OPINIÓN / Nueva York ante el agua

No fueron otras tormentas más modestas lo que nos entrenó para esta, la más grande. Nuestro entrenamiento fue el 11-S

Barbara Probst Solomon, El País
Yo crecí junto al agua y desde muy temprano aprendí a amarla, pero también a respetar su lado traicionero. Tenía nueve años cuando, sin previo aviso, se produjo el gran huracán de septiembre de 1938 (una de nuestras mayores tragedias naturales). Mejor dicho, casi sin aviso. Las comunicaciones eran primitivas, no había llegado la tecnología moderna, pero hubo dos personas que sí advirtieron al servicio de guardacostas. El capitán de un barco alertó de que el estado de las aguas en mar abierto era anómalo, y un técnico en huracanes también avisó de que se aproximaba una gran tormenta. Se rieron de ellos; los huracanes solo se producían en el sur, no en Nueva Inglaterra. Cuando las poblaciones de Connecticut y Rhode Island se dieron cuenta de que se dirigía hacia nosotros una tormenta monstruosa, ya era demasiado tarde: fallecieron entre 600 y 700 personas. En la catástrofe actual, se calcula que han muerto alrededor de 60 personas.


Ocurrió en un día laborable, y yo estaba en el colegio en Nueva York, donde solo hubo unos chaparrones. Cuando mi familia regresó a la pequeña casa de la playa en la que veraneábamos, en la zona de Saybrook y Westbrook (Connecticut), todo había desaparecido. El periódico publicó en la portada una fotografía del velero de juguete de mi hermano, que tenía una base de lona pero en realidad no tenía fondo, así que se llenaba de arena. El titular decía: “El velero de juguete de un chico local sobrevive. Otros veleros fueron arrastrados al mar”. La casa de Katharine Hepburn en Saybrook quedó destruida (no, mis padres no la conocían). Las dos ancianas que vivían en la casita de al lado habían desaparecido, es de suponer que arrastradas por el agua. La tienda en la que comprábamos postales de color sepia se había desvanecido, igual que el viejo hotel playero de madera blanca en el que nos compraban helados de cucurucho a los niños por las tardes. El vecino Rhode Island, que fue donde más vidas se perdieron, entró en una especie de lamento mortuorio permanente.

Y ahora pasemos a este huracán en Nueva York. Nos dicen que somos resistentes, y lo somos. No fueron otras tormentas más modestas lo que nos entrenó para esta, la más grande. Nuestro entrenamiento fue el 11-S, cuando los servicios de emergencia acudieron a toda velocidad y la ciudad empezó de inmediato a rehacerse, cuando unos funcionarios, bomberos y policías procedentes de una misma clase media sin determinar sintieron que estaban rescatando a sus amigos y familiares. Por otro lado, con todo el dinero que se podía ganar en el negocio inmobiliario, la gente no ha tenido en cuenta la meteorología. Hace años, construir casas y edificios de apartamentos en áreas tan al nivel del mar como Battery Park se habría considerado una solución endeble e inestable.

Y ahora tenemos unos servicios de emergencia y unos funcionarios expertos y magníficos que tienen que lidiar con las consecuencias de los errores cometidos por otros en el pasado. Cuando, en los años noventa, publiqué mi novela Latidos en la Gran Ciudad (editada por Mario Muchnik), muchos lectores se sorprendieron al descubrir o recordar que Manhattan es una isla construida sobre una compleja red de canales. Y ahora, el agua marina ha inundado y contaminado estas estructuras.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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