Matanza en Bengasi
El asesinato del embajador de EE UU refleja el auge de la violencia fundamentalista en Libia
Madrid, El País
El asesinato del embajador estadounidense en Libia y otros tres miembros de la Embajada, en el asalto al consulado de Bengasi, resulta difícilmente explicable solo a la luz de una airada protesta por una película considerada blasfema por los musulmanes, que también ha provocado disturbios en El Cairo. Las circunstancias de la muerte de los funcionarios americanos, confusas en sus detalles, sugieren mucho más que la autoría de una turba incontrolada. Vinculados o no a Al Qaeda, como apuntan las primeras declaraciones de las autoridades libias —que acusan al grupo yihadista Ansar al-Sharia—, quienes perpetraron el mortífero ataque pertenecen a uno de los muchos grupos armados que dictan su ley en la Libia pos-Gadafi ante la pasividad gubernamental.
Bengasi, cuna de la revuelta que acabó con una tiranía de 42 años, enfrenta a Barack Obama con la primera y súbita crisis internacional de envergadura en la recta final de la campaña presidencial. Es poco probable que lo ocurrido afecte a la presencia estadounidense en el país norteafricano bañado en petróleo, pero puede ser el detonante y la antesala de una oleada de protestas violentas contra EE UU en el mundo musulmán, de consecuencias impredecibles, aunque en el pasado han resultado graves.
El asesinato del embajador Stevens, comprometido con la democratización del país en el que servía, es un clarinazo sobre la inestabilidad libia. La promesa de Trípoli de buscar y castigar a los responsables no es suficiente. El Gobierno islamista moderado salido de las elecciones de julio se viene mostrando extraordinariamente débil con la creciente violencia política, la consolidación de una plétora de milicias territoriales y el auge del islamismo más radical. Expresiones de esa alarmante situación son los atentados con coche bomba de Trípoli, en agosto, y la reciente destrucción de lugares sagrados rivales a cargo de fanáticos salafistas, la versión más ultra del islam.
En Bengasi se ha puesto de manifiesto no solo la inoperancia de las fuerzas de seguridad, incapaces de repeler un ataque organizado, sino tambien la del propio Gobierno que dirige provisionalmente el país hasta la aprobación el año próximo de una nueva Constitución. Libia no emergerá como un Estado de derecho sin la eliminación de los grupos armados que dictan su ley y la persecución frontal del fundamentalismo violento. (Editorial de El País)
Madrid, El País
El asesinato del embajador estadounidense en Libia y otros tres miembros de la Embajada, en el asalto al consulado de Bengasi, resulta difícilmente explicable solo a la luz de una airada protesta por una película considerada blasfema por los musulmanes, que también ha provocado disturbios en El Cairo. Las circunstancias de la muerte de los funcionarios americanos, confusas en sus detalles, sugieren mucho más que la autoría de una turba incontrolada. Vinculados o no a Al Qaeda, como apuntan las primeras declaraciones de las autoridades libias —que acusan al grupo yihadista Ansar al-Sharia—, quienes perpetraron el mortífero ataque pertenecen a uno de los muchos grupos armados que dictan su ley en la Libia pos-Gadafi ante la pasividad gubernamental.
Bengasi, cuna de la revuelta que acabó con una tiranía de 42 años, enfrenta a Barack Obama con la primera y súbita crisis internacional de envergadura en la recta final de la campaña presidencial. Es poco probable que lo ocurrido afecte a la presencia estadounidense en el país norteafricano bañado en petróleo, pero puede ser el detonante y la antesala de una oleada de protestas violentas contra EE UU en el mundo musulmán, de consecuencias impredecibles, aunque en el pasado han resultado graves.
El asesinato del embajador Stevens, comprometido con la democratización del país en el que servía, es un clarinazo sobre la inestabilidad libia. La promesa de Trípoli de buscar y castigar a los responsables no es suficiente. El Gobierno islamista moderado salido de las elecciones de julio se viene mostrando extraordinariamente débil con la creciente violencia política, la consolidación de una plétora de milicias territoriales y el auge del islamismo más radical. Expresiones de esa alarmante situación son los atentados con coche bomba de Trípoli, en agosto, y la reciente destrucción de lugares sagrados rivales a cargo de fanáticos salafistas, la versión más ultra del islam.
En Bengasi se ha puesto de manifiesto no solo la inoperancia de las fuerzas de seguridad, incapaces de repeler un ataque organizado, sino tambien la del propio Gobierno que dirige provisionalmente el país hasta la aprobación el año próximo de una nueva Constitución. Libia no emergerá como un Estado de derecho sin la eliminación de los grupos armados que dictan su ley y la persecución frontal del fundamentalismo violento. (Editorial de El País)