La falta de avances encona el carácter sectario de la revuelta en Bahréin
El inmovilismo de la monarquía suní empuja al radicalismo a los jóvenes chiíes
Ángeles Espinosa
Dubái, El País
La crisis abierta en Bahréin por la primavera árabe sigue goteando. El pasado viernes, un policía resultó muerto tras un nuevo enfrentamiento entre manifestantes y fuerzas del orden. Tres semanas atrás fue un joven activista. Año y medio después de que se iniciara la revuelta pro democracia, las protestas continúan casi a diario, al igual que las detenciones y el acoso judicial a las voces críticas. Ni el Diálogo Nacional lanzado por el rey Hamad al Jalifa ni su promesa de justicia se han traducido en resultados. Al contrario, da la impresión de que tanto en el Gobierno como en la oposición las voces más radicales se han hecho con el discurso, ahondando la división sectaria en ese pequeño pero estratégico reino árabe.
“El Gobierno ha obviado todas las recomendaciones internacionales para reconducir la situación; engaña dando una imagen a favor de la paz y del diálogo en el exterior, mientras dentro trata de ganar tiempo”, denuncia por teléfono Farida Ismael, miembro de Waad, una de las asociaciones políticas (los partidos no están autorizados) que firmó la petición de reformas conocida como Declaración de Manama. Su marido y presidente de Waad, Ebrahim Sharif, fue condenado a cinco años de cárcel junto a otros líderes opositores por firmar ese documento y está considerado preso de conciencia por Amnistía Internacional (AI). “Es el precio que tenemos que pagar por el cambio”, asegura Ismael.
Bahréin, un archipiélago en el golfo Pérsico con apenas 1,3 millones de habitantes (la mitad de ellos extranjeros), vivió su propia versión de la primavera árabe entre febrero y marzo de 2011. Pero a diferencia de lo sucedido en Túnez o en Egipto, el rey impuso la ley marcial y recurrió a tropas saudíes para asegurarse el control. Esa medida fue un golpe para los bahreiníes que evidenció la fractura entre la minoría suní, a la que pertenece la familia real, y los chiíes, que suman dos tercios de la población autóctona. Con ella, se cerró la vía del diálogo que exploraba el príncipe heredero y se radicalizó la protesta.
Abusos, torturas y represión
“Hay focos violentos, pero la policía hace un uso excesivo de la fuerza”, declara Covadonga de la Campa, investigadora para Bahréin de Amnistía InternacionaI (AI), cuando se le pregunta por las acusaciones de las autoridades sobre la violencia de los manifestantes. En su opinión, el nombramiento de dos asesores occidentales para las fuerzas de seguridad ha tenido “poco efecto”. AI sigue recogiendo pruebas del abuso del gas lacrimógeno y las balas de perdigones para disolver las protestas y también de ataques a reuniones pacíficas. “El último manifestante muerto [un joven de 17 años, el 28 de septiembre] lo fue por balas de perdigón, una munición que las autoridades se habían comprometido a no utilizar”, apunta.
Pocos días después, el tribunal de apelaciones de Manama confirmó las penas de entre dos meses y cinco años que nueve médicos y enfermeras recibieron un año antes en un tribunal militar por atender a los manifestantes heridos durante las protestas de 2011. Human Rights Watch ha pedido la anulación del proceso y denuncia que las condenas se han basado en “confesiones obtenidas bajo tortura”. AI los ha declarado presos de conciencia.
El caso de los médicos encarcelados (todos chiíes) es solo el último de una serie que incluye la condena a dos meses a la activista Zeinab al Khawaja por romper un retrato del rey, o el envío a prisión por tres años de Nabil Rajab, presidente del Centro de Derechos Humanos de Bahréin, por un tuit en el que pedía la dimisión del primer ministro, un tío del rey que lleva 41 años en el cargo.
“Todo esto demuestra que las promesas hechas por las autoridades hace unas semanas en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU están vacías”, resume De la Campa. “Activistas que hasta hace unos meses tenían libertad para denunciar los abusos ahora están encarcelados”, recuerda, convencida de que “la situación ha empeorado desde principios de 2012”.
La imagen del país, un importante centro de negocios regional que además alberga la V Flota estadounidense, quedó por los suelos. Las autoridades se vieron obligadas a cancelar el Gran Premio de Fórmula 1; la inestabilidad ahuyentó a los turistas saudíes, una importante fuente de ingresos, y muchas empresas cerraron. Al borde del precipicio y con la opinión pública internacional del lado de las revueltas, el rey quiso dar un giro a la situación. Nombró una comisión independiente de investigación e invitó a los opositores a un Diálogo Nacional. No ha logrado avances, ni convencer a la mayoría de su sinceridad.
“Ha sido una representación, no ha habido un diálogo serio; apenas 35 de los trescientos treinta y tantos participantes [en el Diálogo Nacional] pertenecían a la oposición, y del montón de recomendaciones que salieron, el Gobierno seleccionó las que le interesaron”, desestima el presidente del Observatorio de Derechos Humanos de Bahréin, Abdelnabi Alekri, en conversación telefónica.
Esa falta de proporcionalidad llevó a retirarse de la mesa al Wefaq, el principal grupo de oposición chií, cuya popularidad decrece entre una juventud cada vez más radicalizada. Alekry defiende que tanto la oposición como la sociedad civil quieren “una negociación seria, no un diálogo que no lleva a ninguna parte”.
El portavoz de la Autoridad para Asuntos de Información, Fahad Albinali, sin embargo, atribuye la falta de avances a “aquellos que consideran que continuar con los disturbios y la violencia en la calle les da una ventaja política sobre el diálogo”. Y, en respuesta a un cuestionario enviado por email, recuerda que la oposición rechazó la iniciativa que a tal efecto lanzó el príncipe heredero al principio del conflicto.
“Hay algunos grupos, jóvenes desesperados sobre todo, que recurren a quemar ruedas y lanzar cócteles molotov”, admite Ismael. “Pero nosotros no vamos a recurrir a la violencia; nuestra oposición es y será pacífica”, subraya.
Albinali defiende que “las reformas [de mayo] dan al Parlamento mayor capacidad de vigilancia sobre el Gobierno”. Sin embargo, para la oposición son cambios cosméticos que quedan lejos de su objetivo de una monarquía constitucional y un sistema político que acabe con la discriminación contra los chiíes en el funcionariado, en especial la policía y el Ejército. Pero los Al Jalifa, que ven la mano de Irán detrás de la revuelta, temen que los chiíes quieran derrocarles.
Ese recelo hacia la mayoría chií, que ya se sublevó en los años setenta y noventa, informa el proceder de la familia real y le permite encuadrar la crisis en un contexto regional de rivalidad entre Irán y Arabia Saudí. Es una apuesta peligrosa que ahonda la brecha entre los bahreiníes.
“Las autoridades han logrado dividir la sociedad”, reflexiona Ismael. La política denuncia que el Gobierno sigue discriminando a los chiíes. “Los funcionarios chiíes readmitidos tras su despido por participar en la revuelta, han sido degradados. Eso refuerza la desigualdad porque todos los cargos de responsabilidad están en manos de suníes”, explica.
Ángeles Espinosa
Dubái, El País
La crisis abierta en Bahréin por la primavera árabe sigue goteando. El pasado viernes, un policía resultó muerto tras un nuevo enfrentamiento entre manifestantes y fuerzas del orden. Tres semanas atrás fue un joven activista. Año y medio después de que se iniciara la revuelta pro democracia, las protestas continúan casi a diario, al igual que las detenciones y el acoso judicial a las voces críticas. Ni el Diálogo Nacional lanzado por el rey Hamad al Jalifa ni su promesa de justicia se han traducido en resultados. Al contrario, da la impresión de que tanto en el Gobierno como en la oposición las voces más radicales se han hecho con el discurso, ahondando la división sectaria en ese pequeño pero estratégico reino árabe.
“El Gobierno ha obviado todas las recomendaciones internacionales para reconducir la situación; engaña dando una imagen a favor de la paz y del diálogo en el exterior, mientras dentro trata de ganar tiempo”, denuncia por teléfono Farida Ismael, miembro de Waad, una de las asociaciones políticas (los partidos no están autorizados) que firmó la petición de reformas conocida como Declaración de Manama. Su marido y presidente de Waad, Ebrahim Sharif, fue condenado a cinco años de cárcel junto a otros líderes opositores por firmar ese documento y está considerado preso de conciencia por Amnistía Internacional (AI). “Es el precio que tenemos que pagar por el cambio”, asegura Ismael.
Bahréin, un archipiélago en el golfo Pérsico con apenas 1,3 millones de habitantes (la mitad de ellos extranjeros), vivió su propia versión de la primavera árabe entre febrero y marzo de 2011. Pero a diferencia de lo sucedido en Túnez o en Egipto, el rey impuso la ley marcial y recurrió a tropas saudíes para asegurarse el control. Esa medida fue un golpe para los bahreiníes que evidenció la fractura entre la minoría suní, a la que pertenece la familia real, y los chiíes, que suman dos tercios de la población autóctona. Con ella, se cerró la vía del diálogo que exploraba el príncipe heredero y se radicalizó la protesta.
Abusos, torturas y represión
“Hay focos violentos, pero la policía hace un uso excesivo de la fuerza”, declara Covadonga de la Campa, investigadora para Bahréin de Amnistía InternacionaI (AI), cuando se le pregunta por las acusaciones de las autoridades sobre la violencia de los manifestantes. En su opinión, el nombramiento de dos asesores occidentales para las fuerzas de seguridad ha tenido “poco efecto”. AI sigue recogiendo pruebas del abuso del gas lacrimógeno y las balas de perdigones para disolver las protestas y también de ataques a reuniones pacíficas. “El último manifestante muerto [un joven de 17 años, el 28 de septiembre] lo fue por balas de perdigón, una munición que las autoridades se habían comprometido a no utilizar”, apunta.
Pocos días después, el tribunal de apelaciones de Manama confirmó las penas de entre dos meses y cinco años que nueve médicos y enfermeras recibieron un año antes en un tribunal militar por atender a los manifestantes heridos durante las protestas de 2011. Human Rights Watch ha pedido la anulación del proceso y denuncia que las condenas se han basado en “confesiones obtenidas bajo tortura”. AI los ha declarado presos de conciencia.
El caso de los médicos encarcelados (todos chiíes) es solo el último de una serie que incluye la condena a dos meses a la activista Zeinab al Khawaja por romper un retrato del rey, o el envío a prisión por tres años de Nabil Rajab, presidente del Centro de Derechos Humanos de Bahréin, por un tuit en el que pedía la dimisión del primer ministro, un tío del rey que lleva 41 años en el cargo.
“Todo esto demuestra que las promesas hechas por las autoridades hace unas semanas en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU están vacías”, resume De la Campa. “Activistas que hasta hace unos meses tenían libertad para denunciar los abusos ahora están encarcelados”, recuerda, convencida de que “la situación ha empeorado desde principios de 2012”.
La imagen del país, un importante centro de negocios regional que además alberga la V Flota estadounidense, quedó por los suelos. Las autoridades se vieron obligadas a cancelar el Gran Premio de Fórmula 1; la inestabilidad ahuyentó a los turistas saudíes, una importante fuente de ingresos, y muchas empresas cerraron. Al borde del precipicio y con la opinión pública internacional del lado de las revueltas, el rey quiso dar un giro a la situación. Nombró una comisión independiente de investigación e invitó a los opositores a un Diálogo Nacional. No ha logrado avances, ni convencer a la mayoría de su sinceridad.
“Ha sido una representación, no ha habido un diálogo serio; apenas 35 de los trescientos treinta y tantos participantes [en el Diálogo Nacional] pertenecían a la oposición, y del montón de recomendaciones que salieron, el Gobierno seleccionó las que le interesaron”, desestima el presidente del Observatorio de Derechos Humanos de Bahréin, Abdelnabi Alekri, en conversación telefónica.
Esa falta de proporcionalidad llevó a retirarse de la mesa al Wefaq, el principal grupo de oposición chií, cuya popularidad decrece entre una juventud cada vez más radicalizada. Alekry defiende que tanto la oposición como la sociedad civil quieren “una negociación seria, no un diálogo que no lleva a ninguna parte”.
El portavoz de la Autoridad para Asuntos de Información, Fahad Albinali, sin embargo, atribuye la falta de avances a “aquellos que consideran que continuar con los disturbios y la violencia en la calle les da una ventaja política sobre el diálogo”. Y, en respuesta a un cuestionario enviado por email, recuerda que la oposición rechazó la iniciativa que a tal efecto lanzó el príncipe heredero al principio del conflicto.
“Hay algunos grupos, jóvenes desesperados sobre todo, que recurren a quemar ruedas y lanzar cócteles molotov”, admite Ismael. “Pero nosotros no vamos a recurrir a la violencia; nuestra oposición es y será pacífica”, subraya.
Albinali defiende que “las reformas [de mayo] dan al Parlamento mayor capacidad de vigilancia sobre el Gobierno”. Sin embargo, para la oposición son cambios cosméticos que quedan lejos de su objetivo de una monarquía constitucional y un sistema político que acabe con la discriminación contra los chiíes en el funcionariado, en especial la policía y el Ejército. Pero los Al Jalifa, que ven la mano de Irán detrás de la revuelta, temen que los chiíes quieran derrocarles.
Ese recelo hacia la mayoría chií, que ya se sublevó en los años setenta y noventa, informa el proceder de la familia real y le permite encuadrar la crisis en un contexto regional de rivalidad entre Irán y Arabia Saudí. Es una apuesta peligrosa que ahonda la brecha entre los bahreiníes.
“Las autoridades han logrado dividir la sociedad”, reflexiona Ismael. La política denuncia que el Gobierno sigue discriminando a los chiíes. “Los funcionarios chiíes readmitidos tras su despido por participar en la revuelta, han sido degradados. Eso refuerza la desigualdad porque todos los cargos de responsabilidad están en manos de suníes”, explica.