Hollande llama a la batalla
El presidente socialista francés lidera un nuevo tipo de guerra panafricana
Europa esconde la cabeza debajo del ala ante la intervención de emergencia
Miguel Mora, El País
Malí, uno de los 25 países más pobres del mundo, nacido en 1960 como Federación de Malí a raíz de la independencia de Sudán y Senegal, era hasta hace apenas 12 meses un modelo de democracia africana. Con 15,5 millones de habitantes y una extensión vastísima, más del doble que Francia —con el Sáhara al norte, la sabana saheliana en el centro y los cultivos en el sur sudanés regado por el Níger—, el país donde Miquel Barceló pasaba varios meses cada año investigando con la arcilla y las termitas, y pintando sus acuarelas resonaba en los oídos occidentales como el último —o en fin, el penúltimo— paraíso perdido.
Músicos dotados de duende, talento y conciencia como Toumani y Mamadou Diabaté —los genios mandingas de la kora—, Ali Farka Tuoré y Salif Keita creaban marca Malí en todo el mundo; el gran Kanouté goleaba y ganaba títulos en España, los turistas fluían a millares hacia la milenaria Tombuctú para visitar los santuarios y las casas de adobe, y los musulmanes —el 90% de la población— acataban sin problemas el sistema constitucional laico moldeado en París para Alpha Konaré (ganador de las elecciones de 1992 y 1997) y prolongado luego por Amadou Touré, que fue investido presidente en unos comicios homologados por la comunidad internacional en 2002 y reelegido en 2007.
Todo cambió en 2011, cuando acabó la guerra de Libia. Los milicianos independentistas tuaregs de Ansar Dine, que habían permanecido marginados pero más o menos tranquilos durante décadas, lucharon como mercenarios para las tropas leales a Gaddafi, y regresaron a casa en sus veloces camionetas sin techo, armados hasta los dientes con trastos de todos los calibres y pesos posibles (metralletas, cañones, blindados, baterías antiaéreas…), adquiridos a buen precio en el enloquecido bazar libio.
Tras aliarse con los yihadistas de Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI), que controlan un círculo inmenso de arena que va desde el Atlántico hasta Chad y desde Níger al sur de Túnez, y con el Movimiento para la Unidad y la Yihad en África Occidental (MUYAO), los tuaregs lanzaron la rebelión en enero de 2012; en unas semanas conquistaron tres regiones del norte y declararon la sharía, la ley islámica. Enseguida empezaron las lapidaciones, las amputaciones y la destrucción del patrimonio histórico. Cientos de miles de malienses huyeron al sur y a los países vecinos, agudizando así la hambruna de millones de personas en el Sahel.
Descontentos con la débil respuesta del presidente, soldados del Ejército regular, que habían sido entrenados por Estados Unidos, que invirtió 500 millones de euros en su formación, se pasaron al enemigo con armas y bagajes, y depusieron a Touré. La mediación de la CEDEAO, la Comunidad Económica de Estados del África Occidental, consiguió en abril colocar al civil Dioncounda Traoré como presidente de un Gobierno de unidad nacional provisional. Pero una turba atacó al nuevo líder, que tuvo que volar hasta París y necesitó dos meses para recuperarse del susto y las heridas antes de volver a Bamako.
En septiembre, Traoré pidió ayuda a la comunidad internacional alegando que los rebeldes seguían ganando posiciones. La ejemplar democracia maliense no controlaba su territorio. Había sucumbido al terror.
Mientras todo esto pasaba, en Francia hubo elecciones. Y ganó François Hollande.
La doctrina de François Hollande sobre África es una especie de revolución que trata de sanear las muy corruptas y podridas alcantarillas del neocolonialismo francés. Consiste en afirmar que la Administración ha dejado atrás para siempre los hábitos de la Françafrique, ese término despectivo que describe la complicidad de Francia con los dictadores títere para esquilmar a conciencia las materias primas de la zona y financiar luego bajo cuerda las necesidades, personales o partidarias, del sistema político de París. El mensaje es que la larga fase histórica marcada por las maletas llenas de billetes llegando al Elíseo es cosa del pasado. Que África es adulta y debe gestionar y decidir su futuro. Y que las intervenciones más o menos caprichosas de las tropas francesas asentadas en las bases de Chad, Burkina Fasso, Níger o Costa de Marfil, por citar solo algunas, son cosa del pasado.
Siguiendo ese dogma, y tras retirar nada más llegar al poder a las tropas de Afganistán de forma anticipada, los asesores de Hollande en el Elíseo, Exteriores y Defensa elaboraron un plan para afrontar el espinoso dossier maliense. El proyecto fue ampliamente debatido, votado y rezagado en la ONU, aunque finalmente fue aprobado en diciembre pese a la oposición inicial de la embajadora estadounidense, Susan Rice, que lo calificó públicamente como —la cita es textual—, “un plan de merde”.
El “plan de mierda” consistía en ayudar al Gobierno de Malí a frenar el avance de la rebelión “terrorista” con tropas estrictamente africanas, reclutadas por la CEDEAO y puestas bajo el mando de un general nigeriano asesorado por un puñado de oficiales franceses. Estas tropas se unirían al desmoralizado y muy impopular Ejército regular maliense para reconquistar el norte, y en vez de ser instruidas por EE UU —visto el éxito obtenido— estarían formadas por 450 instructores europeos. La UE, la ONU, la Unión Africana, e incluso Rusia y China, consideraron que podía servir, y el Consejo de Seguridad aprobó en diciembre la resolución 2.085 autorizando el despliegue.
Pero todo se precipitó de nuevo el 10 de enero. Ese día, los grupos islamistas y otros parientes tomaron Konna. Situada en el centro del país y a escasos kilómetros de un aeropuerto, se trata de un lugar demasiado peligroso y estratégico como para haber sido elegido al azar. La ofensiva de los terroristas hacia Bamako había empezado.
Tras debatir con su Estado Mayor y los jefes de los servicios de inteligencia interior y exterior, Hollande reunió el día 11 al Consejo de Defensa en el Elíseo y dio la orden de ataque a los aviones Mirage aparcados en la base de Chad, muy cerca de la capital, Djamena. En ese momento, según ha escrito Christophe Barbier en L’Express, Hollande decidió “ser comandante en jefe para convertirse, finalmente, en jefe de Estado”.
En unas horas, la metamorfosis del presidente al que muchos apodan Flanby por su blandura asombra a los franceses. No solo rectifica su flamante política africana no intervencionista sobre la marcha para “asegurar la existencia del Estado de Malí”. También, explica con determinación ante las cámaras, ha dado la orden de enviar un comando de la Dirección General de Seguridad Exterior (DGSE) a Somalia.
Francia tiene allí a un espía (seudónimo Denis Allex) secuestrado por la milicia yihadista Al Shabab desde hace tres años y medio. El asalto de las fuerzas especiales, cinco helicópteros y 50 militares, fracasa en el intento de liberar al rehén. Mueren dos soldados franceses, otros seis resultan heridos, y Allex es asesinado por sus captores. Según París, el asalto acaba también con la vida de 17 terroristas. El mismo día, Francia sufre la primera baja en Malí, un piloto de helicóptero del regimiento de Pau.
Pese al desastre inicial, Hollande envía un doble o triple mensaje de firmeza. Al “islamogansterismo”, a los socios euroatlánticos que se permiten menospreciar a Francia en la ONU o la UE, y a sus asustados conciudadanos que temen haber elegido a un jefe de Estado incapaz de gestionar las crisis importantes. El recado dice: “No nos chantajearéis con los secuestros, no os dejaremos destruir las precarias democracias africanas, Francia sigue siendo mucha Francia”, y su Ejército, señala Barbier, “está preparado para adaptarse a los peligros contemporáneos y las nuevas amenazas”.
Si hace diez años Jacques Chirac prefirió eximir a sus paisanos de la guerra de Irak, Hollande, asesorado ahora por el nuevo equipo de comunicación del Elíseo, fichado en diciembre para tratar de remontar la popularidad hundida en los primeros meses de su mandato —un 35%—, comparece ante el país solemne, firme, determinado. Los partidos, sin excepción, aprueban sus decisiones, se forma un raro clima de unidad nacional —durará apenas una semana—. Pero pronto queda claro que su nuevo traje no gusta en Europa. Alemania, Reino Unido y España prefieren mirar hacia otro lado ante la petición de colaboración francesa y se convierten en el enemigo en casa.
Dos medios conservadores, Financial Times y Frankfurter Allgemeine Zeitung, lideran la corriente de opinión. Al intervenir en solitario en Malí, afirman: Hollande ha cambiado sus principios sobre la marcha, resucita viejas actitudes colonialistas y defiende intereses económicos más o menos ocultos, además de lo obvio, intentar ganar popularidad con una intervención armada.
Hollande replica a las críticas. Afirma que Francia no tiene la menor intención “de quedarse” en su excolonia, y asegura que la operación en Malí, que solo busca defender a los ciudadanos franceses, será “una excepción” a la regla general. Ese nuevo Hollande, que parece menos sincero de lo habitual, desdeña incluso las afirmaciones que señalan que la intervención busca proteger a las compañías que, como el gigante nuclear Areva, extraen materias primas baratas en la zona, entre otras el uranio de la vecina Níger, tan útil para las centrales francesas.
“No estamos en Malí para defender a nuestras empresas”, afirma el presidente, que se pliega a la versión oficial de los tres objetivos: “Primero, frenar la agresión terrorista, que buscaba hacerse con el control de todo el país, incluida Bamako. Después proteger la capital, donde viven varios miles de ciudadanos franceses. Y finalmente, permitir a Malí recuperar la integridad territorial”.
El especialista en África occidental René Otayek, profesor de Science Po en Burdeos, cree que “no es absurdo decir que Francia ha actuado para defender a los miles de franceses que viven en Bamako, aunque no es menos cierto añadir que gran parte de esos ciudadanos trabaja para empresas francesas asentadas en la zona y que es lógico que Francia las defienda. Las minas de Areva en Níger suponen el mayor suministro de uranio para Francia, pero también hay explotaciones petroleras y muchas otras compañías que operan en Mauritania, Malí, Burkina Faso… El Sahel es un lugar estratégico para Francia, y es incontestable que intente impedir que los terroristas amenacen las minas de uranio y sus otros intereses”.
Aunque sea incontestable, esta realidad política, comercial y económica parece estar en la raíz de la escasa implicación de los socios naturales en la primera aventura bélica de Hollande. El eurodiputado ecologista franco-alemán Daniel Cohn-Bendit resumió con toda crudeza el malestar por la deserción europea al decirle a Catherine Ashton: “Madame Ashton, usted ha dicho que nos concierne a todos. Todos nos dicen lo mismo. Pero no hay más que soldados franceses allí. Y lo que se nos está diciendo es: "Nosotros os mandamos unas enfermeras, y a vosotros que os maten”.
Le Monde reveló que en la reunión de ministros de Exteriores celebrada el jueves en Bruselas, el francés Laurent Fabius se sintió también molesto porque sus homólogos español y alemán le preguntaron “qué busca exactamente Francia en Malí”. En cuanto a la Administración de Barack Obama, su lenguaraz embajadora Susan Rice ha dejado claro que París es el único responsable directo de la intervención al afirmar que la petición de ayuda enviada a Naciones Unidas por el presidente maliense se podía resumir con la expresión “¡socorro, Francia!”.
Así, a pesar de la oleada de apoyo moral que Francia ha recibido estos días, Hollande deberá conformarse, de momento, con formar una coalición eminentemente francófona y europea. Hoy por hoy, solo Bélgica entre los 27 países de la UE se ha comprometido a enviar tropas —unos 70 soldados que colaborarán en tareas de transporte y mantenimiento— a la zona. Los compañeros de viaje de Francia estarán en la fuerza multinacional de países africanos occidentales, la Misión Internacional de Apoyo a Malí (MISMA, en francés). Ese contingente de 3.300 soldados, de los que 2.200 deberían estar sobre el terreno hoy domingo, y los 2.000 soldados que enviará Chad serán por ahora el único consuelo a la soledad de los 2.500 militares franceses que lucharán contra un enemigo formado, según los cálculos del ministro francés de Defensa, Jean-Yves Le Drian, por unos 3.000 yihadistas y tuaregs.
La MISMA estará liderará por la anglófona y no siempre eficaz Nigeria (la excepción a la regla francófona aportará 900 soldados y el general al mando), y en ella militan también Togo (540 soldados), Níger (500), Senegal (450), Burkina Faso y Benín (300 cada uno), Ghana (180) y Guinea, que enviará 145 militares.
Solo un miembro secundario del Gobierno, el ministro de Relaciones con el Parlamento, Alain Vidalies, se ha atrevido a deplorar en público “la mínima movilización de Europa”. Vidalies citó “algunas ausencias lamentables”, sin dar nombres, y enfatizó que “Francia no ha decidido actuar en solitario sino que han sido los acontecimientos los que han dictado la respuesta”. Pero el sabio profesor Gilles Kepel ha escrito esta semana en Le Monde que “la soledad de Francia no es sostenible salvo que se vacíe de sentido a la UE”.
Y el problema es que la actitud de sus principales socios, Alemania y Reino Unido, parece revelar que Europa todavía no es consciente de que este episodio de la guerra de las democracias contra el terrorismo es el más europeo de los que se han librado hasta ahora. Con Canarias a 1.800 kilómetros del teatro de operaciones y Argelia a tiro de piedra de España, las deserciones europeas del frente han causado estupor y escozor en Francia. Algunos diputados socialistas han criticado con dureza la negativa de Berlín a enviar tropas. “La crisis de Europa parecía financiera, pero es política”, afirmó Malek Boutih, que acusó a los alemanes de “debilitar la solidaridad europea”.
El profesor Otayek cree que no es momento de dramatizar sino de sumar. “Es verdad y mentira a la vez que Francia esté sola en el Sahel. Alemania solo envía tropas al exterior de forma excepcional, aunque es verdad que si lo hiciera ahora sería un apoyo político muy simbólico. España y Gran Bretaña también han dado apoyo moral y logístico, como Estados Unidos... De momento, la guerra de Malí es quizá la intervención francesa más consensuada de la historia, incluso en la opinión pública nacional. Pero eso puede cambiar si la operación terrestre causa muchas bajas, si el conflicto se alarga y se afganistaniza”, advierte.
Lo que todo el mundo parece tener claro es que la guerra de Malí será larga. El profesor René Otayek recuerda que “terminar la operación en el Sahel requerirá varios años y enormes medios humanos, logísticos y materiales, que exceden con mucho la capacidad de un solo país”.
El impresionante ataque terrorista a la planta de BP en el sur de Argelia, que ha conmocionado al mundo esta semana, ha resonado como un aviso palmario de que el Sahel y sus ramificaciones son demasiado grandes y peligrosas como para que Francia pueda ocuparse sola de todo. Otayek piensa que “el secuestro habrá convencido a algunos, al menos a Reino Unido, Noruega y Holanda, de que van a tener que ayudar mucho más a Francia de lo que querían”.
“El contexto de esta guerra es totalmente distinto del pasado”, dice el profesor de Science Po. “Francia tiene por primera vez el apoyo de toda la región, y también es la primera vez que se forma una coalición panafricana para luchar sobre el terreno, aunque la UE y la Unión Africana trabajaban en esta idea desde hace tiempo. Pero creo que Europa y Estados Unidos entenderán que Occidente se juega en el Sahel mucho más que una guerra y que la inestabilidad de esa zona no se puede conjurar solo con las armas. Para quitar el espacio a los traficantes de toda índole hace falta política, energía, dinero. Y también mano izquierda para integrar a las minorías tuaregs. Si no, nunca habrá paz”.
Europa esconde la cabeza debajo del ala ante la intervención de emergencia
Miguel Mora, El País
Malí, uno de los 25 países más pobres del mundo, nacido en 1960 como Federación de Malí a raíz de la independencia de Sudán y Senegal, era hasta hace apenas 12 meses un modelo de democracia africana. Con 15,5 millones de habitantes y una extensión vastísima, más del doble que Francia —con el Sáhara al norte, la sabana saheliana en el centro y los cultivos en el sur sudanés regado por el Níger—, el país donde Miquel Barceló pasaba varios meses cada año investigando con la arcilla y las termitas, y pintando sus acuarelas resonaba en los oídos occidentales como el último —o en fin, el penúltimo— paraíso perdido.
Músicos dotados de duende, talento y conciencia como Toumani y Mamadou Diabaté —los genios mandingas de la kora—, Ali Farka Tuoré y Salif Keita creaban marca Malí en todo el mundo; el gran Kanouté goleaba y ganaba títulos en España, los turistas fluían a millares hacia la milenaria Tombuctú para visitar los santuarios y las casas de adobe, y los musulmanes —el 90% de la población— acataban sin problemas el sistema constitucional laico moldeado en París para Alpha Konaré (ganador de las elecciones de 1992 y 1997) y prolongado luego por Amadou Touré, que fue investido presidente en unos comicios homologados por la comunidad internacional en 2002 y reelegido en 2007.
Todo cambió en 2011, cuando acabó la guerra de Libia. Los milicianos independentistas tuaregs de Ansar Dine, que habían permanecido marginados pero más o menos tranquilos durante décadas, lucharon como mercenarios para las tropas leales a Gaddafi, y regresaron a casa en sus veloces camionetas sin techo, armados hasta los dientes con trastos de todos los calibres y pesos posibles (metralletas, cañones, blindados, baterías antiaéreas…), adquiridos a buen precio en el enloquecido bazar libio.
Tras aliarse con los yihadistas de Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI), que controlan un círculo inmenso de arena que va desde el Atlántico hasta Chad y desde Níger al sur de Túnez, y con el Movimiento para la Unidad y la Yihad en África Occidental (MUYAO), los tuaregs lanzaron la rebelión en enero de 2012; en unas semanas conquistaron tres regiones del norte y declararon la sharía, la ley islámica. Enseguida empezaron las lapidaciones, las amputaciones y la destrucción del patrimonio histórico. Cientos de miles de malienses huyeron al sur y a los países vecinos, agudizando así la hambruna de millones de personas en el Sahel.
Descontentos con la débil respuesta del presidente, soldados del Ejército regular, que habían sido entrenados por Estados Unidos, que invirtió 500 millones de euros en su formación, se pasaron al enemigo con armas y bagajes, y depusieron a Touré. La mediación de la CEDEAO, la Comunidad Económica de Estados del África Occidental, consiguió en abril colocar al civil Dioncounda Traoré como presidente de un Gobierno de unidad nacional provisional. Pero una turba atacó al nuevo líder, que tuvo que volar hasta París y necesitó dos meses para recuperarse del susto y las heridas antes de volver a Bamako.
En septiembre, Traoré pidió ayuda a la comunidad internacional alegando que los rebeldes seguían ganando posiciones. La ejemplar democracia maliense no controlaba su territorio. Había sucumbido al terror.
Mientras todo esto pasaba, en Francia hubo elecciones. Y ganó François Hollande.
La doctrina de François Hollande sobre África es una especie de revolución que trata de sanear las muy corruptas y podridas alcantarillas del neocolonialismo francés. Consiste en afirmar que la Administración ha dejado atrás para siempre los hábitos de la Françafrique, ese término despectivo que describe la complicidad de Francia con los dictadores títere para esquilmar a conciencia las materias primas de la zona y financiar luego bajo cuerda las necesidades, personales o partidarias, del sistema político de París. El mensaje es que la larga fase histórica marcada por las maletas llenas de billetes llegando al Elíseo es cosa del pasado. Que África es adulta y debe gestionar y decidir su futuro. Y que las intervenciones más o menos caprichosas de las tropas francesas asentadas en las bases de Chad, Burkina Fasso, Níger o Costa de Marfil, por citar solo algunas, son cosa del pasado.
Siguiendo ese dogma, y tras retirar nada más llegar al poder a las tropas de Afganistán de forma anticipada, los asesores de Hollande en el Elíseo, Exteriores y Defensa elaboraron un plan para afrontar el espinoso dossier maliense. El proyecto fue ampliamente debatido, votado y rezagado en la ONU, aunque finalmente fue aprobado en diciembre pese a la oposición inicial de la embajadora estadounidense, Susan Rice, que lo calificó públicamente como —la cita es textual—, “un plan de merde”.
El “plan de mierda” consistía en ayudar al Gobierno de Malí a frenar el avance de la rebelión “terrorista” con tropas estrictamente africanas, reclutadas por la CEDEAO y puestas bajo el mando de un general nigeriano asesorado por un puñado de oficiales franceses. Estas tropas se unirían al desmoralizado y muy impopular Ejército regular maliense para reconquistar el norte, y en vez de ser instruidas por EE UU —visto el éxito obtenido— estarían formadas por 450 instructores europeos. La UE, la ONU, la Unión Africana, e incluso Rusia y China, consideraron que podía servir, y el Consejo de Seguridad aprobó en diciembre la resolución 2.085 autorizando el despliegue.
Pero todo se precipitó de nuevo el 10 de enero. Ese día, los grupos islamistas y otros parientes tomaron Konna. Situada en el centro del país y a escasos kilómetros de un aeropuerto, se trata de un lugar demasiado peligroso y estratégico como para haber sido elegido al azar. La ofensiva de los terroristas hacia Bamako había empezado.
Tras debatir con su Estado Mayor y los jefes de los servicios de inteligencia interior y exterior, Hollande reunió el día 11 al Consejo de Defensa en el Elíseo y dio la orden de ataque a los aviones Mirage aparcados en la base de Chad, muy cerca de la capital, Djamena. En ese momento, según ha escrito Christophe Barbier en L’Express, Hollande decidió “ser comandante en jefe para convertirse, finalmente, en jefe de Estado”.
En unas horas, la metamorfosis del presidente al que muchos apodan Flanby por su blandura asombra a los franceses. No solo rectifica su flamante política africana no intervencionista sobre la marcha para “asegurar la existencia del Estado de Malí”. También, explica con determinación ante las cámaras, ha dado la orden de enviar un comando de la Dirección General de Seguridad Exterior (DGSE) a Somalia.
Francia tiene allí a un espía (seudónimo Denis Allex) secuestrado por la milicia yihadista Al Shabab desde hace tres años y medio. El asalto de las fuerzas especiales, cinco helicópteros y 50 militares, fracasa en el intento de liberar al rehén. Mueren dos soldados franceses, otros seis resultan heridos, y Allex es asesinado por sus captores. Según París, el asalto acaba también con la vida de 17 terroristas. El mismo día, Francia sufre la primera baja en Malí, un piloto de helicóptero del regimiento de Pau.
Pese al desastre inicial, Hollande envía un doble o triple mensaje de firmeza. Al “islamogansterismo”, a los socios euroatlánticos que se permiten menospreciar a Francia en la ONU o la UE, y a sus asustados conciudadanos que temen haber elegido a un jefe de Estado incapaz de gestionar las crisis importantes. El recado dice: “No nos chantajearéis con los secuestros, no os dejaremos destruir las precarias democracias africanas, Francia sigue siendo mucha Francia”, y su Ejército, señala Barbier, “está preparado para adaptarse a los peligros contemporáneos y las nuevas amenazas”.
Si hace diez años Jacques Chirac prefirió eximir a sus paisanos de la guerra de Irak, Hollande, asesorado ahora por el nuevo equipo de comunicación del Elíseo, fichado en diciembre para tratar de remontar la popularidad hundida en los primeros meses de su mandato —un 35%—, comparece ante el país solemne, firme, determinado. Los partidos, sin excepción, aprueban sus decisiones, se forma un raro clima de unidad nacional —durará apenas una semana—. Pero pronto queda claro que su nuevo traje no gusta en Europa. Alemania, Reino Unido y España prefieren mirar hacia otro lado ante la petición de colaboración francesa y se convierten en el enemigo en casa.
Dos medios conservadores, Financial Times y Frankfurter Allgemeine Zeitung, lideran la corriente de opinión. Al intervenir en solitario en Malí, afirman: Hollande ha cambiado sus principios sobre la marcha, resucita viejas actitudes colonialistas y defiende intereses económicos más o menos ocultos, además de lo obvio, intentar ganar popularidad con una intervención armada.
Hollande replica a las críticas. Afirma que Francia no tiene la menor intención “de quedarse” en su excolonia, y asegura que la operación en Malí, que solo busca defender a los ciudadanos franceses, será “una excepción” a la regla general. Ese nuevo Hollande, que parece menos sincero de lo habitual, desdeña incluso las afirmaciones que señalan que la intervención busca proteger a las compañías que, como el gigante nuclear Areva, extraen materias primas baratas en la zona, entre otras el uranio de la vecina Níger, tan útil para las centrales francesas.
“No estamos en Malí para defender a nuestras empresas”, afirma el presidente, que se pliega a la versión oficial de los tres objetivos: “Primero, frenar la agresión terrorista, que buscaba hacerse con el control de todo el país, incluida Bamako. Después proteger la capital, donde viven varios miles de ciudadanos franceses. Y finalmente, permitir a Malí recuperar la integridad territorial”.
El especialista en África occidental René Otayek, profesor de Science Po en Burdeos, cree que “no es absurdo decir que Francia ha actuado para defender a los miles de franceses que viven en Bamako, aunque no es menos cierto añadir que gran parte de esos ciudadanos trabaja para empresas francesas asentadas en la zona y que es lógico que Francia las defienda. Las minas de Areva en Níger suponen el mayor suministro de uranio para Francia, pero también hay explotaciones petroleras y muchas otras compañías que operan en Mauritania, Malí, Burkina Faso… El Sahel es un lugar estratégico para Francia, y es incontestable que intente impedir que los terroristas amenacen las minas de uranio y sus otros intereses”.
Aunque sea incontestable, esta realidad política, comercial y económica parece estar en la raíz de la escasa implicación de los socios naturales en la primera aventura bélica de Hollande. El eurodiputado ecologista franco-alemán Daniel Cohn-Bendit resumió con toda crudeza el malestar por la deserción europea al decirle a Catherine Ashton: “Madame Ashton, usted ha dicho que nos concierne a todos. Todos nos dicen lo mismo. Pero no hay más que soldados franceses allí. Y lo que se nos está diciendo es: "Nosotros os mandamos unas enfermeras, y a vosotros que os maten”.
Le Monde reveló que en la reunión de ministros de Exteriores celebrada el jueves en Bruselas, el francés Laurent Fabius se sintió también molesto porque sus homólogos español y alemán le preguntaron “qué busca exactamente Francia en Malí”. En cuanto a la Administración de Barack Obama, su lenguaraz embajadora Susan Rice ha dejado claro que París es el único responsable directo de la intervención al afirmar que la petición de ayuda enviada a Naciones Unidas por el presidente maliense se podía resumir con la expresión “¡socorro, Francia!”.
Así, a pesar de la oleada de apoyo moral que Francia ha recibido estos días, Hollande deberá conformarse, de momento, con formar una coalición eminentemente francófona y europea. Hoy por hoy, solo Bélgica entre los 27 países de la UE se ha comprometido a enviar tropas —unos 70 soldados que colaborarán en tareas de transporte y mantenimiento— a la zona. Los compañeros de viaje de Francia estarán en la fuerza multinacional de países africanos occidentales, la Misión Internacional de Apoyo a Malí (MISMA, en francés). Ese contingente de 3.300 soldados, de los que 2.200 deberían estar sobre el terreno hoy domingo, y los 2.000 soldados que enviará Chad serán por ahora el único consuelo a la soledad de los 2.500 militares franceses que lucharán contra un enemigo formado, según los cálculos del ministro francés de Defensa, Jean-Yves Le Drian, por unos 3.000 yihadistas y tuaregs.
La MISMA estará liderará por la anglófona y no siempre eficaz Nigeria (la excepción a la regla francófona aportará 900 soldados y el general al mando), y en ella militan también Togo (540 soldados), Níger (500), Senegal (450), Burkina Faso y Benín (300 cada uno), Ghana (180) y Guinea, que enviará 145 militares.
Solo un miembro secundario del Gobierno, el ministro de Relaciones con el Parlamento, Alain Vidalies, se ha atrevido a deplorar en público “la mínima movilización de Europa”. Vidalies citó “algunas ausencias lamentables”, sin dar nombres, y enfatizó que “Francia no ha decidido actuar en solitario sino que han sido los acontecimientos los que han dictado la respuesta”. Pero el sabio profesor Gilles Kepel ha escrito esta semana en Le Monde que “la soledad de Francia no es sostenible salvo que se vacíe de sentido a la UE”.
Y el problema es que la actitud de sus principales socios, Alemania y Reino Unido, parece revelar que Europa todavía no es consciente de que este episodio de la guerra de las democracias contra el terrorismo es el más europeo de los que se han librado hasta ahora. Con Canarias a 1.800 kilómetros del teatro de operaciones y Argelia a tiro de piedra de España, las deserciones europeas del frente han causado estupor y escozor en Francia. Algunos diputados socialistas han criticado con dureza la negativa de Berlín a enviar tropas. “La crisis de Europa parecía financiera, pero es política”, afirmó Malek Boutih, que acusó a los alemanes de “debilitar la solidaridad europea”.
El profesor Otayek cree que no es momento de dramatizar sino de sumar. “Es verdad y mentira a la vez que Francia esté sola en el Sahel. Alemania solo envía tropas al exterior de forma excepcional, aunque es verdad que si lo hiciera ahora sería un apoyo político muy simbólico. España y Gran Bretaña también han dado apoyo moral y logístico, como Estados Unidos... De momento, la guerra de Malí es quizá la intervención francesa más consensuada de la historia, incluso en la opinión pública nacional. Pero eso puede cambiar si la operación terrestre causa muchas bajas, si el conflicto se alarga y se afganistaniza”, advierte.
Lo que todo el mundo parece tener claro es que la guerra de Malí será larga. El profesor René Otayek recuerda que “terminar la operación en el Sahel requerirá varios años y enormes medios humanos, logísticos y materiales, que exceden con mucho la capacidad de un solo país”.
El impresionante ataque terrorista a la planta de BP en el sur de Argelia, que ha conmocionado al mundo esta semana, ha resonado como un aviso palmario de que el Sahel y sus ramificaciones son demasiado grandes y peligrosas como para que Francia pueda ocuparse sola de todo. Otayek piensa que “el secuestro habrá convencido a algunos, al menos a Reino Unido, Noruega y Holanda, de que van a tener que ayudar mucho más a Francia de lo que querían”.
“El contexto de esta guerra es totalmente distinto del pasado”, dice el profesor de Science Po. “Francia tiene por primera vez el apoyo de toda la región, y también es la primera vez que se forma una coalición panafricana para luchar sobre el terreno, aunque la UE y la Unión Africana trabajaban en esta idea desde hace tiempo. Pero creo que Europa y Estados Unidos entenderán que Occidente se juega en el Sahel mucho más que una guerra y que la inestabilidad de esa zona no se puede conjurar solo con las armas. Para quitar el espacio a los traficantes de toda índole hace falta política, energía, dinero. Y también mano izquierda para integrar a las minorías tuaregs. Si no, nunca habrá paz”.