Signos de vida para una crisis crónica
Bruselas considera que la economía europea toca fondo, pero la recuperación no está asegurada
La eurozona retrocede cinco años en PIB y siete años en empleo
Claudi Pérez
Bruselas, El País
Lo que se hace insoportable es la espera, ese hueco en suspenso del todavía no. La mil y una veces anunciada recuperación europea empieza a tomar forma con algún que otro signo de vida alentador. Las insoportables tasas de paro acaban de dar un respiro en los países más necesitados; mejoran los índices de confianza empresarial; el precio de la vivienda en Irlanda sube por primera vez en años. Aquí y allá hay síntomas esperanzadores, que los mercados traducen en un verano de aparente sosiego y alientan el optimismo de las instituciones europeas. Y sin embargo ahí sigue Europa, en ese vacilante todavía no: puede que la economía esté tocando fondo tras año y medio en recesión, como defiende Bruselas, pero al continente le espera una recuperación anémica en la que cualquier susto —y el arsenal de angustias es formidable— puede amargar el tono verdoso que asoma en algunos datos, como en uno de esos cócteles que contienen angostura. Ricardo Haussman, de Harvard, tiene documentados 83 falsos despegues económicos en los últimos años. Europa traga saliva para no ser la siguiente en esa lista.
Y aunque de veras llegue la recuperación, la eurozona tardará mucho en volver a ser lo que era. Tras aquellas palabras mágicas de Mario Draghi de hace justo un año (“haré todo lo necesario y, créanme, será suficiente”), el riesgo de ruptura del euro ha remitido; ese aire de plaga de úlceras de quienes apostaban por una estampida se desvanece. A cambio, la eurozona se enfrenta a una crisis crónica, porque aquel “todo lo necesario” no es suficiente. Ni el activismo del BCE está a la altura, ni Bruselas (o Berlín) ha conseguido dar con el mix de política económica adecuado.
Frente a los indicios, un par de datos. La riqueza de la zona euro está a niveles de 2008; el empleo, en cifras de 2006. La zona euro ha retrocedido cinco años en términos de PIB y más de siete años en empleo, según Eurostat. Nada de eso se va a recuperar de la noche a la mañana. Y se trata de medias estadísticas: hay quien está viviendo una crisis placentera (Alemania) y hay cada vez más países que presentan cifras de depresión. “Esa disparidad, que se ha acentuado en parte por las recetas económicas aplicadas, hace cada vez más difícil, y sobre todo más potencialmente peligrosa, la gestión de la eurozona”, resume Paul de Grauwe, de la London School of Economics.
Esos dos apuntes —el lustro largo perdido en PIB y empleo— bastan para poner sordina al optimismo a corto plazo. Y lo mismo puede decirse del largo plazo: la inacabada y a veces decepcionante reforma institucional de la eurozona, ejemplo perfecto de la esclerosis política del euro, tampoco despeja dudas. Ha habido pasos decididos hacia una mayor unión fiscal, hacia la unión bancaria: palabras mayores si no fuera porque la verdadera magnitud de esos avances suscita una preocupante división de opiniones.
Javier Solana, ex alto representante exterior de la UE, aplaude sin ambages el esfuerzo europeo: “Puede que todo vaya despacio, pero honestamente nadie pensaba que Europa pudiera llegar tan lejos. Lo mejor es que ha quedado atrás la posibilidad de una catástrofe. Lo más duro es que las bases del optimismo europeo aún tienen que asentarse”. Solana, que viene de Berlín y va camino de Oriente Próximo, es de los que avistan la salida del túnel, aunque aclara que el estado de forma de la recuperación se debate entre el tenis y el golf: “Puede que la economía rebote como una pelota de tenis si las elecciones alemanas permiten un giro en la aproximación de Berlín a la crisis, si la UE aprovecha los acuerdos comerciales con EE UU, Japón y Corea, si China sabe lidiar con la desaceleración. Pero no cabe descartar una trayectoria de bola de golf: un largo estancamiento para acabar cayendo de nuevo en el hoyo. La dinámica europea ha llegado a un punto interesante, pero la salida de la crisis no va a ser un paseo”.
Solana expresa, con matices, esa nueva narrativa que empieza a echar raíces: la economía está tocando fondo y el euro está reparando sus agujeros. La UE se merece un respeto porque está lidiando con una crisis sideral sin descomponerse, aunque sea a trancas y barrancas, añaden fuentes de la Comisión. Solo hay un problema: fuera del ecosistema de Bruselas, ese relato no termina de calar. “¿De verdad alguien piensa que se ha tocado fondo?”, cuestiona Mark Blyth, autor de Austeridad: historia de una idea peligrosa. “La austeridad europea ha destrozado más del 10% del PIB en la periferia; pese a la caída de medio punto del paro que se saludan con un sorprendente adiós a la crisis, el desempleo aún es del 25% en España y Grecia, y del 20% en Italia y Portugal. Las bases fiscales están secas, el crecimiento ha emigrado. Y sí, la austeridad se ha relajado, pero sigue ahí, y no termina de mostrar su magia. La política de recortes es como cavar un hoyo: Europa sigue cavando”.
Blyth, De Grauwe y Jacob Kirkegaard, del Peterson Institute, ponen el acento en el débil crecimiento que le espera a la UE durante años y las dudas sobre la banca. Nada hace presagiar un cataclismo, pero sí hay suspicacias sobre la salud de los bancos, que no dan crédito (y sin él no hay recuperación) porque siguen atiborrados de activos tóxicos, envenenados por la relación incestuosa entre sus balances y la deuda pública. “Grecia y Portugal necesitan más dinero, que puede llegar tras las elecciones alemanas. La banca también necesita capital. El BCE ha limitado drásticamente los riesgos de contagio, pero ante esas dos necesidades la estrategia europea es tragar saliva”, resume Kirkegaard. Para De Grauwe, “Europa sigue empeñada en que esta es una crisis de oferta, en que bastará con las necesarias reformas para salir. Y no: esta es una crisis de demanda. Necesitamos estímulos y un auténtico banco central, y no ese fatalismo del no hay alternativa a las reformas”.
Alemania y media docena de elefantes
Grecia necesita un nuevo rescate o reestructurar su deuda. Y Portugal. Chipre va camino de una depresión. Las instituciones europeas creen que lo mejor es que España prorrogue la ayuda europea a los bancos. Las grandes entidades financieras europeas necesitan capital. Y, finalmente, la deuda sigue encaramándose a cifras de pesadilla en todos esos países, en Irlanda, en Francia e Italia. Esos son, a grandes rasgos, los grandes riesgos de Europa, media docena de elefantes en la habitación: nadie habla demasiado de ellos, pero todo el mundo sabe que están ahí. Buena parte de los problemas de Europa se han escondido bajo la alfombra a la espera de que el crecimiento despeje por sí solo el camino, pero sobre todo con una fecha en mente: el 22 de septiembre. Ese día se celebran las elecciones alemanas y empezará oficialmente un otoño europeo que se adivina caliente. Frente a quienes aseguran que esos comicios pueden ser un punto de inflexión (“es probable que Berlín dé un giro”, apunta Javier Solana), Lorenzo Bini Smaghi, exconsejero del BCE, no apuesta por grandes cambios. “Alemania no va a ponerse a gastar, y aunque lo hiciera no está claro que eso vaya a servir de mucho: el efecto del estímulo es más que dudoso en países cercanos al pleno empleo”. Frente a ese escepticismo, Guntram Wolf, de Bruegel, considera fundamental que Berlín ponga en marcha “un plan de inversión pública, que es la más baja de Europa, y prosiga con las subidas salariales” si Europa quiere ver el final de la crisis.
Bini Smaghi sí cree imprescindible medidas drásticas para Grecia y Portugal: “A cambio de las reformas, necesitan un canje de su deuda actual por deuda a muy largo plazo o perpetua”. El FMI está a favor. ¿Cuál es el problema? Una vez más, Alemania.
La eurozona retrocede cinco años en PIB y siete años en empleo
Claudi Pérez
Bruselas, El País
Lo que se hace insoportable es la espera, ese hueco en suspenso del todavía no. La mil y una veces anunciada recuperación europea empieza a tomar forma con algún que otro signo de vida alentador. Las insoportables tasas de paro acaban de dar un respiro en los países más necesitados; mejoran los índices de confianza empresarial; el precio de la vivienda en Irlanda sube por primera vez en años. Aquí y allá hay síntomas esperanzadores, que los mercados traducen en un verano de aparente sosiego y alientan el optimismo de las instituciones europeas. Y sin embargo ahí sigue Europa, en ese vacilante todavía no: puede que la economía esté tocando fondo tras año y medio en recesión, como defiende Bruselas, pero al continente le espera una recuperación anémica en la que cualquier susto —y el arsenal de angustias es formidable— puede amargar el tono verdoso que asoma en algunos datos, como en uno de esos cócteles que contienen angostura. Ricardo Haussman, de Harvard, tiene documentados 83 falsos despegues económicos en los últimos años. Europa traga saliva para no ser la siguiente en esa lista.
Y aunque de veras llegue la recuperación, la eurozona tardará mucho en volver a ser lo que era. Tras aquellas palabras mágicas de Mario Draghi de hace justo un año (“haré todo lo necesario y, créanme, será suficiente”), el riesgo de ruptura del euro ha remitido; ese aire de plaga de úlceras de quienes apostaban por una estampida se desvanece. A cambio, la eurozona se enfrenta a una crisis crónica, porque aquel “todo lo necesario” no es suficiente. Ni el activismo del BCE está a la altura, ni Bruselas (o Berlín) ha conseguido dar con el mix de política económica adecuado.
Frente a los indicios, un par de datos. La riqueza de la zona euro está a niveles de 2008; el empleo, en cifras de 2006. La zona euro ha retrocedido cinco años en términos de PIB y más de siete años en empleo, según Eurostat. Nada de eso se va a recuperar de la noche a la mañana. Y se trata de medias estadísticas: hay quien está viviendo una crisis placentera (Alemania) y hay cada vez más países que presentan cifras de depresión. “Esa disparidad, que se ha acentuado en parte por las recetas económicas aplicadas, hace cada vez más difícil, y sobre todo más potencialmente peligrosa, la gestión de la eurozona”, resume Paul de Grauwe, de la London School of Economics.
Esos dos apuntes —el lustro largo perdido en PIB y empleo— bastan para poner sordina al optimismo a corto plazo. Y lo mismo puede decirse del largo plazo: la inacabada y a veces decepcionante reforma institucional de la eurozona, ejemplo perfecto de la esclerosis política del euro, tampoco despeja dudas. Ha habido pasos decididos hacia una mayor unión fiscal, hacia la unión bancaria: palabras mayores si no fuera porque la verdadera magnitud de esos avances suscita una preocupante división de opiniones.
Javier Solana, ex alto representante exterior de la UE, aplaude sin ambages el esfuerzo europeo: “Puede que todo vaya despacio, pero honestamente nadie pensaba que Europa pudiera llegar tan lejos. Lo mejor es que ha quedado atrás la posibilidad de una catástrofe. Lo más duro es que las bases del optimismo europeo aún tienen que asentarse”. Solana, que viene de Berlín y va camino de Oriente Próximo, es de los que avistan la salida del túnel, aunque aclara que el estado de forma de la recuperación se debate entre el tenis y el golf: “Puede que la economía rebote como una pelota de tenis si las elecciones alemanas permiten un giro en la aproximación de Berlín a la crisis, si la UE aprovecha los acuerdos comerciales con EE UU, Japón y Corea, si China sabe lidiar con la desaceleración. Pero no cabe descartar una trayectoria de bola de golf: un largo estancamiento para acabar cayendo de nuevo en el hoyo. La dinámica europea ha llegado a un punto interesante, pero la salida de la crisis no va a ser un paseo”.
Solana expresa, con matices, esa nueva narrativa que empieza a echar raíces: la economía está tocando fondo y el euro está reparando sus agujeros. La UE se merece un respeto porque está lidiando con una crisis sideral sin descomponerse, aunque sea a trancas y barrancas, añaden fuentes de la Comisión. Solo hay un problema: fuera del ecosistema de Bruselas, ese relato no termina de calar. “¿De verdad alguien piensa que se ha tocado fondo?”, cuestiona Mark Blyth, autor de Austeridad: historia de una idea peligrosa. “La austeridad europea ha destrozado más del 10% del PIB en la periferia; pese a la caída de medio punto del paro que se saludan con un sorprendente adiós a la crisis, el desempleo aún es del 25% en España y Grecia, y del 20% en Italia y Portugal. Las bases fiscales están secas, el crecimiento ha emigrado. Y sí, la austeridad se ha relajado, pero sigue ahí, y no termina de mostrar su magia. La política de recortes es como cavar un hoyo: Europa sigue cavando”.
Blyth, De Grauwe y Jacob Kirkegaard, del Peterson Institute, ponen el acento en el débil crecimiento que le espera a la UE durante años y las dudas sobre la banca. Nada hace presagiar un cataclismo, pero sí hay suspicacias sobre la salud de los bancos, que no dan crédito (y sin él no hay recuperación) porque siguen atiborrados de activos tóxicos, envenenados por la relación incestuosa entre sus balances y la deuda pública. “Grecia y Portugal necesitan más dinero, que puede llegar tras las elecciones alemanas. La banca también necesita capital. El BCE ha limitado drásticamente los riesgos de contagio, pero ante esas dos necesidades la estrategia europea es tragar saliva”, resume Kirkegaard. Para De Grauwe, “Europa sigue empeñada en que esta es una crisis de oferta, en que bastará con las necesarias reformas para salir. Y no: esta es una crisis de demanda. Necesitamos estímulos y un auténtico banco central, y no ese fatalismo del no hay alternativa a las reformas”.
Alemania y media docena de elefantes
Grecia necesita un nuevo rescate o reestructurar su deuda. Y Portugal. Chipre va camino de una depresión. Las instituciones europeas creen que lo mejor es que España prorrogue la ayuda europea a los bancos. Las grandes entidades financieras europeas necesitan capital. Y, finalmente, la deuda sigue encaramándose a cifras de pesadilla en todos esos países, en Irlanda, en Francia e Italia. Esos son, a grandes rasgos, los grandes riesgos de Europa, media docena de elefantes en la habitación: nadie habla demasiado de ellos, pero todo el mundo sabe que están ahí. Buena parte de los problemas de Europa se han escondido bajo la alfombra a la espera de que el crecimiento despeje por sí solo el camino, pero sobre todo con una fecha en mente: el 22 de septiembre. Ese día se celebran las elecciones alemanas y empezará oficialmente un otoño europeo que se adivina caliente. Frente a quienes aseguran que esos comicios pueden ser un punto de inflexión (“es probable que Berlín dé un giro”, apunta Javier Solana), Lorenzo Bini Smaghi, exconsejero del BCE, no apuesta por grandes cambios. “Alemania no va a ponerse a gastar, y aunque lo hiciera no está claro que eso vaya a servir de mucho: el efecto del estímulo es más que dudoso en países cercanos al pleno empleo”. Frente a ese escepticismo, Guntram Wolf, de Bruegel, considera fundamental que Berlín ponga en marcha “un plan de inversión pública, que es la más baja de Europa, y prosiga con las subidas salariales” si Europa quiere ver el final de la crisis.
Bini Smaghi sí cree imprescindible medidas drásticas para Grecia y Portugal: “A cambio de las reformas, necesitan un canje de su deuda actual por deuda a muy largo plazo o perpetua”. El FMI está a favor. ¿Cuál es el problema? Una vez más, Alemania.