Obama se rodea de un equipo más afín para encarar su segundo mandato
El presidente demócrata puede emplear la ceremonia de toma de posesión para renovar esperanzas frustradas
Antonio Caño
Washington, El País
La inauguración de un segundo mandato es, por naturaleza, un acontecimiento bastante anodino que solo sirve para recordar las ventajas e inconvenientes de un presidente a quien ya se conoce de sobra. A lo más, vale para renovar algunas esperanzas frustradas y tratar de alimentar otras nuevas, en la confianza, tan norteamericana, de que el futuro siempre será algo mejor. La inauguración de la segunda presidencia de Barack Obama, que este domingo jurará oficialmente su cargo, está marcada por la fuerte polarización política en Washington, que hace casi imposible cualquier cambio profundo, y la designación de un nuevo equipo de gobierno, más cercano al presidente y mejor perfilado para dejarle a él todo el protagonismo.
Obama asumirá la presidencia en un acto privado el 20 de enero, como exige la Constitución. Pero, al coincidir con un domingo, se repetirá mañana ante cerca de un millón de personas en las escalinatas del Congreso. Será entonces cuando pronuncie el discurso en el que exponga sus ideas para los próximos cuatro años. Puede imitar al primero de los hombres que cumplió con este ritual y limitarse, como hizo George Washington, a leer un par de párrafos de mero trámite. Pero lo más probable es que hable bastante más y trate de despertar la fe de sus compatriotas en un proyecto que, a trancas y barrancas, ha conseguido algunos progresos en los últimos cuatro años.
Sería ilusorio pensar que en los cuatro años próximos surgirá un nuevo Obama. Para bien o para mal, ha demostrado bastante coherencia en algunas características de su presidencia. En la última de las crisis de ese periodo, la del abismo fiscal, actuó con el mismo sentido de ponderación, de equilibrio, de búsqueda de consenso que exhibió en la mayoría de momentos anteriores. Ello ha enfurecido a algunos de sus seguidores, que exigen más resolución, sin haber conseguido a cambio una posición más colaboradora de parte de la oposición, que sigue perdida en su propio laberinto ideológico.
Las personas no cambian de la noche a la mañana, y sería, quizá, artificial e inverosímil encontrar de repente a un nuevo Obama a partir de hoy. Pero los tiempos y las circunstancias se han aliado para exigir ahora a Obama mayor audacia si pretende cumplir con éxito este segundo mandato y completar una presidencia de talla histórica.
Obama ha comprobado en estos cuatro años que, si quiere hacer transformaciones significativas, tendrá que hacerlas solo, con el apoyo de su propio partido, pero sin contar con el Partido Republicano. La medida más relevante de su primer mandato, la reforma sanitaria, salió adelante sin los votos de la oposición. El estímulo económico que permitió reducir el desempleo y revitalizar el crecimiento, funcionó en contra de la opinión de los republicanos, que le exigían dar prioridad a la reducción del déficit.
El panorama es similar de cara a esta segunda presidencia. Las primeras iniciativas anunciadas o por anunciar en las próximas semanas –la limitación y control de las armas de fuego, la reforma del sistema migratorio, el desarrollo de las energías alternativas- van a encontrar, con seguridad, fortísima resistencia en la Cámara de Representantes, controlada por la oposición. La suerte de esas medidas va a depender mucho de la manera en que el Partido Republicano resuelva su dilema actual entre la moderación y el radicalismo. Pero otro tanto va a depender de la capacidad de Obama para imponer la autoridad de su cargo y de sus votos. Es decir, de su firmeza e intransigencia con los principios, dos virtudes que no abundado en la presidencia anterior.
Obama cuenta hoy con el apoyo del 51% de los norteamericanos, según una encuesta de ayer de The New York Times-CBS. Son diez puntos por debajo de su popularidad cuando tomó posesión por primera vez, y menos de lo Bill Clinton y Ronald Reagan tenían en su reinauguración. Pero es mucho más que el 19% de respaldo del que disfrutan los republicanos en el Congreso. Eso es, en principio, un cómodo escenario para ser atrevido.
El nombramiento de los principales cargos de su Gabinete hace pensar que el presidente cuenta, en efecto, con dejar más claramente su huella personal en el periodo que hoy se abre. Hace cuatro años, escogió a Hillary Clinton y Robert Gates para la secretaría de Estado y de Defensa, respectivamente. Ambos cumplieron eficaz y fielmente, pero ambos respondían a necesidades políticas inmediatas, no a un proyecto personal. Clinton era la derrotada en las primeras y Gates era el secretario heredado de la Administración anterior.
Aunque Obama hubiera preferido como secretaria de Estado a Susan Rice –y, una vez, renunció para no irritar a los senadores republicanos-, tanto John Kerry al frente de la política exterior como Chuck Hagel en el Pentágono y John Brennan en la dirección de la CIA –que hoy es fundamental en el diseño de la política de seguridad-, conforman un equipo más acorde con el gusto y las preferencias de Obama. Kerry es un aliado desde sus primeros años en política, Hagel es uno de los mejores amigos que hizo durante su tiempo en el Senado y Brennan era ya su principal colaborador en materia de inteligencia en la Casa Blanca. Ninguno tiene el caché de Hillary Clinton o David Petraeus, pero pueden trabajar mejor para la elaboración de una estrategia que se amolde al estilo del presidente. Algo similar puede decirse de Jack Lew como nuevo secretario del Tesoro. Su antecesor, Tim Geithner, fue reclutado en Wall Street. Lew ha salido del despacho contiguo al Despacho Oval; era su jefe de Gabinete.
Todos ellos deben de ser ratificados sin problemas por el Senado, con excepción, tal vez, de Hagel, quien, pese a ser republicano, tiene grandes enemigos en su propio partido por sus posiciones críticas contra Israel y su oposición a la guerra de Irak.
Ninguno de ellos le restará gran protagonismo a Obama, pero ninguno podrá salvarle tampoco de futuras desgracias. Este es su momento personal. Esta es la hora de la verdad para este presidente. Es ahora o nunca, si quiere hacer honor a la expectativa universal que su nombre aún representa.
Antonio Caño
Washington, El País
La inauguración de un segundo mandato es, por naturaleza, un acontecimiento bastante anodino que solo sirve para recordar las ventajas e inconvenientes de un presidente a quien ya se conoce de sobra. A lo más, vale para renovar algunas esperanzas frustradas y tratar de alimentar otras nuevas, en la confianza, tan norteamericana, de que el futuro siempre será algo mejor. La inauguración de la segunda presidencia de Barack Obama, que este domingo jurará oficialmente su cargo, está marcada por la fuerte polarización política en Washington, que hace casi imposible cualquier cambio profundo, y la designación de un nuevo equipo de gobierno, más cercano al presidente y mejor perfilado para dejarle a él todo el protagonismo.
Obama asumirá la presidencia en un acto privado el 20 de enero, como exige la Constitución. Pero, al coincidir con un domingo, se repetirá mañana ante cerca de un millón de personas en las escalinatas del Congreso. Será entonces cuando pronuncie el discurso en el que exponga sus ideas para los próximos cuatro años. Puede imitar al primero de los hombres que cumplió con este ritual y limitarse, como hizo George Washington, a leer un par de párrafos de mero trámite. Pero lo más probable es que hable bastante más y trate de despertar la fe de sus compatriotas en un proyecto que, a trancas y barrancas, ha conseguido algunos progresos en los últimos cuatro años.
Sería ilusorio pensar que en los cuatro años próximos surgirá un nuevo Obama. Para bien o para mal, ha demostrado bastante coherencia en algunas características de su presidencia. En la última de las crisis de ese periodo, la del abismo fiscal, actuó con el mismo sentido de ponderación, de equilibrio, de búsqueda de consenso que exhibió en la mayoría de momentos anteriores. Ello ha enfurecido a algunos de sus seguidores, que exigen más resolución, sin haber conseguido a cambio una posición más colaboradora de parte de la oposición, que sigue perdida en su propio laberinto ideológico.
Las personas no cambian de la noche a la mañana, y sería, quizá, artificial e inverosímil encontrar de repente a un nuevo Obama a partir de hoy. Pero los tiempos y las circunstancias se han aliado para exigir ahora a Obama mayor audacia si pretende cumplir con éxito este segundo mandato y completar una presidencia de talla histórica.
Obama ha comprobado en estos cuatro años que, si quiere hacer transformaciones significativas, tendrá que hacerlas solo, con el apoyo de su propio partido, pero sin contar con el Partido Republicano. La medida más relevante de su primer mandato, la reforma sanitaria, salió adelante sin los votos de la oposición. El estímulo económico que permitió reducir el desempleo y revitalizar el crecimiento, funcionó en contra de la opinión de los republicanos, que le exigían dar prioridad a la reducción del déficit.
El panorama es similar de cara a esta segunda presidencia. Las primeras iniciativas anunciadas o por anunciar en las próximas semanas –la limitación y control de las armas de fuego, la reforma del sistema migratorio, el desarrollo de las energías alternativas- van a encontrar, con seguridad, fortísima resistencia en la Cámara de Representantes, controlada por la oposición. La suerte de esas medidas va a depender mucho de la manera en que el Partido Republicano resuelva su dilema actual entre la moderación y el radicalismo. Pero otro tanto va a depender de la capacidad de Obama para imponer la autoridad de su cargo y de sus votos. Es decir, de su firmeza e intransigencia con los principios, dos virtudes que no abundado en la presidencia anterior.
Obama cuenta hoy con el apoyo del 51% de los norteamericanos, según una encuesta de ayer de The New York Times-CBS. Son diez puntos por debajo de su popularidad cuando tomó posesión por primera vez, y menos de lo Bill Clinton y Ronald Reagan tenían en su reinauguración. Pero es mucho más que el 19% de respaldo del que disfrutan los republicanos en el Congreso. Eso es, en principio, un cómodo escenario para ser atrevido.
El nombramiento de los principales cargos de su Gabinete hace pensar que el presidente cuenta, en efecto, con dejar más claramente su huella personal en el periodo que hoy se abre. Hace cuatro años, escogió a Hillary Clinton y Robert Gates para la secretaría de Estado y de Defensa, respectivamente. Ambos cumplieron eficaz y fielmente, pero ambos respondían a necesidades políticas inmediatas, no a un proyecto personal. Clinton era la derrotada en las primeras y Gates era el secretario heredado de la Administración anterior.
Aunque Obama hubiera preferido como secretaria de Estado a Susan Rice –y, una vez, renunció para no irritar a los senadores republicanos-, tanto John Kerry al frente de la política exterior como Chuck Hagel en el Pentágono y John Brennan en la dirección de la CIA –que hoy es fundamental en el diseño de la política de seguridad-, conforman un equipo más acorde con el gusto y las preferencias de Obama. Kerry es un aliado desde sus primeros años en política, Hagel es uno de los mejores amigos que hizo durante su tiempo en el Senado y Brennan era ya su principal colaborador en materia de inteligencia en la Casa Blanca. Ninguno tiene el caché de Hillary Clinton o David Petraeus, pero pueden trabajar mejor para la elaboración de una estrategia que se amolde al estilo del presidente. Algo similar puede decirse de Jack Lew como nuevo secretario del Tesoro. Su antecesor, Tim Geithner, fue reclutado en Wall Street. Lew ha salido del despacho contiguo al Despacho Oval; era su jefe de Gabinete.
Todos ellos deben de ser ratificados sin problemas por el Senado, con excepción, tal vez, de Hagel, quien, pese a ser republicano, tiene grandes enemigos en su propio partido por sus posiciones críticas contra Israel y su oposición a la guerra de Irak.
Ninguno de ellos le restará gran protagonismo a Obama, pero ninguno podrá salvarle tampoco de futuras desgracias. Este es su momento personal. Esta es la hora de la verdad para este presidente. Es ahora o nunca, si quiere hacer honor a la expectativa universal que su nombre aún representa.