La campiña inglesa se levanta contra el ‘fracking’
Cameron planea extender la polémica técnica de extracción de gas con 20.000 pozos
Las protestas de ecologistas y vecinos suspenden las primeras prospecciones
Patricia Tubella
Londres, El País
Campamentos de protesta desplegados en la hasta ahora inalterable verde Inglaterra; colisiones entre activistas y policías; tensión, arrestos y desembarco de las televisiones en un entorno voluntariamente silencioso y aburrido… El campo inglés se ha levantado en pie de guerra frente a las intrusiones de una industria energética que ansía los recursos de su subsuelo. El enemigo a combatir es el fracking, una controvertida técnica de extracción de gas mediante fractura hidráulica que el Gobierno británico está apuntalando como solución a la dependencia energética, pero que sus detractores tildan de insegura y de fatal para el medio ambiente. Las perforaciones exploratorias de una compañía gasística y su contestación han convertido la localidad de Balcombe (West Sussex, sureste de Inglaterra) en epicentro del debate nacional sobre la amenaza de industrialización de la campiña inglesa. El pueblo está tan dividido entre la lógica de la economía y la defensa ecológica como el propio país.
Las operaciones de la empresa Cuadrilla en Balcombe han trastocado este verano el ambiente bucólico y tranquilo de una población que no alcanza los 1.800 habitantes, tiene solo un colmado, cuatro tiendas y carece de cajero automático. Un remanso de paz de la llamada upper-middle class (clase media-alta), como tantos otros del sureste rural inglés, conformado por viviendas y jardines impolutos, y enclavado en medio del trayecto ferroviario entre Londres (a la que se accede en 39 minutos) y la ciudad balnearia de Brighton.
La compañía, que encabeza en el Reino Unido la implantación del fracking, suspendió a finales de la semana pasada sus prospecciones en busca de crudo, aconsejada por una fuerza policial incapaz de garantizar la seguridad frente a la sonora manifestación de más de un millar de activistas. Convocados por el grupo ecologista No Dash for Gas y procedentes de varios puntos de la geografía británica, se sumaron durante seis jornadas de “desobediencia civil masiva” al centenar y medio de personas que ya permanecían acampadas en los aledaños del pozo desde el pasado 25 de julio. Todavía hoy, estos últimos no tienen intención de moverse de allí porque Cuadrilla reanudó sus actividades en cuanto el miércoles concluyó la gran protesta, con un balance de una treintena de detenidos, entre ellos, la diputada verde Caroline Lucas.
La compañía insiste en que en sus tanteos no usa esa técnica consistente en inyectar en el subsuelo una mezcla de agua a presión y sustancias químicas para ampliar las fracturas en el sustrato rocoso, pero tampoco ha descartado el fracking para futuras explotaciones de yacimientos de gas (sus responsables tildan hoy esa hipótesis de “improbable”). Los activistas alegan que su desembarco en Balcombe y en otros puntos como el condado de Lancashire es el caballo de Troya de un Gobierno que pretende horadar la geografía británica con pozos de gas: un millar de enclaves (unos 20.000 pozos), según las propias previsiones de la industria, podrían estar activos en el territorio nacional para 2020. El potencial geológico en el norte de Inglaterra multiplica ese esbozo y su enorme impacto en el campo.
La garantía de seguridad del suministro energético, la reducción de la factura del gas y la electricidad y la creación de miles de empleos son los principales argumentos esgrimidos por el primer ministro británico, David Cameron, para reclamar el respaldo al fracking y justificar un recorte de los impuestos (a la mitad) para los primeros ingresos de extracción. Ofrece, a cambio, invertir el 1% de la explotación en las comunidades donde se hallan los pozos.
“Los intereses de la industria y la corrupción del Gobierno van a envenenar nuestras aguas”, replican los acampados en Balcombe, una mezcla de militantes ecologistas, de familias que se hacen turnos según sus necesidades laborales, de gentes de edad diversa que en grueso no se reconocen como “activistas”, sino como defensores de un entorno natural que les es consustancial. Vienen de poblaciones de la zona, de Brighton, de Devon y otros puntos más lejanos de las islas. Aluden a la potencial contaminación de los acuíferos por el cóctel químico inyectado en el subsuelo durante el proceso de fractura y por el metano que liberan las rocas. La industria les rebate: miles de pozos han sido perforados en Estados Unidos, sin un solo caso probado de contaminación de las aguas subterráneas. Demostrarlo resulta casi imposible, ante la presencia de elementos contaminantes naturales, pero eso no da la razón a ninguna de las partes.
Ni siquiera los defensores del fracking niegan que la inyección de fluidos en el subsuelo incrementa la presión sobre las fallas y puede provocar temblores en el terreno, si bien, dicen, muy tenues. Esa no ha sido la experiencia de Jim y Rosie, estudiantes de Lancashire que aprovechan el receso de las clases para participar en el campamento de Balcombe. “Nos dijeron que estábamos a salvo”, explican, cuando hace dos años Cuadrilla inició sus primeras actividades exploratorias en aquel condado, pero acabaron registrándose dos terremotos, con magnitudes 2,3 y 1,5 en la escala de Richter. Aunque los daños fueron muy leves, los vecinos se asustaron. La empresa tuvo que suspender provisionalmente sus operaciones. Fue un mal principio que generó desconfianza.
Otro de los potenciales efectos perniciosos de la fractura hidráulica es, tal como ha expuesto la experiencia estadounidense, su capacidad para dividir a las comunidades afectadas. En el propio pueblecito de West Sussex se perciben las desavenencias entre quienes quieren dar la bienvenida a los beneficios económicos prometidos por Cameron y aquellos que rechazan cualquier transgresión en su tranquila existencia o en el paisaje. Una votación convocada el año pasado por el consejo local se tradujo en la oposición del 82% (234 votos) al fracking, aunque algunos residentes recalcan que entonces se pronunciaron principalmente los críticos de esa técnica. Plantear el tema en el pub, el café o la pequeña oficina de correos genera una corriente de tensión entre unos vecinos de habitual talante cordial.
La presencia de decenas de tiendas de campaña alineadas en la carretera que conecta el pueblo con las instalaciones de Cuadrilla también genera disensiones. Los residentes de Balcombe admiten que los habitantes del campamento conforman un grupo bien organizado, que cuida el entorno, tiene un servicio de recogida de basuras y unos aseos provisionales y pulcros que serían la envidia de algunos bares de Londres. Pero las violentas escenas de los últimos días, cuando la convocatoria de No Dash for Gas se tradujo en el bloqueo de los accesos al recinto de la compañía gasística, y el enorme despliegue de fuerzas de seguridad que acompaña a los que siguen acampados —con un gasto para la policía de Sussex de 750.000 libras— no han sido bien acogidos por todos. Algunos vecinos prestan su apoyo a los campistas llevándoles comida o ayudándoles en la limpieza diaria: otros, los menos, los ningunean como “manifestantes profesionales”.
Todos ellos comparten, sin embargo, un universo bucólico, acomodado y conservador, que ahora está pendiente del futuro impacto de las actividades de una compañía energética en el medio rural y en la vida diaria, con el ostensible incremento del tráfico de camiones y del ruido procedente de las instalaciones que algunos perciben desde sus casas. Al primer ministro no va a resultarle tan fácil vender su propuesta a la llamada Middle England, donde los tories suelen cosechar tradicionalmente un buen puñado de votos. Muestra de esa aprensión, el conservador lord Howell of Guidford (miembro de la Cámara alta y suegro del ministro de Economía, George Osborne) fue cazado a finales de julio en un desliz cuando sostuvo que el fracking debía ser confinado a las áreas “desoladas” del norte de Inglaterra. Su rectificación vino acompañada de un mensaje de Cameron: “El fracking no se concentrará en ciertas regiones, quiero que todo el país, norte y sur, comparta sus beneficios”.
Su determinación, el apoyo de la prensa conservadora y las artes de un gigante de las relaciones públicas contratado por la industria quieren desequilibrar la balanza hacia la expansión de la fractura hidráulica en Reino Unido. Las armas del frente antifracking pasan por plantar la semilla de la duda y la inseguridad en una opinión pública que, a raíz de la protesta de Balcombe, comienza a ahondar en el debate sobre sus ventajas y perjuicios. La información, en ambos casos, carece del aval de estudios científicos definitivos, pero las espadas ya están en alto.
El sospechoso silencio de la Iglesia
La Iglesia de Inglaterra no tiene una posición oficial y unánime ante el fracking, aunque sí potenciales intereses en los recursos del subsuelo de sus feligreses. En pleno debate nacional sobre la intención del Gobierno de impulsar al máximo la fractura hidráulica en Reino Unido, han salido a la luz los recientes pasos de la institución eclesial para reclamar por la vía administrativa sus derechos históricos sobre los recursos minerales subterráneos. Afianzarlos significaría una participación en los beneficios de cualquier hipotética extracción de las reservas de gas encerradas bajo esos terrenos, que abarcan más de 200.000 hectáreas.
Los portavoces de la Iglesia anglicana han tenido que salir al paso de estas especulaciones crematísticas, alegando en un comunicado que simplemente busca “registrar y proteger unos derechos e intereses” que aparecen vulnerables desde que se introdujeran cambios en la Ley del Registro de la Tierra de 2002. Uno de los efectos de esa modificación es que los derechos que retenía la Iglesia en ese subsuelo desde los tiempos de las conquistas normandas, pueden expirar si no se renuevan antes de octubre.
Muchos residentes a lo largo de toda Inglaterra han venido recibiendo cartas del registro en las que se les informa de que la Iglesia reclama sus derechos sobre los minerales que subyacen bajo sus propiedades. Ante la reacción suscitada, la institución insiste en que no tiene planes específicos de explotación mineral de esos terrenos, pero la militancia anti-fracking subraya su ambigüedad ante la controvertida técnica y su implantación en el país.
Frente a la crítica contra la fractura hidráulica formulada en los púlpitos de parroquias anglicanas consideradas objetivos de la industria gasística, el jefe de la Iglesia de Inglaterra, Justin Welby, ha invitado a reflexionar sobre las ventajas de ese polémico método de extracción de gas, brindando su apoyo al desarrollo de las fuentes de energía con menos coste.
Las protestas de ecologistas y vecinos suspenden las primeras prospecciones
Patricia Tubella
Londres, El País
Campamentos de protesta desplegados en la hasta ahora inalterable verde Inglaterra; colisiones entre activistas y policías; tensión, arrestos y desembarco de las televisiones en un entorno voluntariamente silencioso y aburrido… El campo inglés se ha levantado en pie de guerra frente a las intrusiones de una industria energética que ansía los recursos de su subsuelo. El enemigo a combatir es el fracking, una controvertida técnica de extracción de gas mediante fractura hidráulica que el Gobierno británico está apuntalando como solución a la dependencia energética, pero que sus detractores tildan de insegura y de fatal para el medio ambiente. Las perforaciones exploratorias de una compañía gasística y su contestación han convertido la localidad de Balcombe (West Sussex, sureste de Inglaterra) en epicentro del debate nacional sobre la amenaza de industrialización de la campiña inglesa. El pueblo está tan dividido entre la lógica de la economía y la defensa ecológica como el propio país.
Las operaciones de la empresa Cuadrilla en Balcombe han trastocado este verano el ambiente bucólico y tranquilo de una población que no alcanza los 1.800 habitantes, tiene solo un colmado, cuatro tiendas y carece de cajero automático. Un remanso de paz de la llamada upper-middle class (clase media-alta), como tantos otros del sureste rural inglés, conformado por viviendas y jardines impolutos, y enclavado en medio del trayecto ferroviario entre Londres (a la que se accede en 39 minutos) y la ciudad balnearia de Brighton.
La compañía, que encabeza en el Reino Unido la implantación del fracking, suspendió a finales de la semana pasada sus prospecciones en busca de crudo, aconsejada por una fuerza policial incapaz de garantizar la seguridad frente a la sonora manifestación de más de un millar de activistas. Convocados por el grupo ecologista No Dash for Gas y procedentes de varios puntos de la geografía británica, se sumaron durante seis jornadas de “desobediencia civil masiva” al centenar y medio de personas que ya permanecían acampadas en los aledaños del pozo desde el pasado 25 de julio. Todavía hoy, estos últimos no tienen intención de moverse de allí porque Cuadrilla reanudó sus actividades en cuanto el miércoles concluyó la gran protesta, con un balance de una treintena de detenidos, entre ellos, la diputada verde Caroline Lucas.
La compañía insiste en que en sus tanteos no usa esa técnica consistente en inyectar en el subsuelo una mezcla de agua a presión y sustancias químicas para ampliar las fracturas en el sustrato rocoso, pero tampoco ha descartado el fracking para futuras explotaciones de yacimientos de gas (sus responsables tildan hoy esa hipótesis de “improbable”). Los activistas alegan que su desembarco en Balcombe y en otros puntos como el condado de Lancashire es el caballo de Troya de un Gobierno que pretende horadar la geografía británica con pozos de gas: un millar de enclaves (unos 20.000 pozos), según las propias previsiones de la industria, podrían estar activos en el territorio nacional para 2020. El potencial geológico en el norte de Inglaterra multiplica ese esbozo y su enorme impacto en el campo.
La garantía de seguridad del suministro energético, la reducción de la factura del gas y la electricidad y la creación de miles de empleos son los principales argumentos esgrimidos por el primer ministro británico, David Cameron, para reclamar el respaldo al fracking y justificar un recorte de los impuestos (a la mitad) para los primeros ingresos de extracción. Ofrece, a cambio, invertir el 1% de la explotación en las comunidades donde se hallan los pozos.
“Los intereses de la industria y la corrupción del Gobierno van a envenenar nuestras aguas”, replican los acampados en Balcombe, una mezcla de militantes ecologistas, de familias que se hacen turnos según sus necesidades laborales, de gentes de edad diversa que en grueso no se reconocen como “activistas”, sino como defensores de un entorno natural que les es consustancial. Vienen de poblaciones de la zona, de Brighton, de Devon y otros puntos más lejanos de las islas. Aluden a la potencial contaminación de los acuíferos por el cóctel químico inyectado en el subsuelo durante el proceso de fractura y por el metano que liberan las rocas. La industria les rebate: miles de pozos han sido perforados en Estados Unidos, sin un solo caso probado de contaminación de las aguas subterráneas. Demostrarlo resulta casi imposible, ante la presencia de elementos contaminantes naturales, pero eso no da la razón a ninguna de las partes.
Ni siquiera los defensores del fracking niegan que la inyección de fluidos en el subsuelo incrementa la presión sobre las fallas y puede provocar temblores en el terreno, si bien, dicen, muy tenues. Esa no ha sido la experiencia de Jim y Rosie, estudiantes de Lancashire que aprovechan el receso de las clases para participar en el campamento de Balcombe. “Nos dijeron que estábamos a salvo”, explican, cuando hace dos años Cuadrilla inició sus primeras actividades exploratorias en aquel condado, pero acabaron registrándose dos terremotos, con magnitudes 2,3 y 1,5 en la escala de Richter. Aunque los daños fueron muy leves, los vecinos se asustaron. La empresa tuvo que suspender provisionalmente sus operaciones. Fue un mal principio que generó desconfianza.
Otro de los potenciales efectos perniciosos de la fractura hidráulica es, tal como ha expuesto la experiencia estadounidense, su capacidad para dividir a las comunidades afectadas. En el propio pueblecito de West Sussex se perciben las desavenencias entre quienes quieren dar la bienvenida a los beneficios económicos prometidos por Cameron y aquellos que rechazan cualquier transgresión en su tranquila existencia o en el paisaje. Una votación convocada el año pasado por el consejo local se tradujo en la oposición del 82% (234 votos) al fracking, aunque algunos residentes recalcan que entonces se pronunciaron principalmente los críticos de esa técnica. Plantear el tema en el pub, el café o la pequeña oficina de correos genera una corriente de tensión entre unos vecinos de habitual talante cordial.
La presencia de decenas de tiendas de campaña alineadas en la carretera que conecta el pueblo con las instalaciones de Cuadrilla también genera disensiones. Los residentes de Balcombe admiten que los habitantes del campamento conforman un grupo bien organizado, que cuida el entorno, tiene un servicio de recogida de basuras y unos aseos provisionales y pulcros que serían la envidia de algunos bares de Londres. Pero las violentas escenas de los últimos días, cuando la convocatoria de No Dash for Gas se tradujo en el bloqueo de los accesos al recinto de la compañía gasística, y el enorme despliegue de fuerzas de seguridad que acompaña a los que siguen acampados —con un gasto para la policía de Sussex de 750.000 libras— no han sido bien acogidos por todos. Algunos vecinos prestan su apoyo a los campistas llevándoles comida o ayudándoles en la limpieza diaria: otros, los menos, los ningunean como “manifestantes profesionales”.
Todos ellos comparten, sin embargo, un universo bucólico, acomodado y conservador, que ahora está pendiente del futuro impacto de las actividades de una compañía energética en el medio rural y en la vida diaria, con el ostensible incremento del tráfico de camiones y del ruido procedente de las instalaciones que algunos perciben desde sus casas. Al primer ministro no va a resultarle tan fácil vender su propuesta a la llamada Middle England, donde los tories suelen cosechar tradicionalmente un buen puñado de votos. Muestra de esa aprensión, el conservador lord Howell of Guidford (miembro de la Cámara alta y suegro del ministro de Economía, George Osborne) fue cazado a finales de julio en un desliz cuando sostuvo que el fracking debía ser confinado a las áreas “desoladas” del norte de Inglaterra. Su rectificación vino acompañada de un mensaje de Cameron: “El fracking no se concentrará en ciertas regiones, quiero que todo el país, norte y sur, comparta sus beneficios”.
Su determinación, el apoyo de la prensa conservadora y las artes de un gigante de las relaciones públicas contratado por la industria quieren desequilibrar la balanza hacia la expansión de la fractura hidráulica en Reino Unido. Las armas del frente antifracking pasan por plantar la semilla de la duda y la inseguridad en una opinión pública que, a raíz de la protesta de Balcombe, comienza a ahondar en el debate sobre sus ventajas y perjuicios. La información, en ambos casos, carece del aval de estudios científicos definitivos, pero las espadas ya están en alto.
El sospechoso silencio de la Iglesia
La Iglesia de Inglaterra no tiene una posición oficial y unánime ante el fracking, aunque sí potenciales intereses en los recursos del subsuelo de sus feligreses. En pleno debate nacional sobre la intención del Gobierno de impulsar al máximo la fractura hidráulica en Reino Unido, han salido a la luz los recientes pasos de la institución eclesial para reclamar por la vía administrativa sus derechos históricos sobre los recursos minerales subterráneos. Afianzarlos significaría una participación en los beneficios de cualquier hipotética extracción de las reservas de gas encerradas bajo esos terrenos, que abarcan más de 200.000 hectáreas.
Los portavoces de la Iglesia anglicana han tenido que salir al paso de estas especulaciones crematísticas, alegando en un comunicado que simplemente busca “registrar y proteger unos derechos e intereses” que aparecen vulnerables desde que se introdujeran cambios en la Ley del Registro de la Tierra de 2002. Uno de los efectos de esa modificación es que los derechos que retenía la Iglesia en ese subsuelo desde los tiempos de las conquistas normandas, pueden expirar si no se renuevan antes de octubre.
Muchos residentes a lo largo de toda Inglaterra han venido recibiendo cartas del registro en las que se les informa de que la Iglesia reclama sus derechos sobre los minerales que subyacen bajo sus propiedades. Ante la reacción suscitada, la institución insiste en que no tiene planes específicos de explotación mineral de esos terrenos, pero la militancia anti-fracking subraya su ambigüedad ante la controvertida técnica y su implantación en el país.
Frente a la crítica contra la fractura hidráulica formulada en los púlpitos de parroquias anglicanas consideradas objetivos de la industria gasística, el jefe de la Iglesia de Inglaterra, Justin Welby, ha invitado a reflexionar sobre las ventajas de ese polémico método de extracción de gas, brindando su apoyo al desarrollo de las fuentes de energía con menos coste.