ANÁLISIS / ¿Cuándo empezó esta guerra?

Con Siria sumida en el caos, el contagio a Líbano se antoja ineludible

Juan Miguel Muñoz
Madrid, El País
El 16 de febrero de 2005 decenas de miles de personas acompañaban el cortejo fúnebre del ex primer ministro libanés Rafik Hariri para ser enterrado en una enorme mezquita del centro de Beirut. Entre los dolientes, reinaba la unanimidad: el presidente sirio, Bachar el Asad, era el responsable del magnicidio. Han abundado en Líbano los asesinatos de líderes sectarios, ministros e incluso presidentes electos (Bachir Gemayel, 1982) y la mayoría nunca fueron esclarecidos judicialmente. Como difícilmente se resolverá el de Wisam al Hasan, principal responsable de las investigaciones que han implicado al régimen de Damasco y a su aliado Hezbolá en el asesinato de Hariri. No es muy relevante. Medien o no los tribunales, las sectas que se decantan por el bloque occidental —los suníes con Saad Hariri, hijo del magnate, al frente; los drusos y parte de los cristianos— ya han dictado sentencia: Siria es responsable.


Nadie duda de que Damasco sigue ejerciendo gran influencia en Líbano. Y a nadie extrañaría que sus servicios de inteligencia —o sus partidos-milicia satélites en Líbano— hubieran colocado el explosivo que el viernes mató a Al Hasan. También los sirios han imputado a Arabia Saudí —gran patrono y protector de la familia Hariri y financiador de los rebeldes que luchan contra El Asad— el atentado que acabó con la cúpula militar siria este verano en Damasco. Como acusan a Riad de promover el frente anti-sirio al que se han sumado con entusiasmo Catar y Turquía, y que completan las capitales occidentales, que contrarrestan así el apoyo de los rusos y el aún más decidido de los iraníes a Damasco. Nunca han necesitado los caciques sectarios libaneses demasiados estímulos para entregarse a la violencia, pero tampoco Líbano se ha librado nunca de que las potencias extranjeras libren en su territorio guerras de trascendencia regional.

Comentaba en 2005 un buen amigo de Rafik Hariri que la esposa del exjefe de Gobierno advirtió al entonces presidente francés, Jacques Chirac, sobre los efectos de aprobar una resolución en Naciones Unidas para forzar la retirada de las tropas sirias de Líbano después de tres décadas de tutela. No pensaba Nazik Audeh en las consecuencias políticas. Temía por la vida de su marido. El Consejo de Seguridad aprobó la resolución 1559, apadrinada por París y Washington, en septiembre de 2004 y los soldados de Damasco tuvieron que regresar con sus petates en pocos meses. El 14 de febrero de 2005, Hariri embocaba la Corniche de Beirut cuando una descomunal explosión mató al dirigente y a una veintena de miembros de su séquito. Wisam al Hasan fue sepultado el domingo junto a la tumba de Hariri.

No hay antídoto al que puedan recurrir las diferentes sectas libanesas para protegerse de la extensión del conflicto que azota la nación vecina. Los lazos económicos, políticos, familiares, tribales entre ambos países —Siria ha considerado históricamente Líbano como parte integral de su territorio— son demasiado profundos. Líbano ha sufrido erupciones terroristas y series de asesinatos políticos durante las décadas en las que el implacable régimen mantuvo la estabilidad en Siria. Ahora, con el país sumido en el caos, el contagio se antoja ineludible.

¿Es el asesinato del funcionario Al Hasan un intento del actor que sea por extender el conflicto a Líbano? ¿Es parte de ese conflicto que en Líbano juegan todas las potencias? Tal vez las dos cosas.

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