Damasco, la gran ratonera siria

La guerra atrapa en la capital a sus vecinos y a miles de desplazados de todo el país
El mediador de la ONU cree que si no hay tregua se vivirá un “infierno”

Dunia Manzar
Damasco, El País
La entrada a Damasco se hace entre una neblina negruzca de polvo y destrucción. La circunvalación que rodea la capital, último bastión del régimen y esperanza para aquellos que huyen de la guerra, es un cúmulo de tráfico, piedras, controles militares y desplazados en busca de refugio. “Esta carretera no es segura, los rebeldes han tomado una parte y hay combates”, grita un joven uniformado con un fino bigote al estilo El Asad mientras sacude la mano para obligar a los coches a retroceder. Cualquier trayecto que antes duraba 30 minutos se convierte hoy en horas. Un avión del Ejército sobrevuela antes de descender para dejar caer varios estruendos que sacuden el suelo. “Ha sido muy cerca, debe ser en Jubar y Zamalka al este de Damasco”, comenta un conductor.


En los pueblos colindantes, las casas yacen derruidas, techos caídos, cristales cosidos a balazos y coches calcinados. Las mujeres que huyen de la zona montañosa del norte aprovechan el tráfico para mendigar algo que comer. Desde la ventanilla de un camión, una mano deja caer zanahorias, lo que provoca un tumulto de niños y mujeres a su alrededor.

Damasco se ha convertido en un gran hotel que acoge a un mezcolanza de damascenos, refugiados palestinos, desplazados del sur y del norte sin recursos que no hacen más que esperar un desenlace próximo. Pero el conflicto está tan enquistado que el mediador internacional para Siria, Lajdar Brahimi, cree que solo hay dos alternativas: “Si la única opción es realmente un infierno o un proceso político, tenemos que trabajar sin descanso por el proceso, que es muy difícil y complicado”, aseguró ayer en Moscú, donde se reunió con el ministro de Exteriores ruso, Seguéi Lavrov, informa Efe. En Rusia, aliada de Damasco, Brahimi dijo que “la otra alternativa es la somalización de Siria”. La preocupación de Brahimi se centró en la capital: “Si en Damasco estalla el pánico y un millón de personas abandonan la ciudad, solo pueden huir a Líbano o Jordania. Ni Líbano ni Jordania pueden acoger a medio millón de personas cada uno”.

A pesar de que los barrios periféricos del extremo sur de la capital marcan el frente de los combates, el corazón de Damasco no es inmune a los ataques rebeldes. Por las noches, desde el centro se oyen tiroteos en la plaza de las siete fuentes, en Mezze —donde se encuentran Embajadas y edificios gubernamentales—, en Midan o Hidashirin. Numerosas calles céntricas permanecen cortadas al tráfico con barreras de hormigón protegiendo los edificios oficiales. El retrato de Bachar el Asad con uniforme militar y gafas de sol cuelga de cada uno de los numerosos montículos de sacos de arena, tras los que los militares controlan y registran transeúntes y vehículos. En las calles más pequeñas, son los comités populares, o simples civiles armados por el régimen, quienes controlan el paso. “A veces arman a jóvenes violentos que crean muchos problemas”, se queja una vecina de Bab Sharki.

Al anochecer comienzan a surgir pequeños fuegos en las calles o en los patios de las casas. Muna aprovecha la oscuridad para distribuir algo de comida. “Apenas tenemos 12 horas de electricidad diarias, en otros barrios menos, y la escasez de gas y combustible para cocinar y calentar las casas empeora con la llegada del invierno”. El silencio de la noche amplifica el ruido de los morteros que golpean los suburbios las 24 horas.

Abu Hassan, 67 años, pala en mano, se esmera por limpiar lo que queda de su casa: tres paredes, piedras y tierra calcinada. Vive a 500 metros del barrio cristiano y se queja de no recibir ayuda del estado: “Les pedí que me ayudaran, pero les da igual. Los dos bandos son iguales. Yo no pienso irme”. Testarudo, las manos desgastadas por las piedras, prosigue para reconstruir su isla en medio de la destrucción.

Damasco está bien aprovisionado de comida, aunque la escasez se hace notar en productos clave como el pan, que provoca largas colas de tres a seis horas ante los hornos subvencionados por el estado. Largas filas de coches aguardan entrada la tarde ante las gasolineras que aún disponen de combustible. Pero el mayor problema sigue siendo la falta de trabajo, y por tanto de dinero, para hacer frente a unos precios que en el último año se han triplicado. Los únicos que hacen su agosto son las licorerías. Abu Marawn atiende entre botellas: “Los bares han cerrado y la gente se pasa el día metida en casa sin electricidad ni televisión, no queda más que beber y fumar”. El precio de la botella de whisky ha subido de 8 a 14 euros.

La guerra en Siria, que ya dura 21 meses, ha provocado una marea de desplazados que huyen de los combates. Se calcula que se trata de entre dos millones de personas —según la ONU— y cuatro millones, aunque la cifra oscila por el constante movimiento de familias que huyeron al norte desde ciudades castigadas por los bombardeos, como Homs y Alepo, y que ahora se dirigen a Damasco.

Entre los desplazados en la capital están los refugiados palestinos del campo de Yarmuk que hoy encuentran amparo en el barrio judío. Nur huyó con su marido, sus cuatro hijas y su madre. La entrada de Yarmuk, al suroeste de Damasco, está destruida. El Ejército controla el regreso de refugiados a las zonas seguras e impide el paso a las zonas en manos de los rebeldes: “No pasen por ahí, hay francotiradores, acaba de caer un mártir justo aquí”. Bajo la mano que señala hay un charco de sangre junto a restos de metal quemados. Mujeres cargadas con sacos sobre la cabeza prosiguen ajenas a las balas.

La casa de Nur fue totalmente destruida y hoy son acogidos por una familia alauí cuyos miembros son, a su vez, refugiados. “Nuestros vecinos en Homs nos advirtieron que estábamos en la lista de alauíes que los rebeldes quieren exterminar. Malvendimos la casa y nos vinimos a este barrio. Nos encontramos más seguros entre minorías, pero pensamos irnos a Tartus [a 30 kilómetros de la frontera con Líbano]”, explica el padre de familia, que prefiere mantener el anonimato. Debido a la presión de centenares de miles de desplazados venidos de todo el país los alquileres han pasado de 100 a hasta 400 euros al mes, monto impensable para la gran mayoría de los parados sirios.

Muchos de ellos no pueden permitirse convertirse en refugiados y huir al Líbano o a Jordania lo que refuerza la solidaridad entre ellos. Pero hacinados en las casas todo el día, sin trabajo, ni ocupación ni luz, los roces entre familiares enrarecen el ambiente. Las discusiones políticas suelen acabar en peleas, ya que con frecuencia los más jóvenes apoyan a los rebeldes y los mayores se alinean con el régimen. La incertidumbre y el agotamiento de los ahorros consumen a los civiles. Si no fuera por el alto número de funcionarios que aún perciben sus salarios, Damasco hace ya tiempo que no tendría clientes en sus mercados.

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