto en una sábana blanca, como todos los demás. Sus sobrinas lloraban, desconsoladas. “No nos van a acallar. Solo nos dan más razones para seguir en la calle”, decía una de ellas, Heba Wabdin, de 25 años. El hijo de Ahmed, Mosim, de 25 años, custodiaba el cuerpo, a la espera de un certificado para poder llevárselo. No perdió la compostura. Sabía que su padre iba frecuentemente a la acampada de los islamistas. “No pertenecía a los Hermanos Musulmanes”, dijo. “De verdad, me decía que iba a la mezquita porque estaba en contra el golpe de Estado, por una cuestión de legitimidad y dignidad”.
Estos cadáveres no han pasado por los hospitales de El Cairo, y no son las autoridades las que han certificado su muerte. Por eso, los islamistas sostienen que la cifra de muertos tras el asalto del miércoles es mucho mayor de lo que admite el Gobierno, porque este solo cuenta los fallecidos registrados en centros sanitarios. Tras el desmantelamiento de los campamentos, muchos islamistas trajeron los cuerpos a esta mezquita, y las autoridades no han tenido acceso a ella para incluirlos en sus cómputos.
Afuera de la morgue improvisada, una multitud clamaba contra el Ejército y contra el nuevo Gobierno de Egipto. Cada vez que salía un cuerpo, siempre cubierto con la sábana blanca, en ataúdes de madera o de metal, muchos exclamaban “Dios es grande”, en señal de respeto, anhelando justicia o venganza. “Matad a Al Sisi”, cantaban en otros momentos, en referencia al general Abdel Fatá al Sisi, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y máximo artífice del golpe. Hasta hace unos pocos días estos islamistas se contentaban con pedir su marcha.
“¿Ejército? En Egipto no tenemos un Ejército. Tenemos una milicia. Un ejército está para defender al pueblo, no para masacrarlo”, decía Mohamed el Malla, de 42 años, que perdió a seis amigos en Raba al Adauiya. Él se salvó porque fue al baño, fuera del recinto. Cuando quiso regresar, las llamas ya consumían el campamento, y los soldados disparaban al aire para espantar a los que aun pudieran huir. “Lo que vi es cómo Egipto avanzaba un poco más hacia la guerra civil”.