Más Armstrong que nunca
Una confesión de dopaje televisiva que apareció calculada y ensayada deja fríos y frustrados a aficionados y autoridades, que esperaban más revelaciones sobre sus razones y motivos
Carlos Arribas
Madrid, El País
Será por la mirada, esos ojos de acero helado que taladran, la misma mirada que responde fijamente a Oprah Winfrey, líquida, mientras, yo, pecador, se confiesa, es la mirada que aterroriza a sus hijos cuando papá no está contento, la que hiela la sangre en las venas de los periodistas que le preguntan preguntas indebidas, la que hace tartamudear confusos a sus gregarios pillados in fraganti hablando con ciclistas de equipos rivales durante una etapa tonta del Tour, la que dirigió al auditorio desde el podio de su último Tour victorioso, cuando su segunda retirada, en 2005, y con tono admonitorio, casi papal, anunciaba su lástima por los que no creían en él, en su historia milagrosa, increíble, ni en el ciclismo, el deporte entonces más oscuro.
La mirada de niño al que su padre pegaba, del que sufría por su madre, que no puede desde entonces borrarse de su cara. “Toda mi vida he sido un matón de patio de colegio”, le dijo a Winfrey, más Lance Armstrong que nunca, el Armstrong desafiante de toda la vida también en su momento más bajo, en el de la humillación pública. “Ha sido mi forma de enfrentarme a los problemas, por eso las mentiras. Una gran mentira que he repetido muchas veces. La verdad no es lo que conté”.
La Mirada.
La mirada de quien no entiende nada. De quien no entiende que si el mundo entero contenía el aliento esperando sus palabras no era por oírle decir lo que ya se sabía —lo que dijo en monosilábicos, mecánicos, yes en respuesta a la cascada inicial, ráfaga de metralleta de la entrevistadora: ¿Se ha dopado? ¿EPO? ¿Transfusiones? ¿Hormona de crecimiento? ¿Anabolizantes?; el no rotundo a ¿pudo haber ganado siete Tours sin doping?—, sino esperando la revelación de lo que hay debajo de su mirada: sus motivaciones para doparse, sus motivaciones para confesarse, las razones de unos movimientos que para los escépticos —un conjunto que no ha dejado de crecer en los últimos años hasta convertirse en inevitablemente mayoritario— son fruto del mismo cálculo que ha guiado desapasionado su carrera.
Por eso la frustración. Porque, parafraseando el título de uno de sus libros biográficos —It's not about the Bike, No va de ciclismo—, a los millones de personas que perdieron el sueño o la hora de la cena por atender su entrevista, no era el ciclismo lo que les desvelaba, ni siquiera del dopaje, que para muchos es casi sinónimo, sino Lance Armstrong en persona, la vida y el misterio de uno de los grandes mitos que el deporte ha erigido en el cambio de siglo.
Y también, un poco menos, pero también, la corrupción de las instituciones, de las federaciones, de los poderosos que dominan económicamente el deporte, los creadores de un sistema que convierte a los deportistas en siervos de entretenimiento.
De eso no habló Armstrong, —a no ser que en la hora grabada que en la madrugada de hoy siguió emitiéndose, tocara los temas—, quien incluso, en un tono que alguno de alguna familia habría encontrado teñido de chantaje, afirmó que en ningún momento la Unión Ciclista Internacional (UCI), a la que contribuyó con generosas donaciones, nunca había tapado ningún control positivo suyo años ha. Ni tampoco de las ambiciones de poder de sus dirigentes, ni de los financieros de Estados Unidos que pusieron en marcha el US Postal, el equipo nacido para conquistarlo todo —su mayor símbolo: la bandera de Texas ondeando solitaria su estrella solitaria en el tejado del hotel Crillon, en la plaza de la Concordia de París los últimos domingos de los Tours de Armstrong; los millonarios con habanos en los labios abarrotando sus terrazas— y que todo lo conquistó.
Ni tampoco, oh, pobres amantes del morbo, cómo lo, lamentaron, dio nombres, quién le ayudaba, quién le guiaba, ni describió procedimientos de dopaje, ni cómo se efectuaba el tráfico, cómo se congelaba la sangre, cómo se burlaba los controles. Ni sus motivaciones ni sus objetivos eran los mismos que los de los más famosos conversos del último ciclismo, los que se abrieron después de que la policía o los controles acabaran con su impostura: David Millar, que buscaba expurgar sus demonios, ni los de Tyler Hamilton, de los de Floyd Landis, que se vengó del maltrato que creía le infligió Armstrong poniendo en marcha la denuncia que finalmente acabó con el mito.
Hijo de su época, como todos los de su época, Armstrong se justificó: “Yo nunca pensé que hiciera trampas. Busqué en el diccionario lo que significaba hacer trampas y no veía que lo que yo hiciera fuera eso: yo simplemente me ponía al nivel de los demás. En esa generación no se podía competir sin dopaje. Yo no inventé la cultura del dopaje, pero tampoco traté de frenarla. Es difícil hablar de la cultura. No quiero acusar a nadie. Estoy aquí solo para reconocer mis errores. Pasaré el resto de mi vida intentando recuperar la confianza perdida y disculpándome ante la gente”.
Antes que eso, incluso, deberá Armstrong, así opina la mayoría de los medios de comunicación, dar algún paso más, bajarse de su mirada, dejar de ser Armstrong. No se dieron por satisfechas ni Emma O'Reilly, la masajista a la que llamó “puta” por desvelar sus secretos; ni Betsy Andreu, la mujer del ciclista que testificó que en el hospital del que se curaba del cáncer le había oído decir que se había dopado antes de sufrir la enfermedad, y a la que llamó “bruja” por ello.
Tampoco lo hizo Travis Tygart —“el tipo de la pistola y la chapa”, que, dijo Armstrong, finalmente, acabó con él, el lenguaje que Armstrong emplea, el lenguaje que entiende, el del sheriff del Oeste—, el director de la USADA, la agencia que tiene las llaves para que su sanción a perpetuidad se reduzca a ocho años, y que le pide, además de constricción, “un pequeño paso, pero un paso”, explicaciones y una contribución importante a la lucha antidopaje.
Armstrong, su mirada, acorralado, desesperado, según sus amigos, que sienten compasión por él, pues nunca le vieron tan bajo, tan árbol caído, confesó, una confesión limitada de efectos limitados. Si la redención pública que tanto busca parece lejana, también lejana está la solución de sus problemas legales-económicos, el otro agobio que puede perturbar su sueño. Si la amenaza de cárcel por perjurio —declaró ante juramento no haberse dopado nunca— no es, según los expertos, real, sí que lo son las demandas económicas de la compañía de seguros que le dio 12 millones de dólares por sus victorias o la demanda civil emprendida por Landis por fraude contra su US Postal.
Carlos Arribas
Madrid, El País
Será por la mirada, esos ojos de acero helado que taladran, la misma mirada que responde fijamente a Oprah Winfrey, líquida, mientras, yo, pecador, se confiesa, es la mirada que aterroriza a sus hijos cuando papá no está contento, la que hiela la sangre en las venas de los periodistas que le preguntan preguntas indebidas, la que hace tartamudear confusos a sus gregarios pillados in fraganti hablando con ciclistas de equipos rivales durante una etapa tonta del Tour, la que dirigió al auditorio desde el podio de su último Tour victorioso, cuando su segunda retirada, en 2005, y con tono admonitorio, casi papal, anunciaba su lástima por los que no creían en él, en su historia milagrosa, increíble, ni en el ciclismo, el deporte entonces más oscuro.
La mirada de niño al que su padre pegaba, del que sufría por su madre, que no puede desde entonces borrarse de su cara. “Toda mi vida he sido un matón de patio de colegio”, le dijo a Winfrey, más Lance Armstrong que nunca, el Armstrong desafiante de toda la vida también en su momento más bajo, en el de la humillación pública. “Ha sido mi forma de enfrentarme a los problemas, por eso las mentiras. Una gran mentira que he repetido muchas veces. La verdad no es lo que conté”.
La Mirada.
La mirada de quien no entiende nada. De quien no entiende que si el mundo entero contenía el aliento esperando sus palabras no era por oírle decir lo que ya se sabía —lo que dijo en monosilábicos, mecánicos, yes en respuesta a la cascada inicial, ráfaga de metralleta de la entrevistadora: ¿Se ha dopado? ¿EPO? ¿Transfusiones? ¿Hormona de crecimiento? ¿Anabolizantes?; el no rotundo a ¿pudo haber ganado siete Tours sin doping?—, sino esperando la revelación de lo que hay debajo de su mirada: sus motivaciones para doparse, sus motivaciones para confesarse, las razones de unos movimientos que para los escépticos —un conjunto que no ha dejado de crecer en los últimos años hasta convertirse en inevitablemente mayoritario— son fruto del mismo cálculo que ha guiado desapasionado su carrera.
Por eso la frustración. Porque, parafraseando el título de uno de sus libros biográficos —It's not about the Bike, No va de ciclismo—, a los millones de personas que perdieron el sueño o la hora de la cena por atender su entrevista, no era el ciclismo lo que les desvelaba, ni siquiera del dopaje, que para muchos es casi sinónimo, sino Lance Armstrong en persona, la vida y el misterio de uno de los grandes mitos que el deporte ha erigido en el cambio de siglo.
Y también, un poco menos, pero también, la corrupción de las instituciones, de las federaciones, de los poderosos que dominan económicamente el deporte, los creadores de un sistema que convierte a los deportistas en siervos de entretenimiento.
De eso no habló Armstrong, —a no ser que en la hora grabada que en la madrugada de hoy siguió emitiéndose, tocara los temas—, quien incluso, en un tono que alguno de alguna familia habría encontrado teñido de chantaje, afirmó que en ningún momento la Unión Ciclista Internacional (UCI), a la que contribuyó con generosas donaciones, nunca había tapado ningún control positivo suyo años ha. Ni tampoco de las ambiciones de poder de sus dirigentes, ni de los financieros de Estados Unidos que pusieron en marcha el US Postal, el equipo nacido para conquistarlo todo —su mayor símbolo: la bandera de Texas ondeando solitaria su estrella solitaria en el tejado del hotel Crillon, en la plaza de la Concordia de París los últimos domingos de los Tours de Armstrong; los millonarios con habanos en los labios abarrotando sus terrazas— y que todo lo conquistó.
Ni tampoco, oh, pobres amantes del morbo, cómo lo, lamentaron, dio nombres, quién le ayudaba, quién le guiaba, ni describió procedimientos de dopaje, ni cómo se efectuaba el tráfico, cómo se congelaba la sangre, cómo se burlaba los controles. Ni sus motivaciones ni sus objetivos eran los mismos que los de los más famosos conversos del último ciclismo, los que se abrieron después de que la policía o los controles acabaran con su impostura: David Millar, que buscaba expurgar sus demonios, ni los de Tyler Hamilton, de los de Floyd Landis, que se vengó del maltrato que creía le infligió Armstrong poniendo en marcha la denuncia que finalmente acabó con el mito.
Hijo de su época, como todos los de su época, Armstrong se justificó: “Yo nunca pensé que hiciera trampas. Busqué en el diccionario lo que significaba hacer trampas y no veía que lo que yo hiciera fuera eso: yo simplemente me ponía al nivel de los demás. En esa generación no se podía competir sin dopaje. Yo no inventé la cultura del dopaje, pero tampoco traté de frenarla. Es difícil hablar de la cultura. No quiero acusar a nadie. Estoy aquí solo para reconocer mis errores. Pasaré el resto de mi vida intentando recuperar la confianza perdida y disculpándome ante la gente”.
Antes que eso, incluso, deberá Armstrong, así opina la mayoría de los medios de comunicación, dar algún paso más, bajarse de su mirada, dejar de ser Armstrong. No se dieron por satisfechas ni Emma O'Reilly, la masajista a la que llamó “puta” por desvelar sus secretos; ni Betsy Andreu, la mujer del ciclista que testificó que en el hospital del que se curaba del cáncer le había oído decir que se había dopado antes de sufrir la enfermedad, y a la que llamó “bruja” por ello.
Tampoco lo hizo Travis Tygart —“el tipo de la pistola y la chapa”, que, dijo Armstrong, finalmente, acabó con él, el lenguaje que Armstrong emplea, el lenguaje que entiende, el del sheriff del Oeste—, el director de la USADA, la agencia que tiene las llaves para que su sanción a perpetuidad se reduzca a ocho años, y que le pide, además de constricción, “un pequeño paso, pero un paso”, explicaciones y una contribución importante a la lucha antidopaje.
Armstrong, su mirada, acorralado, desesperado, según sus amigos, que sienten compasión por él, pues nunca le vieron tan bajo, tan árbol caído, confesó, una confesión limitada de efectos limitados. Si la redención pública que tanto busca parece lejana, también lejana está la solución de sus problemas legales-económicos, el otro agobio que puede perturbar su sueño. Si la amenaza de cárcel por perjurio —declaró ante juramento no haberse dopado nunca— no es, según los expertos, real, sí que lo son las demandas económicas de la compañía de seguros que le dio 12 millones de dólares por sus victorias o la demanda civil emprendida por Landis por fraude contra su US Postal.