La guerra de banderas colapsa Belfast
Los unionistas se manifiestan en varios puntos de la ciudad en contra del acuerdo que limita el alzamiento de la bandera británica en el Ayuntamiento
Alberto G. Palomo
Belfast, El País
“Lo de la bandera ha sido la gota que colma el vaso”, explicaba el viernes Tim Wilson, un trabajador social unionista del este de Belfast, horas antes de que centenares de manifestantes cortaran más de 60 calles de la ciudad y acabaran, de nuevo, con enfrentamientos entre los asistentes y la policía. Esta imagen, repetida durante la última semana, ha supuesto un alto en el camino en el proceso de paz de Irlanda del Norte. Un conflicto entre partidarios de que esta región pertenezca al Reino Unido y los que promulgan su independencia o su adhesión a la República de Irlanda que, desde el acuerdo del Viernes Santo en 1998, parecía encauzarse hacia una solución no violenta.
No parece ser así. Justo cuando los meteorólogos anunciaban tres semanas de frío intenso en la zona, las calzadas volvían a arder. Los partidarios de la unión del Ulster a la corona británica salieron desde todos los puntos cardinales de Belfast y otras ciudades de alrededor para oponerse al compromiso entre partidos nacionalistas y lealistas de limitar el alzamiento de la bandera británica en el Ayuntamiento a 17 días al año. Un acuerdo que ha causado seis noches consecutivas de disturbios y ha costado más de 100 detenciones y decenas de heridos, entre ellos varios agentes.
Los ánimos, por tanto, seguían latentes. Varias filas formadas por decenas de personas se concentraron en cada rincón de la capital de Irlanda del Norte portando la bandera tricolor británica. Las marchas convocadas en el oeste y en el este fueron las más multitudinarias. En la conjunción de las dos principales arterias de esta área —Albertbrigde y Newtonards, donde se han producido los mayores disturbios hasta la fecha—, cientos de manifestantes enmascarados plantaban cara a varias furgonetas de policía. Aparte de los manifestantes, las casas permanecían en aparente tranquilidad y prácticamente nadie osaba a pasear por las inmediaciones.
“No tienen nada mejor que hacer”, señalaba un vecino como causa de estas muestras de violencia, encabezadas principalmente por menores de edad. “Les parece más divertido esto que jugar a la videoconsola en casa”, añadía A. H., propietario de una tienda de ropa de segunda mano situada en el centro del huracán. Varios niños correteaban con sus bicicletas entre la revuelta. “No nos vamos a rendir”, vociferaba uno de ellos hacia los agentes de policía.
La preocupación de los vecinos no se reducía a las zonas protestantes. Entre los habitantes de barrios republicanos ha cundido el pánico de que las fuerzas de seguridad no puedan controlar los actos vandálicos y se produzcan desafíos directos contra ellos. Este es uno de los peligros que se baraja entre la población norirlandesa.
El aumento del desempleo y la decreciente escolarización en barrios unionistas acusan el peligro de unos ataques más allá de temas políticos. “Los niños están, básicamente, encontrando más diversión en las manifestaciones que en casa”, opinaba el reverendo baptista Johnston Lambe al diario The Belfast Telegraph. “No destrocéis lo que se ha ganado en décadas”, advertía la secretaria de Estado británica Theresa Villiers, que reconocía que “los manifestantes tienen a Irlanda del Norte secuestrada”.
Tanto en los dos focos principales de protestas como en el resto de la ciudad los comercios permanecían cerrados y muchas de las casas protegían los cristales y las puertas de acceso con vallas o colchones. “Hay mucha menos gente durante el día. Y casi nadie se acerca por aquí”, lamentaba el propietario de una tienda de reparación de máquinas de coser que prefería no dar ningún nombre. En total, el Gobierno ha calculado que todas estas jornadas de “caos” han ocasionado pérdidas de hasta nueve millones de euros y más de 16 millones para el comercio local.
Las manifestaciones, planeadas de seis a ocho de la tarde, se simultanearon sin alterar el ritmo nocturno de las zonas céntricas. Ryan Black, un estudiante de 16 años que volvía a la ciudad después de dos semanas, aseguraba que la retirada de la bandera era solo el principio. Lo hacía caminando entre filas de casa adornadas por murales. Uno de ellos reza: “No más bombas, no más asesinatos, no más odio hacia nuestros niños”.
Alberto G. Palomo
Belfast, El País
“Lo de la bandera ha sido la gota que colma el vaso”, explicaba el viernes Tim Wilson, un trabajador social unionista del este de Belfast, horas antes de que centenares de manifestantes cortaran más de 60 calles de la ciudad y acabaran, de nuevo, con enfrentamientos entre los asistentes y la policía. Esta imagen, repetida durante la última semana, ha supuesto un alto en el camino en el proceso de paz de Irlanda del Norte. Un conflicto entre partidarios de que esta región pertenezca al Reino Unido y los que promulgan su independencia o su adhesión a la República de Irlanda que, desde el acuerdo del Viernes Santo en 1998, parecía encauzarse hacia una solución no violenta.
No parece ser así. Justo cuando los meteorólogos anunciaban tres semanas de frío intenso en la zona, las calzadas volvían a arder. Los partidarios de la unión del Ulster a la corona británica salieron desde todos los puntos cardinales de Belfast y otras ciudades de alrededor para oponerse al compromiso entre partidos nacionalistas y lealistas de limitar el alzamiento de la bandera británica en el Ayuntamiento a 17 días al año. Un acuerdo que ha causado seis noches consecutivas de disturbios y ha costado más de 100 detenciones y decenas de heridos, entre ellos varios agentes.
Los ánimos, por tanto, seguían latentes. Varias filas formadas por decenas de personas se concentraron en cada rincón de la capital de Irlanda del Norte portando la bandera tricolor británica. Las marchas convocadas en el oeste y en el este fueron las más multitudinarias. En la conjunción de las dos principales arterias de esta área —Albertbrigde y Newtonards, donde se han producido los mayores disturbios hasta la fecha—, cientos de manifestantes enmascarados plantaban cara a varias furgonetas de policía. Aparte de los manifestantes, las casas permanecían en aparente tranquilidad y prácticamente nadie osaba a pasear por las inmediaciones.
“No tienen nada mejor que hacer”, señalaba un vecino como causa de estas muestras de violencia, encabezadas principalmente por menores de edad. “Les parece más divertido esto que jugar a la videoconsola en casa”, añadía A. H., propietario de una tienda de ropa de segunda mano situada en el centro del huracán. Varios niños correteaban con sus bicicletas entre la revuelta. “No nos vamos a rendir”, vociferaba uno de ellos hacia los agentes de policía.
La preocupación de los vecinos no se reducía a las zonas protestantes. Entre los habitantes de barrios republicanos ha cundido el pánico de que las fuerzas de seguridad no puedan controlar los actos vandálicos y se produzcan desafíos directos contra ellos. Este es uno de los peligros que se baraja entre la población norirlandesa.
El aumento del desempleo y la decreciente escolarización en barrios unionistas acusan el peligro de unos ataques más allá de temas políticos. “Los niños están, básicamente, encontrando más diversión en las manifestaciones que en casa”, opinaba el reverendo baptista Johnston Lambe al diario The Belfast Telegraph. “No destrocéis lo que se ha ganado en décadas”, advertía la secretaria de Estado británica Theresa Villiers, que reconocía que “los manifestantes tienen a Irlanda del Norte secuestrada”.
Tanto en los dos focos principales de protestas como en el resto de la ciudad los comercios permanecían cerrados y muchas de las casas protegían los cristales y las puertas de acceso con vallas o colchones. “Hay mucha menos gente durante el día. Y casi nadie se acerca por aquí”, lamentaba el propietario de una tienda de reparación de máquinas de coser que prefería no dar ningún nombre. En total, el Gobierno ha calculado que todas estas jornadas de “caos” han ocasionado pérdidas de hasta nueve millones de euros y más de 16 millones para el comercio local.
Las manifestaciones, planeadas de seis a ocho de la tarde, se simultanearon sin alterar el ritmo nocturno de las zonas céntricas. Ryan Black, un estudiante de 16 años que volvía a la ciudad después de dos semanas, aseguraba que la retirada de la bandera era solo el principio. Lo hacía caminando entre filas de casa adornadas por murales. Uno de ellos reza: “No más bombas, no más asesinatos, no más odio hacia nuestros niños”.