Manning y Snowden
Qué podría significar el veredicto de Bradley Manning para Edward Snowden
Bill Keller, El País
En los casos de los megafiltradores Bradley Manning y Edward Snowden, Estados Unidos ha lanzado un mensaje escueto pero claro: si están pensando en incumplir su obligación de guardar secretos, piénsenselo dos veces, porque les buscaremos y les abatiremos. Puede que para algunos sean soplones beatificados, pero para su Gobierno son traidores.
En el caso de Manning, la acusación arbitraria e inverosímil de ayudar al enemigo —por suerte, refutada el martes por la juez Denise Lind— resultaba particularmente descorazonadora. Los motivos de Manning para filtrar secretos a Wikileaks parecían ser una amalgama de política y descontento personal, pero no había ninguna prueba de que pretendiera o imaginara siquiera que sus revelaciones ayudarían a los enemigos. Y si empezamos a castigar revelaciones que, sin quererlo, reconforten al enemigo, ¿qué será lo siguiente? Si seguimos esa lógica, todos los sondeos que afirman que los estadounidenses quieren salir de Afganistán, todas las noticias sobre el descontento popular por los ataques o la vigilancia con drones —en resumen, toda publicación que proyecte una luz poco favorable sobre el país— levantan la moral de Al Qaeda y, por tanto, ayudan al enemigo. Es la razón por la que los medios veían esa acusación con especial aprensión.
Aunque ha sido absuelto de ayudar al enemigo, Manning ha sido condenado por delitos que podrían sumar más de 100 años de cárcel. El exceso de la fiscalía, sumado al grotesco trato dispensado al soldado tras su detención, cuando fue retenido durante nueve meses en condiciones de aislamiento y obligado a dormir sin ropa ni sábanas, probablemente haya engrosado las filas de quienes consideran a Manning una víctima, si no un mártir. Es más, inclina la balanza en la tensa coexistencia entre el Gobierno y la prensa, entre el secretismo y la obligación de rendir cuentas. E indica de manera bastante clara que si EE UU algún día le echa el guante a Snowden, este no puede esperar clemencia. En su caso, no solo sería otro ejemplo de exceso de la fiscalía, sino posiblemente una oportunidad perdida. Piensen lo que piensen sobre Snowden, sus revelaciones acerca de la vigilancia de metadatos de teléfonos y correos electrónicos han despertado una nueva y saludable desconfianza hacia el Estado de la vigilancia y han puesto de relieve una inquietante falta de supervisión.
No estoy diciendo que le colguemos una medalla. Pero ¿qué tal un acuerdo con la acusación? Supongamos que en lugar de declarar su determinación de perseguirle hasta los confines de la Tierra y encerrarle de por vida, el Departamento de Justicia le ofreciera un trato: vuelve a casa, pasa un tiempo en la cárcel por incumplir las obligaciones que juraste mantener y, a cambio de una condena más leve, bríndanos toda tu cooperación. Ayúdanos a averiguar cómo guardar mejor nuestros secretos legítimos. Ayúdanos a crear mejores salvaguardas frente a los abusos de la privacidad. Ayúdanos a rediseñar los límites entre los organismos de seguridad del Gobierno y los contratistas con ánimo de lucro a quienes hemos consentido demasiado.
Existen precedentes de esto en los dos mundos que Snowden transita: la piratería informática y la seguridad nacional. En ocasiones, el Gobierno ha mostrado indulgencia con los piratas a cambio de su ayuda para evaluar las vulnerabilidades de sistemas informáticos. Del mismo modo, el Gobierno ha negociado con espías condenados para conocer qué secretos habían divulgado y a cambio de información sobre el enemigo.
Llamé a Mark Rasch, un exfiscal del Departamento de Justicia que ha negociado con espías y piratas, entre ellos el famoso Robert Morris, el pirata condenado en 1990 por sembrar un virus informático y ahora profesor del MIT. A Rasch le interesaba la idea, pero dudaba que Snowden tuviera mucho con qué negociar. “Los problemas de los que tiene conocimiento también los conoce la Agencia Nacional de Seguridad”, afirmaba Rasch. “Necesitamos un mecanismo más adecuado para informar sobre problemas con programas secretos, una manera de sacar la información de la cadena de mando y hacerla llegar a los verdaderos responsables políticos. No necesitamos a Manning o Snowden para que nos lo digan (...) Se hallaría en una posición mucho más ventajosa para negociar si realmente fuera un espía”, añadía Rasch.
Es posible que sea así. Pero nunca lo averiguaremos si el primer y único reflejo es aplastar al filtrador.
Bill Keller es columnista de la Sección de Opinión de The New York Times. Anteriormente fue director ejecutivo de ese diario.
Bill Keller, El País
En los casos de los megafiltradores Bradley Manning y Edward Snowden, Estados Unidos ha lanzado un mensaje escueto pero claro: si están pensando en incumplir su obligación de guardar secretos, piénsenselo dos veces, porque les buscaremos y les abatiremos. Puede que para algunos sean soplones beatificados, pero para su Gobierno son traidores.
En el caso de Manning, la acusación arbitraria e inverosímil de ayudar al enemigo —por suerte, refutada el martes por la juez Denise Lind— resultaba particularmente descorazonadora. Los motivos de Manning para filtrar secretos a Wikileaks parecían ser una amalgama de política y descontento personal, pero no había ninguna prueba de que pretendiera o imaginara siquiera que sus revelaciones ayudarían a los enemigos. Y si empezamos a castigar revelaciones que, sin quererlo, reconforten al enemigo, ¿qué será lo siguiente? Si seguimos esa lógica, todos los sondeos que afirman que los estadounidenses quieren salir de Afganistán, todas las noticias sobre el descontento popular por los ataques o la vigilancia con drones —en resumen, toda publicación que proyecte una luz poco favorable sobre el país— levantan la moral de Al Qaeda y, por tanto, ayudan al enemigo. Es la razón por la que los medios veían esa acusación con especial aprensión.
Aunque ha sido absuelto de ayudar al enemigo, Manning ha sido condenado por delitos que podrían sumar más de 100 años de cárcel. El exceso de la fiscalía, sumado al grotesco trato dispensado al soldado tras su detención, cuando fue retenido durante nueve meses en condiciones de aislamiento y obligado a dormir sin ropa ni sábanas, probablemente haya engrosado las filas de quienes consideran a Manning una víctima, si no un mártir. Es más, inclina la balanza en la tensa coexistencia entre el Gobierno y la prensa, entre el secretismo y la obligación de rendir cuentas. E indica de manera bastante clara que si EE UU algún día le echa el guante a Snowden, este no puede esperar clemencia. En su caso, no solo sería otro ejemplo de exceso de la fiscalía, sino posiblemente una oportunidad perdida. Piensen lo que piensen sobre Snowden, sus revelaciones acerca de la vigilancia de metadatos de teléfonos y correos electrónicos han despertado una nueva y saludable desconfianza hacia el Estado de la vigilancia y han puesto de relieve una inquietante falta de supervisión.
No estoy diciendo que le colguemos una medalla. Pero ¿qué tal un acuerdo con la acusación? Supongamos que en lugar de declarar su determinación de perseguirle hasta los confines de la Tierra y encerrarle de por vida, el Departamento de Justicia le ofreciera un trato: vuelve a casa, pasa un tiempo en la cárcel por incumplir las obligaciones que juraste mantener y, a cambio de una condena más leve, bríndanos toda tu cooperación. Ayúdanos a averiguar cómo guardar mejor nuestros secretos legítimos. Ayúdanos a crear mejores salvaguardas frente a los abusos de la privacidad. Ayúdanos a rediseñar los límites entre los organismos de seguridad del Gobierno y los contratistas con ánimo de lucro a quienes hemos consentido demasiado.
Existen precedentes de esto en los dos mundos que Snowden transita: la piratería informática y la seguridad nacional. En ocasiones, el Gobierno ha mostrado indulgencia con los piratas a cambio de su ayuda para evaluar las vulnerabilidades de sistemas informáticos. Del mismo modo, el Gobierno ha negociado con espías condenados para conocer qué secretos habían divulgado y a cambio de información sobre el enemigo.
Llamé a Mark Rasch, un exfiscal del Departamento de Justicia que ha negociado con espías y piratas, entre ellos el famoso Robert Morris, el pirata condenado en 1990 por sembrar un virus informático y ahora profesor del MIT. A Rasch le interesaba la idea, pero dudaba que Snowden tuviera mucho con qué negociar. “Los problemas de los que tiene conocimiento también los conoce la Agencia Nacional de Seguridad”, afirmaba Rasch. “Necesitamos un mecanismo más adecuado para informar sobre problemas con programas secretos, una manera de sacar la información de la cadena de mando y hacerla llegar a los verdaderos responsables políticos. No necesitamos a Manning o Snowden para que nos lo digan (...) Se hallaría en una posición mucho más ventajosa para negociar si realmente fuera un espía”, añadía Rasch.
Es posible que sea así. Pero nunca lo averiguaremos si el primer y único reflejo es aplastar al filtrador.
Bill Keller es columnista de la Sección de Opinión de The New York Times. Anteriormente fue director ejecutivo de ese diario.