Ladrillos para tapiar la paz
Medio millón de israelíes reside en los asentamientos de Cisjordania.
Unos por religión, otros por ideología y muchos porque las casas son más baratas y los barrios, más cómodos y seguros.
Vallas y soldados les separan de vecinos palestinos que reivindican la tierra ocupada
Ana Carbajosa, El País
Hay israelíes que deciden vivir en asentamientos en Cisjordania porque dicen que esa es la tierra que Dios les prometió. Otros que combinan la fe con el ultranacionalismo y que militan día y noche para ensanchar las fronteras de Israel a costa de los palestinos. Y los hay, por último, que colonizan porque una casa en tierra ajena les sale más barata. Pero todos torpedean la viabilidad del futuro Estado palestino que apoya la comunidad internacional.
Israel está contra las cuerdas. La comunidad internacional casi en pleno le pide a gritos que frene la expansión de los asentamientos en Cisjordania y en Jerusalén Este, ilegales a ojos de la legislación internacional. Israel se enroca y anuncia la construcción de más y más viviendas en los territorios palestinos. La imagen exterior del país está en caída libre, sin que al Gobierno de Benjamín Netanyahu parezca importarle demasiado. Y menos en este momento, con las elecciones del 22 enero a la vuelta de la esquina.
Nada de esto le quita el sueño a Vardit Rosenblum, vecina de Beitar Illit, uno de los asentamientos incrustados en el corazón de los territorios palestinos y que crece a velocidad de vértigo. Por la cabeza de esta judía ultraortodoxa rondan otras preocupaciones. Tiene dos hijas casaderas y ahora busca pretendientes. Es imprescindible que sean haredim, como se conoce aquí a los ultraortodoxos, y a ser posible chicos pacientes, no fumadores y estudiosos de la Torah. Rosenblum, abogada de 42 años, recibe llamadas con ofertas y se emplea a fondo para dilucidar si los chicos merecen la pena. Estos días piensa en eso y en el nuevo curso de liderazgo en el que participa tres veces por semana en Jerusalén, que le entusiasma.
Su vida en Beitar Illit es tranquila. Ella y su familia viven rodeados de judíos ultraortodoxos, como ellos, y eso les hace sentirse bien. Rosenblum sabe que cuando sus hijos van a casa del vecino no van a ver la televisión ni a conectarse a Internet; ambas modernidades vetadas a la comunidad ultraortodoxa. Sabe también que los rabinos han supervisado y aprobado todos los productos que venden en el supermercado y que no tiene ni que molestarse en mirar las etiquetas para confirmar que cumplen con las leyes judías de la alimentación. Así, sin excesivos sobresaltos, han transcurridos los últimos 20 años en el hogar de los Rosenblum en Beitar Illit, uno de los tres grandes asentamientos ultraortodoxos; los que registran un crecimiento más rápido de población en Cisjordania, debido en parte a la altísima tasa de natalidad de los haredim.
Para los ultraortodoxos como Rosenblum, la conquista de la tierra no es ni mucho menos un objetivo en sí mismo. Ellos se consideran casi colonos accidentales. Eligen vivir en Cisjordania porque en los barrios haredim de ciudades como Jerusalén dicen que ya no caben. Porque los líderes de los partidos haredim se encargan de que sus asentamientos reciban permisos para sucesivas ampliaciones y porque los pisos son mucho más baratos.
De fronteras no quieren ni oír hablar. Es algo que a Rosenblum, como a la inmensa mayoría de los cerca de 40.000 habitantes de Beitar Illit, ni le va ni le viene. “Yo no vivo aquí para fastidiar a nadie. Esto es simplemente lo que me puedo permitir. A mí, como a la mayoría de los vecinos de Beitar Illit, si mañana nos ofrecen una casa igual en Jerusalén, me mudaría sin pensarlo”.
El salón de la vivienda de Rosenblum tiene una cristalera con vistas a un pueblo palestino, que está casi pegado al asentamiento. Lo tiene enfrente, pero dice que no sabe cómo se llama, aunque “seguro” que su marido se acuerda. Como el resto de sus vecinos, no lo pisa; para ellos es casi invisible, como un pueblo fantasma. Los palestinos, sin embargo, aunque quisieran, no podrían obviar la presencia de Beitar Illit. Este mes, las aguas fecales del asentamiento han vuelto a inundar las tierras de cultivo del pueblo. En esta ocasión, el escape se ha prolongado diez días.
Con la llamada del muecín a la oración como telón de fondo, Rosenblum se explaya. “Yo no me siento colona. Esta es la tierra que Dios nos prometió. Yo no siento que esto no sea mío. Sí, cuando vinimos sabíamos que esto era de los palestinos, pero aquí nadie se hace preguntas legales. La única preocupación es que algún día nos puedan echar”. Y matiza: “Quiero que quede claro que yo no vivo aquí porque me lo permita el Gobierno israelí. Yo vivo aquí porque esto me lo ha dado Dios”. Se lo dio Dios y el banco en forma de crédito a precio de saldo, en una época en la que no había carretera directa desde Jerusalén hasta allí y en la que Beitar Illit no era como ahora una ciudad con todo tipo de servicios. Vivir aquí era cosa de piadosos valientes y/o pobres.
Los palestinos se niegan a conversar hasta que Israel deje de edificar en Cisjordania, como viene haciendo desde 1967
Ahora, en menos de media hora en coche estás en Jerusalén. Los autobuses pasan cada diez minutos y conectan con las principales ciudades con población haredim. Eso sí, son autobuses segregados. Los hombres van en la parte de delante y las mujeres, atrás. El transporte público resulta necesario para una comunidad que vive en buena parte de los subsidios estatales y en la que muchas familias no pueden permitirse comprar coche.
Un paseo por Beitar Illit con Rosenblum ofrece una inmediata comprobación de las estadísticas que tanto preocupan a los palestinos y a los países occidentales, que piden a Israel que frene el crecimiento de las colonias. Esto parece la ciudad de los niños. Con sus minimochilas, sus tirabuzones y sus kipás de terciopelo negro, la hora de la salida del colegio se convierte en una explosión infantil. La demanda de escuelas es tan grande que algunas están instaladas en barracones a falta de edificios. En los balcones, los triciclos cuelgan en hileras. Los haredim tienen una media de casi siete hijos.
El Estado se gasta tres veces más en un niño de los asentamientos que en otro de Israel, dicen en Settlement Watch
Los adultos también se parecen a primera vista mucho unos a otros. Ellos visten de negro y blanco y se cubren con un sombrero, cuya forma y tamaño la determina la secta a la que pertenezcan. Ellas se tapan la cabeza después de casarse con un pañuelo, gorro o peluca, también en función del grupo al que pertenezcan. Llevan falda larga —nunca pantalones— y se cubren los brazos y el escote. En este asentamiento hay infinidad de sinagogas, piscina municipal, dos centros comerciales, banco, oficina de correos, centro de salud. Casi de todo.
Un grupo de viviendas recién levantadas en la colonia judía de Silo en Cisjordania. / Quique Kierszenbaum
La relativa normalidad que se respira en el interior de Beitar Illit se rompe nada más cruzar el portón metálico que controla el acceso al asentamiento y que une los dos tramos de valla que rodea la colonia. Una pequeña base militar vigila la entrada. Un poco más allá, aparece enseguida el muro de hormigón que impide el paso a los palestinos de Belén y de Beit Yala, las poblaciones cristianas palestinas más cercanas.
Poco después, llegamos a uno de los grandes puntos de control en la entrada a Jerusalén. Los colonos y los extranjeros pasan casi como si nada, después de que el soldado levante las cejas para indicar que no hay problema. Para los palestinos es bastante más complicado. Solo pueden entrar los que tengan un permiso especial o vivan en Jerusalén. Incluso con los papeles en regla, a menudo tienen que bajarse del coche o del autobús para que los militares estudien la documentación y registren el vehículo.
Como Beitar Illit, el resto de asentamientos lleva aparejadas una serie de infraestructuras y un despliegue militar, destinado a dar protección a los colonos allá donde vivan. Carreteras de entrada y salida a las colonias, perímetros de seguridad en torno a los asentamientos, puntos de control, cambios en el trazado del muro… Detractores de las colonias —tanto palestinos como israelíes, que también los hay— consideran crucial tener en cuenta todos estos añadidos a la hora de evaluar el impacto de los asentamientos sobre la población palestina.
Más de medio millón de colonos viven en Cisjordania y en Jerusalén Este, es decir, en los territorios que junto a Gaza aspiran a formar algún día el Estado palestino. El tamaño y el carácter de las colonias varía enormemente. Los hay que son un grupo de caravanas —conocidos como outpost e ilegales incluso ante la ley israelí— y que normalmente son el embrión de futuros asentamientos. Y los hay como Beitar Illit, que son ciudades. Entre un extremo y otro hay casi de todo. En cuanto al tipo de población, los estudiosos de los colonos manejan una clasificación algo reduccionista, pero que ayuda a hacerse una idea de por dónde van los tiros. Dividen a la población de los asentamientos en tres grupos.
Cerca de un tercio de los israelíes que vive en las colonias dice que lo hace por razones puramente económicas, que ni siquiera pertenecen a la derecha del espectro político, tampoco son necesariamente religiosos y aseguran que el día que se firme un acuerdo de paz con los palestinos estarían encantados de emigrar al interior de las fronteras de Israel. Un segundo tercio lo componen los israelíes que son como Rosenblum, judíos ultraortodoxos, que han acabado en un asentamiento porque, además de ser más barato, sus líderes políticos y religiosos les han brindado esa posibilidad. Consideran que Cisjordania les pertenece, pero luchar por conquistar la tierra no forma parte de sus prioridades. Lo suyo es más bien el estudio de los textos sagrados. Y por último está un tercer grupo, que es el más ideológico, la punta de lanza y motor de la colonización. Lo forman los llamados nacionalistas-religiosos, los que se tiran al monte a conquistar la tierra y que dedican su vida a influir en el sistema político para lograr sus objetivos. Desde un punto de vista teológico, asentarse en Cisjordania o “Judea y Samaria”, como lo llaman ellos, forma parte del camino a la redención.
Silo es uno de esos asentamientos en el que vive parte del núcleo duro de los colonos. Aquí, en una colina a medio camino entre Nablus y Ramala, todos son nacionalistas-religiosos, a los que se les distingue claramente por el aspecto. Las mujeres casadas se tapan la cabeza, pero a diferencia de las ultraortodoxas van vestidas de colores, con telas hippies, pantalones bombachos o faldas vaqueras. A ellos se les distingue porque la kipá que cubre su cabeza es de ganchillo y de colores.
El protagonismo que ocupa Silo en la Biblia lo ha convertido además en un imán para estos fervientes nacionalistas, que lo consideran prueba irrefutable de que esta era y, por tanto, debe ser la tierra de los judíos. Para Batya Madad, una neoyorquina que emigró a Israel en los setenta y se instaló diez años más tarde en Silo, no hay duda posible. “El pueblo judío tiene una historia de miles de años. Eso no se puede comparar con nada. ¿Los palestinos? Eso es un pueblo inventado”.
Madad trabaja en una cadena de supermercados que sirve a los asentamientos y que también frecuentan algunos palestinos de la zona. Los días que no trabaja viaja hasta Jerusalén, donde asiste a clases de Biblia. Pero, en general, la vida de esta mujer vigorosa, de aspecto combativo, transcurre por la zona. Le gusta relacionarse con los que se sitúan en su longitud de onda política. Visita a amigos en Silo o en otros asentamientos como Ofra, donde vive su hija. Si es sábado, se queda a dormir en el asentamiento en el que esté visitando a amigos porque es el día de descanso para los judíos y en el que los religiosos no conducen.
En Silo han recalado judíos de medio mundo y dice Madad que, al no tener mucha familia en Israel, eso les hace apoyarse más unos en otros. “Somos una comunidad muy unida, maravillosa”, dice esta mujer, para quien el antiguo primer ministro, Ariel Sharon, hoy postrado en coma, es un grande entre los grandes.
Para muchos colonos, Sharon se convirtió en su bestia negra el día en que decidió evacuar los asentamientos de Gaza y sacar a los cerca de 8.000 israelíes que allí vivieron hasta 2005. Madad, sin embargo, se lo perdona, porque piensa que fue un visionario y el responsable de que su sueño de trasladarse a Silo se hiciera realidad. “Aquí la gente se había instalado al pie de la carretera, de forma discreta. Fue Sharon, cuando era ministro de Vivienda y Construcción, el que les dijo que pensaran a lo grande, que ocuparan toda esta colina y montaran esta comunidad. A nosotros nos regaló una casa prefabricada y nos vinimos a vivir aquí a principios de los ochenta”.
En total, unas 300 familias viven en Silo, una pequeña comunidad, pero que tiene casi de todo, incluso una pizzería y un parque arqueológico. Es además un asentamiento en expansión, a pesar de estar incrustado en plena Cisjordania. Hay casas a medio construir y otras recién terminadas. A menudo son obreros palestinos los que edifican, pero siempre escoltados por guardas de seguridad que no les permiten moverse libremente por el asentamiento. A principios de año, Catherine Ashton, la jefa de la diplomacia europea, dijo estar “profundamente preocupada” después de que el Gobierno israelí aprobara la construcción de 600 nuevas viviendas en Silo.
El crecimiento de los asentamientos ha sido constante desde que en 1967 un grupo de israelíes embriagados por el triunfo bélico se lanzara a la conquista de la tierra. El actual Gobierno del primer ministro, Benjamín Netanyahu, no ha sido una excepción. Pese a una tímida moratoria forzada por Washington al principio de su mandato, los asentamientos han crecido sin freno en los últimos años. Hace poco más de dos que palestinos e israelíes no se sientan a la mesa de negociación, que las llamadas conversaciones de paz están rotas, entre otras cosas, por las colonias.
Los dirigentes palestinos se niegan a conversar hasta que Israel no deje de poner ladrillos en Cisjordania. Mientras, la lluvia de planes urbanísticos y de nuevas licitaciones no cesa. Con el mapa de Cisjordania convertido en un queso emmental, es prácticamente imposible crear un Estado palestino con cierta continuidad territorial, repiten los diplomáticos occidentales.
“El futuro de la solución de los dos Estados se está acabando”, advertía recientemente en Ramala Hanan Ashrawi, miembro ejecutivo de la Organización para la Liberación de Palestina. Ashrawi pronunció su advertencia poco antes de que la Asamblea General de la ONU reconociera a Palestina como Estado observador no miembro, un órdago diplomático que enfureció a Israel y con el que los palestinos aspiran a avanzar en el nacimiento de su Estado. Las represalias no se hicieron esperar. El Gobierno de Netanyahu ha anunciado que construirá al menos 6.000 viviendas más en territorio palestino.
A los que siguen de cerca la evolución de las colonias les preocupa no tanto la cantidad de nuevas viviendas aprobadas bajo el Gobierno de Netanyahu, sino sobre todo el tipo de permisos que se han concedido últimamente. “Han aprobado viviendas en pleno corazón de Cisjordania, muy alejadas de la barrera de seguridad. No habíamos visto un crecimiento semejante en este tipo de asentamientos en casi una década”, sostiene Hagit Ofran, directora de la organización israelí Settlement Watch. Además de las de la Cisjordania profunda, le preocupan las que por su ubicación estratégica torpedean la continuidad territorial del futuro Estado. Es el caso del polémico E-1 y de Givat Hamatos, ambos próximos a Jerusalén.
Ofran también explica que aunque ahora el Gobierno no ofrece incentivos oficiales como antes para los que se quieran instalar más allá de la línea verde, un estudio minucioso de los presupuestos generales sí permite darse cuenta de que hay cantidad de transferencias indirectas. De que por ejemplo, según los cálculos de Ofran, el Estado se gasta hasta tres veces más en un niño de un asentamiento que en uno que viva dentro de las fronteras de Israel. La educación, la salud y en general los servicios estatales son mejores en los asentamientos, asegura esta mujer. Mientras hablamos, llaman a la puerta de su casa. Es la policía que ha ido a ver si todo va bien. Esta activista vive bajo protección policial después de que recibiera amenazas de muerte por parte de los colonos.
Cae la noche en la carretera que comunica Silo con Jerusalén. Las luces amarillas perfectamente alineadas que coronan las colinas son la marca inconfundible de los asentamientos, que se suceden uno tras otro. Resulta muy difícil imaginar que algún día no estarán y que este territorio formará parte de la futura Palestina, como repiten hasta la saciedad los comunicados de las instituciones internacionales, que parecen ignorar la más que evidente realidad sobre el terreno. Un blindado militar aparcado en un costado de la carretera indica que posiblemente se ha producido un incidente. Un ataque de palestinos a colonos o viceversa.
De los asentamientos y outpost de esta zona es de donde proceden buena parte de los colonos más violentos, algo que preocupa a las organizaciones de derechos humanos y al propio Ejército israelí, en cuyas filas proliferan los jóvenes nacionalistas-religiosos. “El terrorismo judío es un problema que nos tomamos muy en serio”, dice un mando militar, que considera acto terrorista quemar una mezquita o tirar un cóctel mólotov dentro de un taxi. En cuanto al castigo a los colonos extremistas, admite: “No hemos sido muy efectivos en el pasado”.
Los datos de la organización de derechos humanos israelí Yesh Din indican que la inmensa mayoría de las demandas cae en saco roto. Que de 781 casos de ataques de civiles israelíes a palestinos en Cisjordania, solo el 9% han terminado en una imputación judicial. El 84% de los casos se han cerrado por falta de pruebas o lo que Yesh Din considera “fallos en la investigación”.
Zakaria Sedda no elabora estadísticas, pero presencia los datos que acaban compilados en los informes casi a diario. Vive en Jit, una aldea palestina cercana a Nablus y rodeada de asentamientos. En esa zona, apenas unos kilómetros al norte de Silo, los ataques de los colonos se producen “entre tres y cuatro veces a la semana”. Explica que son los jóvenes de entre 15 y 21 años, pobladores de los outposts de los alrededores los que “destrozan los olivares, tiran piedras contra los pueblos y queman mezquitas”. Se queja además de que el Ejército, cuando llega, en lugar de detener a los colonos, lanza botes de humo para intimidar a la población local. “Aquí la gente vive atemorizada”, dice Sedda, que documenta los abusos con una cámara de vídeo que le han cedido los Rabinos por los Derechos Humanos, una de las organizaciones israelíes que trabaja en la zona. Las imágenes de ataques que archiva en su ordenador dejan poco lugar a dudas.
Esa realidad, la de la lucha por la tierra a la fuerza, es algo muy lejano y ajeno para los habitantes de otro tipo de asentamientos. El tercer grupo, el de los llamados colonos económicos, es el de los que aseguran que su decisión de vivir al otro lado de la línea verde, es decir, las fronteras anteriores a 1967, la marcó exclusivamente el precio de sus casas. Dentro de las fronteras de Israel y por ese dinero habrían podido comprar una casa infinitamente más pequeña y no tan bonita como la que tienen ahora. En los asentamientos tienen jardín o grandes terrazas, además de buenas vistas y aire puro, del que escasea en las urbes. Muchos de estos colonos no son religiosos y votan incluso a partidos de izquierdas.
Es el caso de Hila Israeli y Pablo Sidelski, que lucen amplia vivienda con vistas al desierto de Judea en Maale Adumim, el gran asentamiento situado a las afueras de Jerusalén. Allí viven unos 40.000 israelíes, lejos de la gran ciudad, pero a la vez, lo suficientemente cerca como para ir y venir a Jerusalén varias veces al día si hace falta. Todo esto, a precios imbatibles.
Este asentamiento es algo así como una ciudad dormitorio o como un pueblo sin casco histórico a las afueras de una gran ciudad. Maale Adumim tiene su emisora de radio, escuelas de todo tipo, impresionantes polideportivos, comercios e industria. En el centro comercial, las típicas franquicias israelíes comparten techo con los pequeños comerciantes. Nada indica a primera vista que este lugar sea diferente de cualquier otro dentro de Israel.
Y así lo viven sus habitantes. Ellos sienten que viven en un barrio de las afueras de Jerusalén y muchos no son siquiera conscientes de que su casa se asienta en tierra ajena. Israeli, por ejemplo, nació y creció en Maale Adumim y para ella este lugar no tiene nada especial más allá de las comodidades que le ofrece vivir cerca de su familia. Sus hijos salen a jugar con la bici, van a ver a los abuelos… La inseguridad ciudadana apenas existe y en general los habitantes de los asentamientos dicen sentirse más seguros en las colonias que en la gran ciudad.
“Nosotros no somos como los colonos de Hebrón o los de Gush Etzion. Nosotros vinimos aquí porque teníamos un problema económico”, defiende Israeli. Como ella, son mayoría los que eligieron vivir en Maale Adumim porque les resultaba más asequible que Jerusalén, apenas a un cuarto de hora en coche. No obstante, los vecinos más izquierdistas del asentamiento se quejan de la creciente derechización de la colonia.
Israeli trabaja en una empresa de biotecnología donde se dedica al control de calidad y se declara votante laborista. Dice además que la deriva de Netanyahu, abanderado de la causa colona, no le gusta un pelo. Eso sí, le encantaría que el primer ministro cumpliera su reciente promesa de construir en E-1, la zona que conecta Maale Adumim con Jerusalén y que ha puesto en pie de guerra a estadounidenses y europeos. Construir en E-1 equivaldría a matar antes de su nacimiento al Estado palestino, sostienen. De facto, dicen, partiría Cisjordania en dos.
Esa es, sin embargo, una lógica que no comparten ni Israeli ni la mayoría de sus compatriotas, que dicen estar hartos de presiones e injerencias extranjeras. “A mí me gustaría que construyeran en E-1, que nos conectaran con Jerusalén, que mi ciudad se agrandara. E-1 es una colina preciosa. El problema es que no tengo nada claro que al final vaya a suceder. Netanyahu promete mucho, pero luego no cumple”.
Unos por religión, otros por ideología y muchos porque las casas son más baratas y los barrios, más cómodos y seguros.
Vallas y soldados les separan de vecinos palestinos que reivindican la tierra ocupada
Ana Carbajosa, El País
Hay israelíes que deciden vivir en asentamientos en Cisjordania porque dicen que esa es la tierra que Dios les prometió. Otros que combinan la fe con el ultranacionalismo y que militan día y noche para ensanchar las fronteras de Israel a costa de los palestinos. Y los hay, por último, que colonizan porque una casa en tierra ajena les sale más barata. Pero todos torpedean la viabilidad del futuro Estado palestino que apoya la comunidad internacional.
Israel está contra las cuerdas. La comunidad internacional casi en pleno le pide a gritos que frene la expansión de los asentamientos en Cisjordania y en Jerusalén Este, ilegales a ojos de la legislación internacional. Israel se enroca y anuncia la construcción de más y más viviendas en los territorios palestinos. La imagen exterior del país está en caída libre, sin que al Gobierno de Benjamín Netanyahu parezca importarle demasiado. Y menos en este momento, con las elecciones del 22 enero a la vuelta de la esquina.
Nada de esto le quita el sueño a Vardit Rosenblum, vecina de Beitar Illit, uno de los asentamientos incrustados en el corazón de los territorios palestinos y que crece a velocidad de vértigo. Por la cabeza de esta judía ultraortodoxa rondan otras preocupaciones. Tiene dos hijas casaderas y ahora busca pretendientes. Es imprescindible que sean haredim, como se conoce aquí a los ultraortodoxos, y a ser posible chicos pacientes, no fumadores y estudiosos de la Torah. Rosenblum, abogada de 42 años, recibe llamadas con ofertas y se emplea a fondo para dilucidar si los chicos merecen la pena. Estos días piensa en eso y en el nuevo curso de liderazgo en el que participa tres veces por semana en Jerusalén, que le entusiasma.
Su vida en Beitar Illit es tranquila. Ella y su familia viven rodeados de judíos ultraortodoxos, como ellos, y eso les hace sentirse bien. Rosenblum sabe que cuando sus hijos van a casa del vecino no van a ver la televisión ni a conectarse a Internet; ambas modernidades vetadas a la comunidad ultraortodoxa. Sabe también que los rabinos han supervisado y aprobado todos los productos que venden en el supermercado y que no tiene ni que molestarse en mirar las etiquetas para confirmar que cumplen con las leyes judías de la alimentación. Así, sin excesivos sobresaltos, han transcurridos los últimos 20 años en el hogar de los Rosenblum en Beitar Illit, uno de los tres grandes asentamientos ultraortodoxos; los que registran un crecimiento más rápido de población en Cisjordania, debido en parte a la altísima tasa de natalidad de los haredim.
Para los ultraortodoxos como Rosenblum, la conquista de la tierra no es ni mucho menos un objetivo en sí mismo. Ellos se consideran casi colonos accidentales. Eligen vivir en Cisjordania porque en los barrios haredim de ciudades como Jerusalén dicen que ya no caben. Porque los líderes de los partidos haredim se encargan de que sus asentamientos reciban permisos para sucesivas ampliaciones y porque los pisos son mucho más baratos.
De fronteras no quieren ni oír hablar. Es algo que a Rosenblum, como a la inmensa mayoría de los cerca de 40.000 habitantes de Beitar Illit, ni le va ni le viene. “Yo no vivo aquí para fastidiar a nadie. Esto es simplemente lo que me puedo permitir. A mí, como a la mayoría de los vecinos de Beitar Illit, si mañana nos ofrecen una casa igual en Jerusalén, me mudaría sin pensarlo”.
El salón de la vivienda de Rosenblum tiene una cristalera con vistas a un pueblo palestino, que está casi pegado al asentamiento. Lo tiene enfrente, pero dice que no sabe cómo se llama, aunque “seguro” que su marido se acuerda. Como el resto de sus vecinos, no lo pisa; para ellos es casi invisible, como un pueblo fantasma. Los palestinos, sin embargo, aunque quisieran, no podrían obviar la presencia de Beitar Illit. Este mes, las aguas fecales del asentamiento han vuelto a inundar las tierras de cultivo del pueblo. En esta ocasión, el escape se ha prolongado diez días.
Con la llamada del muecín a la oración como telón de fondo, Rosenblum se explaya. “Yo no me siento colona. Esta es la tierra que Dios nos prometió. Yo no siento que esto no sea mío. Sí, cuando vinimos sabíamos que esto era de los palestinos, pero aquí nadie se hace preguntas legales. La única preocupación es que algún día nos puedan echar”. Y matiza: “Quiero que quede claro que yo no vivo aquí porque me lo permita el Gobierno israelí. Yo vivo aquí porque esto me lo ha dado Dios”. Se lo dio Dios y el banco en forma de crédito a precio de saldo, en una época en la que no había carretera directa desde Jerusalén hasta allí y en la que Beitar Illit no era como ahora una ciudad con todo tipo de servicios. Vivir aquí era cosa de piadosos valientes y/o pobres.
Los palestinos se niegan a conversar hasta que Israel deje de edificar en Cisjordania, como viene haciendo desde 1967
Ahora, en menos de media hora en coche estás en Jerusalén. Los autobuses pasan cada diez minutos y conectan con las principales ciudades con población haredim. Eso sí, son autobuses segregados. Los hombres van en la parte de delante y las mujeres, atrás. El transporte público resulta necesario para una comunidad que vive en buena parte de los subsidios estatales y en la que muchas familias no pueden permitirse comprar coche.
Un paseo por Beitar Illit con Rosenblum ofrece una inmediata comprobación de las estadísticas que tanto preocupan a los palestinos y a los países occidentales, que piden a Israel que frene el crecimiento de las colonias. Esto parece la ciudad de los niños. Con sus minimochilas, sus tirabuzones y sus kipás de terciopelo negro, la hora de la salida del colegio se convierte en una explosión infantil. La demanda de escuelas es tan grande que algunas están instaladas en barracones a falta de edificios. En los balcones, los triciclos cuelgan en hileras. Los haredim tienen una media de casi siete hijos.
El Estado se gasta tres veces más en un niño de los asentamientos que en otro de Israel, dicen en Settlement Watch
Los adultos también se parecen a primera vista mucho unos a otros. Ellos visten de negro y blanco y se cubren con un sombrero, cuya forma y tamaño la determina la secta a la que pertenezcan. Ellas se tapan la cabeza después de casarse con un pañuelo, gorro o peluca, también en función del grupo al que pertenezcan. Llevan falda larga —nunca pantalones— y se cubren los brazos y el escote. En este asentamiento hay infinidad de sinagogas, piscina municipal, dos centros comerciales, banco, oficina de correos, centro de salud. Casi de todo.
Un grupo de viviendas recién levantadas en la colonia judía de Silo en Cisjordania. / Quique Kierszenbaum
La relativa normalidad que se respira en el interior de Beitar Illit se rompe nada más cruzar el portón metálico que controla el acceso al asentamiento y que une los dos tramos de valla que rodea la colonia. Una pequeña base militar vigila la entrada. Un poco más allá, aparece enseguida el muro de hormigón que impide el paso a los palestinos de Belén y de Beit Yala, las poblaciones cristianas palestinas más cercanas.
Poco después, llegamos a uno de los grandes puntos de control en la entrada a Jerusalén. Los colonos y los extranjeros pasan casi como si nada, después de que el soldado levante las cejas para indicar que no hay problema. Para los palestinos es bastante más complicado. Solo pueden entrar los que tengan un permiso especial o vivan en Jerusalén. Incluso con los papeles en regla, a menudo tienen que bajarse del coche o del autobús para que los militares estudien la documentación y registren el vehículo.
Como Beitar Illit, el resto de asentamientos lleva aparejadas una serie de infraestructuras y un despliegue militar, destinado a dar protección a los colonos allá donde vivan. Carreteras de entrada y salida a las colonias, perímetros de seguridad en torno a los asentamientos, puntos de control, cambios en el trazado del muro… Detractores de las colonias —tanto palestinos como israelíes, que también los hay— consideran crucial tener en cuenta todos estos añadidos a la hora de evaluar el impacto de los asentamientos sobre la población palestina.
Más de medio millón de colonos viven en Cisjordania y en Jerusalén Este, es decir, en los territorios que junto a Gaza aspiran a formar algún día el Estado palestino. El tamaño y el carácter de las colonias varía enormemente. Los hay que son un grupo de caravanas —conocidos como outpost e ilegales incluso ante la ley israelí— y que normalmente son el embrión de futuros asentamientos. Y los hay como Beitar Illit, que son ciudades. Entre un extremo y otro hay casi de todo. En cuanto al tipo de población, los estudiosos de los colonos manejan una clasificación algo reduccionista, pero que ayuda a hacerse una idea de por dónde van los tiros. Dividen a la población de los asentamientos en tres grupos.
Cerca de un tercio de los israelíes que vive en las colonias dice que lo hace por razones puramente económicas, que ni siquiera pertenecen a la derecha del espectro político, tampoco son necesariamente religiosos y aseguran que el día que se firme un acuerdo de paz con los palestinos estarían encantados de emigrar al interior de las fronteras de Israel. Un segundo tercio lo componen los israelíes que son como Rosenblum, judíos ultraortodoxos, que han acabado en un asentamiento porque, además de ser más barato, sus líderes políticos y religiosos les han brindado esa posibilidad. Consideran que Cisjordania les pertenece, pero luchar por conquistar la tierra no forma parte de sus prioridades. Lo suyo es más bien el estudio de los textos sagrados. Y por último está un tercer grupo, que es el más ideológico, la punta de lanza y motor de la colonización. Lo forman los llamados nacionalistas-religiosos, los que se tiran al monte a conquistar la tierra y que dedican su vida a influir en el sistema político para lograr sus objetivos. Desde un punto de vista teológico, asentarse en Cisjordania o “Judea y Samaria”, como lo llaman ellos, forma parte del camino a la redención.
Silo es uno de esos asentamientos en el que vive parte del núcleo duro de los colonos. Aquí, en una colina a medio camino entre Nablus y Ramala, todos son nacionalistas-religiosos, a los que se les distingue claramente por el aspecto. Las mujeres casadas se tapan la cabeza, pero a diferencia de las ultraortodoxas van vestidas de colores, con telas hippies, pantalones bombachos o faldas vaqueras. A ellos se les distingue porque la kipá que cubre su cabeza es de ganchillo y de colores.
El protagonismo que ocupa Silo en la Biblia lo ha convertido además en un imán para estos fervientes nacionalistas, que lo consideran prueba irrefutable de que esta era y, por tanto, debe ser la tierra de los judíos. Para Batya Madad, una neoyorquina que emigró a Israel en los setenta y se instaló diez años más tarde en Silo, no hay duda posible. “El pueblo judío tiene una historia de miles de años. Eso no se puede comparar con nada. ¿Los palestinos? Eso es un pueblo inventado”.
Madad trabaja en una cadena de supermercados que sirve a los asentamientos y que también frecuentan algunos palestinos de la zona. Los días que no trabaja viaja hasta Jerusalén, donde asiste a clases de Biblia. Pero, en general, la vida de esta mujer vigorosa, de aspecto combativo, transcurre por la zona. Le gusta relacionarse con los que se sitúan en su longitud de onda política. Visita a amigos en Silo o en otros asentamientos como Ofra, donde vive su hija. Si es sábado, se queda a dormir en el asentamiento en el que esté visitando a amigos porque es el día de descanso para los judíos y en el que los religiosos no conducen.
En Silo han recalado judíos de medio mundo y dice Madad que, al no tener mucha familia en Israel, eso les hace apoyarse más unos en otros. “Somos una comunidad muy unida, maravillosa”, dice esta mujer, para quien el antiguo primer ministro, Ariel Sharon, hoy postrado en coma, es un grande entre los grandes.
Para muchos colonos, Sharon se convirtió en su bestia negra el día en que decidió evacuar los asentamientos de Gaza y sacar a los cerca de 8.000 israelíes que allí vivieron hasta 2005. Madad, sin embargo, se lo perdona, porque piensa que fue un visionario y el responsable de que su sueño de trasladarse a Silo se hiciera realidad. “Aquí la gente se había instalado al pie de la carretera, de forma discreta. Fue Sharon, cuando era ministro de Vivienda y Construcción, el que les dijo que pensaran a lo grande, que ocuparan toda esta colina y montaran esta comunidad. A nosotros nos regaló una casa prefabricada y nos vinimos a vivir aquí a principios de los ochenta”.
En total, unas 300 familias viven en Silo, una pequeña comunidad, pero que tiene casi de todo, incluso una pizzería y un parque arqueológico. Es además un asentamiento en expansión, a pesar de estar incrustado en plena Cisjordania. Hay casas a medio construir y otras recién terminadas. A menudo son obreros palestinos los que edifican, pero siempre escoltados por guardas de seguridad que no les permiten moverse libremente por el asentamiento. A principios de año, Catherine Ashton, la jefa de la diplomacia europea, dijo estar “profundamente preocupada” después de que el Gobierno israelí aprobara la construcción de 600 nuevas viviendas en Silo.
El crecimiento de los asentamientos ha sido constante desde que en 1967 un grupo de israelíes embriagados por el triunfo bélico se lanzara a la conquista de la tierra. El actual Gobierno del primer ministro, Benjamín Netanyahu, no ha sido una excepción. Pese a una tímida moratoria forzada por Washington al principio de su mandato, los asentamientos han crecido sin freno en los últimos años. Hace poco más de dos que palestinos e israelíes no se sientan a la mesa de negociación, que las llamadas conversaciones de paz están rotas, entre otras cosas, por las colonias.
Los dirigentes palestinos se niegan a conversar hasta que Israel no deje de poner ladrillos en Cisjordania. Mientras, la lluvia de planes urbanísticos y de nuevas licitaciones no cesa. Con el mapa de Cisjordania convertido en un queso emmental, es prácticamente imposible crear un Estado palestino con cierta continuidad territorial, repiten los diplomáticos occidentales.
“El futuro de la solución de los dos Estados se está acabando”, advertía recientemente en Ramala Hanan Ashrawi, miembro ejecutivo de la Organización para la Liberación de Palestina. Ashrawi pronunció su advertencia poco antes de que la Asamblea General de la ONU reconociera a Palestina como Estado observador no miembro, un órdago diplomático que enfureció a Israel y con el que los palestinos aspiran a avanzar en el nacimiento de su Estado. Las represalias no se hicieron esperar. El Gobierno de Netanyahu ha anunciado que construirá al menos 6.000 viviendas más en territorio palestino.
A los que siguen de cerca la evolución de las colonias les preocupa no tanto la cantidad de nuevas viviendas aprobadas bajo el Gobierno de Netanyahu, sino sobre todo el tipo de permisos que se han concedido últimamente. “Han aprobado viviendas en pleno corazón de Cisjordania, muy alejadas de la barrera de seguridad. No habíamos visto un crecimiento semejante en este tipo de asentamientos en casi una década”, sostiene Hagit Ofran, directora de la organización israelí Settlement Watch. Además de las de la Cisjordania profunda, le preocupan las que por su ubicación estratégica torpedean la continuidad territorial del futuro Estado. Es el caso del polémico E-1 y de Givat Hamatos, ambos próximos a Jerusalén.
Ofran también explica que aunque ahora el Gobierno no ofrece incentivos oficiales como antes para los que se quieran instalar más allá de la línea verde, un estudio minucioso de los presupuestos generales sí permite darse cuenta de que hay cantidad de transferencias indirectas. De que por ejemplo, según los cálculos de Ofran, el Estado se gasta hasta tres veces más en un niño de un asentamiento que en uno que viva dentro de las fronteras de Israel. La educación, la salud y en general los servicios estatales son mejores en los asentamientos, asegura esta mujer. Mientras hablamos, llaman a la puerta de su casa. Es la policía que ha ido a ver si todo va bien. Esta activista vive bajo protección policial después de que recibiera amenazas de muerte por parte de los colonos.
Cae la noche en la carretera que comunica Silo con Jerusalén. Las luces amarillas perfectamente alineadas que coronan las colinas son la marca inconfundible de los asentamientos, que se suceden uno tras otro. Resulta muy difícil imaginar que algún día no estarán y que este territorio formará parte de la futura Palestina, como repiten hasta la saciedad los comunicados de las instituciones internacionales, que parecen ignorar la más que evidente realidad sobre el terreno. Un blindado militar aparcado en un costado de la carretera indica que posiblemente se ha producido un incidente. Un ataque de palestinos a colonos o viceversa.
De los asentamientos y outpost de esta zona es de donde proceden buena parte de los colonos más violentos, algo que preocupa a las organizaciones de derechos humanos y al propio Ejército israelí, en cuyas filas proliferan los jóvenes nacionalistas-religiosos. “El terrorismo judío es un problema que nos tomamos muy en serio”, dice un mando militar, que considera acto terrorista quemar una mezquita o tirar un cóctel mólotov dentro de un taxi. En cuanto al castigo a los colonos extremistas, admite: “No hemos sido muy efectivos en el pasado”.
Los datos de la organización de derechos humanos israelí Yesh Din indican que la inmensa mayoría de las demandas cae en saco roto. Que de 781 casos de ataques de civiles israelíes a palestinos en Cisjordania, solo el 9% han terminado en una imputación judicial. El 84% de los casos se han cerrado por falta de pruebas o lo que Yesh Din considera “fallos en la investigación”.
Zakaria Sedda no elabora estadísticas, pero presencia los datos que acaban compilados en los informes casi a diario. Vive en Jit, una aldea palestina cercana a Nablus y rodeada de asentamientos. En esa zona, apenas unos kilómetros al norte de Silo, los ataques de los colonos se producen “entre tres y cuatro veces a la semana”. Explica que son los jóvenes de entre 15 y 21 años, pobladores de los outposts de los alrededores los que “destrozan los olivares, tiran piedras contra los pueblos y queman mezquitas”. Se queja además de que el Ejército, cuando llega, en lugar de detener a los colonos, lanza botes de humo para intimidar a la población local. “Aquí la gente vive atemorizada”, dice Sedda, que documenta los abusos con una cámara de vídeo que le han cedido los Rabinos por los Derechos Humanos, una de las organizaciones israelíes que trabaja en la zona. Las imágenes de ataques que archiva en su ordenador dejan poco lugar a dudas.
Esa realidad, la de la lucha por la tierra a la fuerza, es algo muy lejano y ajeno para los habitantes de otro tipo de asentamientos. El tercer grupo, el de los llamados colonos económicos, es el de los que aseguran que su decisión de vivir al otro lado de la línea verde, es decir, las fronteras anteriores a 1967, la marcó exclusivamente el precio de sus casas. Dentro de las fronteras de Israel y por ese dinero habrían podido comprar una casa infinitamente más pequeña y no tan bonita como la que tienen ahora. En los asentamientos tienen jardín o grandes terrazas, además de buenas vistas y aire puro, del que escasea en las urbes. Muchos de estos colonos no son religiosos y votan incluso a partidos de izquierdas.
Es el caso de Hila Israeli y Pablo Sidelski, que lucen amplia vivienda con vistas al desierto de Judea en Maale Adumim, el gran asentamiento situado a las afueras de Jerusalén. Allí viven unos 40.000 israelíes, lejos de la gran ciudad, pero a la vez, lo suficientemente cerca como para ir y venir a Jerusalén varias veces al día si hace falta. Todo esto, a precios imbatibles.
Este asentamiento es algo así como una ciudad dormitorio o como un pueblo sin casco histórico a las afueras de una gran ciudad. Maale Adumim tiene su emisora de radio, escuelas de todo tipo, impresionantes polideportivos, comercios e industria. En el centro comercial, las típicas franquicias israelíes comparten techo con los pequeños comerciantes. Nada indica a primera vista que este lugar sea diferente de cualquier otro dentro de Israel.
Y así lo viven sus habitantes. Ellos sienten que viven en un barrio de las afueras de Jerusalén y muchos no son siquiera conscientes de que su casa se asienta en tierra ajena. Israeli, por ejemplo, nació y creció en Maale Adumim y para ella este lugar no tiene nada especial más allá de las comodidades que le ofrece vivir cerca de su familia. Sus hijos salen a jugar con la bici, van a ver a los abuelos… La inseguridad ciudadana apenas existe y en general los habitantes de los asentamientos dicen sentirse más seguros en las colonias que en la gran ciudad.
“Nosotros no somos como los colonos de Hebrón o los de Gush Etzion. Nosotros vinimos aquí porque teníamos un problema económico”, defiende Israeli. Como ella, son mayoría los que eligieron vivir en Maale Adumim porque les resultaba más asequible que Jerusalén, apenas a un cuarto de hora en coche. No obstante, los vecinos más izquierdistas del asentamiento se quejan de la creciente derechización de la colonia.
Israeli trabaja en una empresa de biotecnología donde se dedica al control de calidad y se declara votante laborista. Dice además que la deriva de Netanyahu, abanderado de la causa colona, no le gusta un pelo. Eso sí, le encantaría que el primer ministro cumpliera su reciente promesa de construir en E-1, la zona que conecta Maale Adumim con Jerusalén y que ha puesto en pie de guerra a estadounidenses y europeos. Construir en E-1 equivaldría a matar antes de su nacimiento al Estado palestino, sostienen. De facto, dicen, partiría Cisjordania en dos.
Esa es, sin embargo, una lógica que no comparten ni Israeli ni la mayoría de sus compatriotas, que dicen estar hartos de presiones e injerencias extranjeras. “A mí me gustaría que construyeran en E-1, que nos conectaran con Jerusalén, que mi ciudad se agrandara. E-1 es una colina preciosa. El problema es que no tengo nada claro que al final vaya a suceder. Netanyahu promete mucho, pero luego no cumple”.