Guerra de Tronos 2030
El mapa de potencias está en plena revisión. El centro de gravedad del poder se está desplazando ante la pérdida de pujanza de Occidente. ¿Cómo será el mundo en dos décadas?
Javier Valenzuela, El País
A mediados de julio, cuando François Hollande expresó su voluntad de salvar al grupo automovilístico francés Peugeot-Citroën, un comentarista llamado Ulf Poschardt brincó indignado en el diario derechista alemán Die Welt. El deseo de Hollande de rescatar a una industria que, según Poschardt, produjo su último buen producto, el Citroën DS, en 1955, constituía un regreso a “la economía planificada” y, peor todavía, una “provocación” para Alemania. Esta era la conclusión que sacaba Poschardt: Francia ya no es un buen socio para Alemania, por lo que Merkel debería buscarse otros. Él sugería “los polacos, los británicos, los escandinavos, los bálticos y los holandeses”.
¿Terminará deshaciéndose de facto la Unión Europea? Hoy, esa hipótesis ya no es descartable. Reino Unido bien podría largarse en ese referéndum con el que sueña David Cameron, y Alemania, una vez España, Italia, Grecia y Portugal devueltos a su condición anterior a la construcción europea, bien podría seguir el camino que citan con creciente desparpajo sus políticos y periodistas conservadores: constituir, con algunos vecinos de la Europa central, oriental y septentrional, un club basado en un euro fuerte y una disciplina presupuestaria de acero. París quedaría así en el limbo y Berlín sería la capital de una nueva potencia germana, esta vez, financiera y económica.
Puede que ocurra esto o puede que no. La futurología geopolítica es tan poco fiable como los augurios de las agencias de calificación norteamericanas. Recuérdese que en 1980 estaba de moda vaticinar que el PIB de Japón superaría al de Estados Unidos en 2010, y no ha sido así, la economía nipona se estancó. Ahora Goldman Sachs dice que, de aquí a 2050, China será la primera potencia económica mundial relegando a Estados Unidos a la segunda posición. India ocuparía el tercer lugar, Brasil, el cuarto y México, el quinto. No habría un solo país europeo entre los cinco primeros.
Tal vez lo vean nuestros hijos, tal vez no. Lo certificable ahora es que el “nuevo orden mundial” surgido de la caída del muro de Berlín, el hundimiento del imperio soviético y el final de la guerra fría, ha sido de breve duración, apenas los años noventa del pasado siglo. En contra de lo que entonces se profetizó, el siglo XXI no será indiscutiblemente americano, con Estados Unidos como única potencia de un mundo unipolar. Apenas tiene una docena de años de vida y el siglo XXI ya es multipolar. Con un Estados Unidos que empieza a aceptar sus limitaciones y una Unión Europea en desbandada, el Occidente capitalista, democrático y atlántico, el heredero de esa “carga del hombre blanco” de la que hablaba Ruyard Kipling, va perdiendo autoridad a diario, mientras el centro de gravedad planetaria se desplaza a Asia y surgen sorpresas en América Latina, Oriente Próximo y hasta África.
Así que estamos en pleno desorden mundial y lo que puede predecirse razonablemente para los próximos tiempos se asemeja más bien a una nueva Edad Media, a una especie de Guerra de Tronos con múltiples reinos, señoríos y ciudades de fuerzas más o menos semejantes, compitiendo implacablemente unos con otros sin que ninguno pueda imponerse con rotundidad.
La última foto triunfalista del periodo anterior fue la de la cumbre del G-8 celebrada en Alemania en junio de 2007. A orillas del Báltico se reunieron los líderes de Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Canadá y Rusia para prometer ayuda paternalista a la pobre África. Aquel fue el retrato de despedida de la breve época nacida con la caída del muro de Berlín. En el otoño de 2008, la quiebra de Lehman Brothers desencadenaba una brutal crisis financiera mundial, y, con ella, se aceleraba una tendencia que ya estaba ahí: el declive de Occidente y el ascenso del resto del mundo.
Ahora las reuniones del G-8 han dado paso a las de un grupo llamado G-20, donde los occidentales ya no pueden dar lecciones a los demás y donde chinos, brasileños, indios o sudafricanos abroncan a Estados Unidos por su deuda descomunal, a Europa por su nulidad para cerrar la crisis del euro y a ambos por sus barreras proteccionistas.
Con los imperios español, portugués, francés y británico, y luego con el estadounidense, Occidente ha dominado el mundo durante cinco siglos. Los occidentales llegaron a teorizar que esto era una ley natural, un estatuto fruto, en el peor de sus argumentarios, de una superioridad racial, o, en el mejor, de una superioridad democrática. Pero el sol de la Historia no se detiene: la hegemonía ya ha recorrido su camino por el Oeste y vuelve a alzarse en el Este.
Javier Valenzuela, El País
A mediados de julio, cuando François Hollande expresó su voluntad de salvar al grupo automovilístico francés Peugeot-Citroën, un comentarista llamado Ulf Poschardt brincó indignado en el diario derechista alemán Die Welt. El deseo de Hollande de rescatar a una industria que, según Poschardt, produjo su último buen producto, el Citroën DS, en 1955, constituía un regreso a “la economía planificada” y, peor todavía, una “provocación” para Alemania. Esta era la conclusión que sacaba Poschardt: Francia ya no es un buen socio para Alemania, por lo que Merkel debería buscarse otros. Él sugería “los polacos, los británicos, los escandinavos, los bálticos y los holandeses”.
¿Terminará deshaciéndose de facto la Unión Europea? Hoy, esa hipótesis ya no es descartable. Reino Unido bien podría largarse en ese referéndum con el que sueña David Cameron, y Alemania, una vez España, Italia, Grecia y Portugal devueltos a su condición anterior a la construcción europea, bien podría seguir el camino que citan con creciente desparpajo sus políticos y periodistas conservadores: constituir, con algunos vecinos de la Europa central, oriental y septentrional, un club basado en un euro fuerte y una disciplina presupuestaria de acero. París quedaría así en el limbo y Berlín sería la capital de una nueva potencia germana, esta vez, financiera y económica.
Puede que ocurra esto o puede que no. La futurología geopolítica es tan poco fiable como los augurios de las agencias de calificación norteamericanas. Recuérdese que en 1980 estaba de moda vaticinar que el PIB de Japón superaría al de Estados Unidos en 2010, y no ha sido así, la economía nipona se estancó. Ahora Goldman Sachs dice que, de aquí a 2050, China será la primera potencia económica mundial relegando a Estados Unidos a la segunda posición. India ocuparía el tercer lugar, Brasil, el cuarto y México, el quinto. No habría un solo país europeo entre los cinco primeros.
Tal vez lo vean nuestros hijos, tal vez no. Lo certificable ahora es que el “nuevo orden mundial” surgido de la caída del muro de Berlín, el hundimiento del imperio soviético y el final de la guerra fría, ha sido de breve duración, apenas los años noventa del pasado siglo. En contra de lo que entonces se profetizó, el siglo XXI no será indiscutiblemente americano, con Estados Unidos como única potencia de un mundo unipolar. Apenas tiene una docena de años de vida y el siglo XXI ya es multipolar. Con un Estados Unidos que empieza a aceptar sus limitaciones y una Unión Europea en desbandada, el Occidente capitalista, democrático y atlántico, el heredero de esa “carga del hombre blanco” de la que hablaba Ruyard Kipling, va perdiendo autoridad a diario, mientras el centro de gravedad planetaria se desplaza a Asia y surgen sorpresas en América Latina, Oriente Próximo y hasta África.
Así que estamos en pleno desorden mundial y lo que puede predecirse razonablemente para los próximos tiempos se asemeja más bien a una nueva Edad Media, a una especie de Guerra de Tronos con múltiples reinos, señoríos y ciudades de fuerzas más o menos semejantes, compitiendo implacablemente unos con otros sin que ninguno pueda imponerse con rotundidad.
La última foto triunfalista del periodo anterior fue la de la cumbre del G-8 celebrada en Alemania en junio de 2007. A orillas del Báltico se reunieron los líderes de Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Canadá y Rusia para prometer ayuda paternalista a la pobre África. Aquel fue el retrato de despedida de la breve época nacida con la caída del muro de Berlín. En el otoño de 2008, la quiebra de Lehman Brothers desencadenaba una brutal crisis financiera mundial, y, con ella, se aceleraba una tendencia que ya estaba ahí: el declive de Occidente y el ascenso del resto del mundo.
Ahora las reuniones del G-8 han dado paso a las de un grupo llamado G-20, donde los occidentales ya no pueden dar lecciones a los demás y donde chinos, brasileños, indios o sudafricanos abroncan a Estados Unidos por su deuda descomunal, a Europa por su nulidad para cerrar la crisis del euro y a ambos por sus barreras proteccionistas.
Con los imperios español, portugués, francés y británico, y luego con el estadounidense, Occidente ha dominado el mundo durante cinco siglos. Los occidentales llegaron a teorizar que esto era una ley natural, un estatuto fruto, en el peor de sus argumentarios, de una superioridad racial, o, en el mejor, de una superioridad democrática. Pero el sol de la Historia no se detiene: la hegemonía ya ha recorrido su camino por el Oeste y vuelve a alzarse en el Este.
Los hechos hablan por sí solos. Los chinos invierten en África y América Latina y prestan dinero a los estadounidenses y europeos. El perfil urbano de Shanghái representa hoy la modernidad y convierte al de Nueva York en un entrañable monumento del pasado siglo. Los mayores rascacielos están en los emiratos árabes del golfo, y la mayor industria cinematográfica, en India. Las informaciones y opiniones de las cadenas televisivas Al Yazira (árabe), NDTV (india) y CCTV (china) llegan a más gente que las norteamericanas CNN y Fox y la británica BBC. El hombre más rico del planeta es el mexicano Carlos Slim. La cultura pop japonesa es casi tan pujante como la estadounidense. Turquía vuelve a tener más peso en los asuntos de Oriente Próximo que Europa...
¿Qué saldrá de todo esto? ¿Cuál será el mapamundi económico y geopolítico de las próximas décadas? Puestos a aventurar, es razonable imaginar que, de mantenerse las actuales tendencias, Estados Unidos, China e India serán los principales señoríos de la Guerra de Tronos, los que competirán en el que será su principal escenario: el asiático. Y tampoco es descabellado predecir que, liderando sus respectivas regiones y con su cuota de influencia global, Brasil, Sudáfrica, Turquía, los países árabes del golfo y Rusia serán relevantes en el gran juego.
En cuanto a Europa, Reino Unido parece destinada a culminar su tendencia a convertirse en una pintoresca provincia de Estados Unidos, y Alemania, a convertirse en la cabeza de un pequeño club continental fuerte en lo financiero y económico, pero no tanto en lo político y militar. Para los hispanos, el premio de consolación es que serán un gran actor humano, lingüístico y cultural en todas las Américas. A mediados de este siglo, constituirán un cuarto o hasta un tercio de la población del territorio comprendido entre el Río Bravo y Canadá, convirtiendo a Estados Unidos en un país bilingüe. De modo que la latinidad estará presente en tres de las primeras economías del planeta (Estados Unidos, Brasil y México).
Estados Unidos comenzó a angustiarse por su posible decadencia a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, con Vietnam, Watergate, la estanflación, la crisis de los rehenes de Teherán y la pujanza económica japonesa. En 1984 Ronald Reagan le devolvió un optimismo que fue confirmado por su triunfo en la guerra fría. Sin embargo, como escribió en 2008 el politólogo Parag Khanna en The New York Times Magazine, “la era unipolar bajo hegemonía norteamericana solo duró en realidad la década de los noventa”, los tiempos de Bill Clinton. En el arranque del siglo XXI, con Georges W. Bush en la Casa Blanca, el coloso dilapidó buena parte de su capital al arruinar sus finanzas federales, lanzarse a la desastrosa aventura de Irak y convertirse en el epicentro de la gran crisis financiera mundial.
Hacia 2005-2006, con Estados Unidos empantanado en Irak, ya empezó a hablarse en todas partes del mundo multipolar que surgía tras el breve intervalo de monólogo norteamericano. En 2008, el periodista de Newsweek Fareed Zakaria publicó un libro, The post-American world (El mundo después de USA, en su edición española), donde lo daba por hecho. La mundialización no iba a ser americanización.
Zakaria hizo esas predicciones antes de la catástrofe de Wall Street. Ahora Barack Obama habita la Casa Blanca constatando con lucidez que la influencia de su país recula en el escenario global. Tanto en lo político, cultural y moral —el poder blando teorizado por Joseph Nye— como en lo económico —pérdida de peso relativo en el PIB mundial y descomunales cifras de déficit comercial, presupuestario y deuda pública—. De esa constatación y de su talante se deriva una actitud menos arrogante y agresiva. Pero, atención, EE UU está muy lejos de un colapso semejante al del imperio romano. Tiene activos poderosos: un sistema financiero que, aunque desprestigiado, es la primera referencia mundial; una gran producción industrial; marcas y empresas implantadas en todas partes; universidades prestigiosas; una incesante oferta televisiva y cinematográfica; la genialidad tecnológica de Silicon Valley; un mercado de trabajo atractivo para talentos extranjeros y una incombustible capacidad para levantarse tras las caídas. Last but not least, es una potencia militar sin parangón (casi la mitad de los gastos militares planetarios son norteamericanos).
“Estados Unidos”, dice el historiador Paul Kennedy, “no es un coloso impotente, lo que ocurre es que las cosas están volviendo a la normalidad, está pasando de ser un imperio universal a un gran país, y eso es bueno”. Su talón de Aquiles, en opinión de Kennedy, es que “cuente peligrosamente con los otros Estados para financiar sus déficits. El poder militar no puede reposar en estos pies de barro, no puede depender indefinidamente de acreedores extranjeros”.
Global Trends 2030 es un gigantesco estudio sobre las tendencias mundiales de aquí a 2030 que está siendo llevado a cabo por think-tanks norteamericanos y que será difundido íntegramente tras las elecciones de noviembre. En sus augurios económicos más optimistas, Estados Unidos, con un crecimiento medio del 2,7% entre 2010 y 2030, confirmaría su pérdida de peso económico relativo, pasando su participación en el PIB del G-20 de un tercio a un cuarto. En los más pesimistas, un estallido de la zona euro provocaría al otro lado del Atlántico otra crisis financiera y una nueva recesión de consecuencias impredecibles.
Europa se ha convertido, pues, en un problema para sí misma, para Estados Unidos y para el resto del mundo. Lo triste es que no hace tanto era vista como la solución. En 2004 el economista norteamericano Jeremy Rifkin publicó un libro titulado The european dream (El sueño europeo en su edición española), en el que afirmaba que la visión europea (asociación de Estados democráticos, combinación de libre mercado con protección social, defensa del medio ambiente, acción internacional pacífica y gusto por la calidad de vida) no iba a tardar en eclipsar en la escena global al Sueño Americano. Y en 2008 el profesor indoamericano Parag Khanna predijo en el artículo que publicó en The New York Times Magazine que Estados Unidos tendría que compartir la hegemonía en el siglo XXI con China y con una UE de la que se deshacía en elogios.
Ahora, incapaz de resolver una crisis del euro que ha revelado lo disparatado que era crear una unión monetaria sin gobierno económico común, la Unión Europea parece agonizar. Los viejos intereses nacionales la corroen en la hora de la prueba suprema. Y ante el resto del mundo proyecta la imagen de una fortaleza cerrada a las mercancías, las personas y las ideas del resto del planeta, una gerontocracia que da muchas lecciones moralistas y siempre se acobarda ante la acción, un club incapaz incluso de socorrer de modo contundente a sus miembros más débiles y dirigido por una Angela Merkel cuya única visión consiste en imponer al resto el dogma presupuestario alemán.
La crisis empobrece a las poblaciones europeas y la política de austeridad a toda costa destruye la más importante aportación del Viejo Continente a la humanidad tras la II Guerra Mundial: el capitalismo con protección social de democristianos y socialdemócratas. ¿Por qué todo esto parece resbalarle a Merkel? En mayo de 2010, el filósofo Jürgen Habermas ofreció una explicación en Die Zeit. Alemania, dirigida por élites políticas que siguen “los titulares groseros de Bild”, ha perdido la vocación europea a la par que el complejo de culpa, y se ha encerrado en una “mentalidad egocéntrica”.
“Europa no se da cuenta de hasta qué punto ha perdido toda importancia a los ojos del resto del mundo”. Esta frase provocadora, pronunciada por Kishore Mahbubani, director de la Escuela de Administración Pública de Singapur, es hoy muy citada para subrayar la creciente irrelevancia del Viejo Continente, algo que no le viene nada bien a EE UU. Por lo evidente, porque la recesión europea lastra su despegue económico, y porque Obama deseaba retirar a su país del primer plano de todos los conflictos y descansar algo en hombros europeos.
China comenzó a cambiar en 1978 con la llegada al poder de Deng Xiaoping, el autor de la célebre frase: “Qué más da que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. Comenzaron así las reformas económicas que convertirían el gigante asiático en un país capitalista con un Gobierno autoritario del Partido Comunista. Ahora China es la gran fábrica del mundo, cuenta con una pujante clase media, es un gran cliente de las materias primas de África y América Latina y un gran inversor y prestamista internacional, dispone de una divisa prestigiosa, el yuan, y va controlando, como proveedor o comprador, la producción mundial de los llamados metales raros como el litio, claves en las nuevas industrias. También invierte mucho en investigación: sus científicos hacen significativos progresos propios en áreas como la informática, la industria aeroespacial, las energías verdes, la ingeniería metalúrgica, la biología molecular. Se dice que China podría superar en 2020 a Estados Unidos como la primera potencia científica del planeta.
En paralelo, el presupuesto de las Fuerzas Armadas chinas crece a un ritmo de dos dígitos anuales y Pekín está cada vez más presente en la escena internacional —en la económica, por supuesto, pero también en la política y diplomática—. Ahora bien, avanza con cautela. China no quiere despertar el fantasma de que aspira a la hegemonía mundial, no se propone como un líder alternativo a EE UU. Al menos, todavía no. Hu Jintao, su presidente, proclama urbi et orbi que su política exterior está basada en “la construcción común de un mundo armonioso”.
El ascenso de China supone un desafío ideológico a Occidente. ¿Es su modelo de prosperidad económica sin democracia y derechos una alternativa de “modernidad” al occidental? Así lo sugiere China basándose en su crecimiento de los últimos lustros y en su relativo buen aguante en la crisis actual, y así empieza a ser visto en otras partes. El régimen chino es, sin duda, autoritario, pero también más flexible de lo que podría pensarse: toma con rapidez y eficacia decisiones importantes y complejas en materia económica, mima a sus élites y a su incipiente clase media y no carece de olfato para detectar los humores populares. ¿Es sostenible este modelo? ¿No terminarán haciéndole pagar un precio elevado sus lastres evidentes: la carencia de libertades y derechos, la corrupción casi institucionalizada, el aumento de las desigualdades, la dependencia de las firmas extranjeras allí establecidas?
India piensa en el futuro. Se blinda con el arma nuclear y, para no pasar hambre, compra tierras en África y Latinoamérica
Asia, la gran reserva de capitales y de fuerza de trabajo barata y preparada del planeta, será en el siglo XXI el equivalente a lo que fue Europa en el XIX y la América del Norte en el XX. China, Japón e India ya son, respectivamente, la segunda, la tercera y la sexta economía del mundo. Singapur, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos suben en la clasificación mundial de detentadores de divisas fuertes y van haciendo sus inversiones en bancos y empresas energéticas occidentales. ¿Pero quién liderará el continente asiático? Ninguno de los tres aspirantes obvios —China, Japón e India— tiene una legitimidad indiscutible, y sus rivalidades mutuas son enormes.
Considerado hace seis o siete lustros el mayor competidor potencial de EE UU, Japón está prácticamente desaparecido en esta crisis. Lleva más de una década pagando el precio de la burbuja financiera y evidenciando sus carencias: estancamiento económico, envejecimiento de la población e inestabilidad política. Ahora busca ser menos dependiente de EE UU y dirige su mirada a Asia.
India añade a su propuesta de crecimiento económico (el 9%) unos valores, democracia y pluralismo, que han llevado a Obama a decir que es “una potencia mundial responsable” y “un líder en Asia”. Su despertar arrancó en 1991, cuando el Gobierno abandonó el modelo estatalista, y está basado en la satisfacción de las necesidades del inmenso mercado nacional. A sus firmas colosales, como la automovilística Tata Motors y la telefónica Bharti Airtel, India añade una miríada de pequeñas y medianas empresas que fabrican productos textiles, mecánicos, informáticos y agroalimentarios que resultan útiles y baratos para su población. Ensalzado en los filmes de Bollywood, el héroe nacional es hoy el joven emprendedor.
India piensa en el futuro. Para blindarse geopolíticamente cuenta con el arma nuclear, y para no volver a pasar hambre invierte masivamente en tierras de cultivo latinoamericanas y africanas. Sus activos son una población joven y anglófona, un mercado local sediento de todo, su habilidad para ser la base de servicios externalizados y su sistema democrático. Sus rémoras, la persistencia de una gran pobreza y analfabetismo, unas infraestructuras calamitosas, mucha corrupción, una compleja burocracia y un sistema fiscal ineficaz.
Brasil ya juega en el escenario global. Su actitud es la de una creciente seguridad que huye, no obstante, de la arrogancia y la confrontación. Se está convirtiendo en un gran productor de hidrocarburos a la par que es líder mundial en biocombustibles. Ya es miembro del G-20 y aspira a un sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Se va desmarcando de Estados Unidos sin provocar serias crisis. Partidario de la cooperación transversal entre países del Sur, va multiplicando su presencia en América Latina, Oriente Próximo y África. Se ha aliado con India y Sudáfrica en las negociaciones comerciales internacionales atacando a las barreras aduaneras norteamericanas sobre el acero y a las subvenciones agrícolas europeas. Y tiene con China tiene una alianza estratégica. Las economías china y brasileña son muy complementarias: Brasil les vende minerales, madera, carne, leche y soja, mientras China invierte en infraestructuras y empresas industriales brasileñas.
Brasil ya no es esa sempiterna “tierra del porvenir” de la que hablara Stefan Zweig. El escaparate de esta emergencia, asociada con la presidencia de Lula da Silva (2003- 2010) y hoy con la de su sucesora, Dilma Rouseff, serán la Copa del Mundo de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 que allí se celebrarán.
¿Se le sumará en algún momento México? No pocos lo predicen así. Al actual grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), los futurólogos le han añadido el de los llamados Next 11 (los 11 siguientes), en el que figuran México, Corea del Sur y Turquía. Y México, según algunos análisis, tendría incluso potencial para estar entre los cinco primeros del ranking mundial a mediados de este siglo.
A imagen y semejanza de Internet, su gran instrumento de comunicación, la globalización se estaba convirtiendo en una red de redes, en una tela de araña de nueva factura, con diversos centros e inextricables relaciones. O en una Guerra de Tronos.
¿Qué saldrá de todo esto? ¿Cuál será el mapamundi económico y geopolítico de las próximas décadas? Puestos a aventurar, es razonable imaginar que, de mantenerse las actuales tendencias, Estados Unidos, China e India serán los principales señoríos de la Guerra de Tronos, los que competirán en el que será su principal escenario: el asiático. Y tampoco es descabellado predecir que, liderando sus respectivas regiones y con su cuota de influencia global, Brasil, Sudáfrica, Turquía, los países árabes del golfo y Rusia serán relevantes en el gran juego.
En cuanto a Europa, Reino Unido parece destinada a culminar su tendencia a convertirse en una pintoresca provincia de Estados Unidos, y Alemania, a convertirse en la cabeza de un pequeño club continental fuerte en lo financiero y económico, pero no tanto en lo político y militar. Para los hispanos, el premio de consolación es que serán un gran actor humano, lingüístico y cultural en todas las Américas. A mediados de este siglo, constituirán un cuarto o hasta un tercio de la población del territorio comprendido entre el Río Bravo y Canadá, convirtiendo a Estados Unidos en un país bilingüe. De modo que la latinidad estará presente en tres de las primeras economías del planeta (Estados Unidos, Brasil y México).
Estados Unidos comenzó a angustiarse por su posible decadencia a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, con Vietnam, Watergate, la estanflación, la crisis de los rehenes de Teherán y la pujanza económica japonesa. En 1984 Ronald Reagan le devolvió un optimismo que fue confirmado por su triunfo en la guerra fría. Sin embargo, como escribió en 2008 el politólogo Parag Khanna en The New York Times Magazine, “la era unipolar bajo hegemonía norteamericana solo duró en realidad la década de los noventa”, los tiempos de Bill Clinton. En el arranque del siglo XXI, con Georges W. Bush en la Casa Blanca, el coloso dilapidó buena parte de su capital al arruinar sus finanzas federales, lanzarse a la desastrosa aventura de Irak y convertirse en el epicentro de la gran crisis financiera mundial.
Hacia 2005-2006, con Estados Unidos empantanado en Irak, ya empezó a hablarse en todas partes del mundo multipolar que surgía tras el breve intervalo de monólogo norteamericano. En 2008, el periodista de Newsweek Fareed Zakaria publicó un libro, The post-American world (El mundo después de USA, en su edición española), donde lo daba por hecho. La mundialización no iba a ser americanización.
Zakaria hizo esas predicciones antes de la catástrofe de Wall Street. Ahora Barack Obama habita la Casa Blanca constatando con lucidez que la influencia de su país recula en el escenario global. Tanto en lo político, cultural y moral —el poder blando teorizado por Joseph Nye— como en lo económico —pérdida de peso relativo en el PIB mundial y descomunales cifras de déficit comercial, presupuestario y deuda pública—. De esa constatación y de su talante se deriva una actitud menos arrogante y agresiva. Pero, atención, EE UU está muy lejos de un colapso semejante al del imperio romano. Tiene activos poderosos: un sistema financiero que, aunque desprestigiado, es la primera referencia mundial; una gran producción industrial; marcas y empresas implantadas en todas partes; universidades prestigiosas; una incesante oferta televisiva y cinematográfica; la genialidad tecnológica de Silicon Valley; un mercado de trabajo atractivo para talentos extranjeros y una incombustible capacidad para levantarse tras las caídas. Last but not least, es una potencia militar sin parangón (casi la mitad de los gastos militares planetarios son norteamericanos).
“Estados Unidos”, dice el historiador Paul Kennedy, “no es un coloso impotente, lo que ocurre es que las cosas están volviendo a la normalidad, está pasando de ser un imperio universal a un gran país, y eso es bueno”. Su talón de Aquiles, en opinión de Kennedy, es que “cuente peligrosamente con los otros Estados para financiar sus déficits. El poder militar no puede reposar en estos pies de barro, no puede depender indefinidamente de acreedores extranjeros”.
Global Trends 2030 es un gigantesco estudio sobre las tendencias mundiales de aquí a 2030 que está siendo llevado a cabo por think-tanks norteamericanos y que será difundido íntegramente tras las elecciones de noviembre. En sus augurios económicos más optimistas, Estados Unidos, con un crecimiento medio del 2,7% entre 2010 y 2030, confirmaría su pérdida de peso económico relativo, pasando su participación en el PIB del G-20 de un tercio a un cuarto. En los más pesimistas, un estallido de la zona euro provocaría al otro lado del Atlántico otra crisis financiera y una nueva recesión de consecuencias impredecibles.
Europa se ha convertido, pues, en un problema para sí misma, para Estados Unidos y para el resto del mundo. Lo triste es que no hace tanto era vista como la solución. En 2004 el economista norteamericano Jeremy Rifkin publicó un libro titulado The european dream (El sueño europeo en su edición española), en el que afirmaba que la visión europea (asociación de Estados democráticos, combinación de libre mercado con protección social, defensa del medio ambiente, acción internacional pacífica y gusto por la calidad de vida) no iba a tardar en eclipsar en la escena global al Sueño Americano. Y en 2008 el profesor indoamericano Parag Khanna predijo en el artículo que publicó en The New York Times Magazine que Estados Unidos tendría que compartir la hegemonía en el siglo XXI con China y con una UE de la que se deshacía en elogios.
Ahora, incapaz de resolver una crisis del euro que ha revelado lo disparatado que era crear una unión monetaria sin gobierno económico común, la Unión Europea parece agonizar. Los viejos intereses nacionales la corroen en la hora de la prueba suprema. Y ante el resto del mundo proyecta la imagen de una fortaleza cerrada a las mercancías, las personas y las ideas del resto del planeta, una gerontocracia que da muchas lecciones moralistas y siempre se acobarda ante la acción, un club incapaz incluso de socorrer de modo contundente a sus miembros más débiles y dirigido por una Angela Merkel cuya única visión consiste en imponer al resto el dogma presupuestario alemán.
La crisis empobrece a las poblaciones europeas y la política de austeridad a toda costa destruye la más importante aportación del Viejo Continente a la humanidad tras la II Guerra Mundial: el capitalismo con protección social de democristianos y socialdemócratas. ¿Por qué todo esto parece resbalarle a Merkel? En mayo de 2010, el filósofo Jürgen Habermas ofreció una explicación en Die Zeit. Alemania, dirigida por élites políticas que siguen “los titulares groseros de Bild”, ha perdido la vocación europea a la par que el complejo de culpa, y se ha encerrado en una “mentalidad egocéntrica”.
“Europa no se da cuenta de hasta qué punto ha perdido toda importancia a los ojos del resto del mundo”. Esta frase provocadora, pronunciada por Kishore Mahbubani, director de la Escuela de Administración Pública de Singapur, es hoy muy citada para subrayar la creciente irrelevancia del Viejo Continente, algo que no le viene nada bien a EE UU. Por lo evidente, porque la recesión europea lastra su despegue económico, y porque Obama deseaba retirar a su país del primer plano de todos los conflictos y descansar algo en hombros europeos.
China comenzó a cambiar en 1978 con la llegada al poder de Deng Xiaoping, el autor de la célebre frase: “Qué más da que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. Comenzaron así las reformas económicas que convertirían el gigante asiático en un país capitalista con un Gobierno autoritario del Partido Comunista. Ahora China es la gran fábrica del mundo, cuenta con una pujante clase media, es un gran cliente de las materias primas de África y América Latina y un gran inversor y prestamista internacional, dispone de una divisa prestigiosa, el yuan, y va controlando, como proveedor o comprador, la producción mundial de los llamados metales raros como el litio, claves en las nuevas industrias. También invierte mucho en investigación: sus científicos hacen significativos progresos propios en áreas como la informática, la industria aeroespacial, las energías verdes, la ingeniería metalúrgica, la biología molecular. Se dice que China podría superar en 2020 a Estados Unidos como la primera potencia científica del planeta.
En paralelo, el presupuesto de las Fuerzas Armadas chinas crece a un ritmo de dos dígitos anuales y Pekín está cada vez más presente en la escena internacional —en la económica, por supuesto, pero también en la política y diplomática—. Ahora bien, avanza con cautela. China no quiere despertar el fantasma de que aspira a la hegemonía mundial, no se propone como un líder alternativo a EE UU. Al menos, todavía no. Hu Jintao, su presidente, proclama urbi et orbi que su política exterior está basada en “la construcción común de un mundo armonioso”.
El ascenso de China supone un desafío ideológico a Occidente. ¿Es su modelo de prosperidad económica sin democracia y derechos una alternativa de “modernidad” al occidental? Así lo sugiere China basándose en su crecimiento de los últimos lustros y en su relativo buen aguante en la crisis actual, y así empieza a ser visto en otras partes. El régimen chino es, sin duda, autoritario, pero también más flexible de lo que podría pensarse: toma con rapidez y eficacia decisiones importantes y complejas en materia económica, mima a sus élites y a su incipiente clase media y no carece de olfato para detectar los humores populares. ¿Es sostenible este modelo? ¿No terminarán haciéndole pagar un precio elevado sus lastres evidentes: la carencia de libertades y derechos, la corrupción casi institucionalizada, el aumento de las desigualdades, la dependencia de las firmas extranjeras allí establecidas?
India piensa en el futuro. Se blinda con el arma nuclear y, para no pasar hambre, compra tierras en África y Latinoamérica
Asia, la gran reserva de capitales y de fuerza de trabajo barata y preparada del planeta, será en el siglo XXI el equivalente a lo que fue Europa en el XIX y la América del Norte en el XX. China, Japón e India ya son, respectivamente, la segunda, la tercera y la sexta economía del mundo. Singapur, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos suben en la clasificación mundial de detentadores de divisas fuertes y van haciendo sus inversiones en bancos y empresas energéticas occidentales. ¿Pero quién liderará el continente asiático? Ninguno de los tres aspirantes obvios —China, Japón e India— tiene una legitimidad indiscutible, y sus rivalidades mutuas son enormes.
Considerado hace seis o siete lustros el mayor competidor potencial de EE UU, Japón está prácticamente desaparecido en esta crisis. Lleva más de una década pagando el precio de la burbuja financiera y evidenciando sus carencias: estancamiento económico, envejecimiento de la población e inestabilidad política. Ahora busca ser menos dependiente de EE UU y dirige su mirada a Asia.
India añade a su propuesta de crecimiento económico (el 9%) unos valores, democracia y pluralismo, que han llevado a Obama a decir que es “una potencia mundial responsable” y “un líder en Asia”. Su despertar arrancó en 1991, cuando el Gobierno abandonó el modelo estatalista, y está basado en la satisfacción de las necesidades del inmenso mercado nacional. A sus firmas colosales, como la automovilística Tata Motors y la telefónica Bharti Airtel, India añade una miríada de pequeñas y medianas empresas que fabrican productos textiles, mecánicos, informáticos y agroalimentarios que resultan útiles y baratos para su población. Ensalzado en los filmes de Bollywood, el héroe nacional es hoy el joven emprendedor.
India piensa en el futuro. Para blindarse geopolíticamente cuenta con el arma nuclear, y para no volver a pasar hambre invierte masivamente en tierras de cultivo latinoamericanas y africanas. Sus activos son una población joven y anglófona, un mercado local sediento de todo, su habilidad para ser la base de servicios externalizados y su sistema democrático. Sus rémoras, la persistencia de una gran pobreza y analfabetismo, unas infraestructuras calamitosas, mucha corrupción, una compleja burocracia y un sistema fiscal ineficaz.
Brasil ya juega en el escenario global. Su actitud es la de una creciente seguridad que huye, no obstante, de la arrogancia y la confrontación. Se está convirtiendo en un gran productor de hidrocarburos a la par que es líder mundial en biocombustibles. Ya es miembro del G-20 y aspira a un sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Se va desmarcando de Estados Unidos sin provocar serias crisis. Partidario de la cooperación transversal entre países del Sur, va multiplicando su presencia en América Latina, Oriente Próximo y África. Se ha aliado con India y Sudáfrica en las negociaciones comerciales internacionales atacando a las barreras aduaneras norteamericanas sobre el acero y a las subvenciones agrícolas europeas. Y tiene con China tiene una alianza estratégica. Las economías china y brasileña son muy complementarias: Brasil les vende minerales, madera, carne, leche y soja, mientras China invierte en infraestructuras y empresas industriales brasileñas.
Brasil ya no es esa sempiterna “tierra del porvenir” de la que hablara Stefan Zweig. El escaparate de esta emergencia, asociada con la presidencia de Lula da Silva (2003- 2010) y hoy con la de su sucesora, Dilma Rouseff, serán la Copa del Mundo de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 que allí se celebrarán.
¿Se le sumará en algún momento México? No pocos lo predicen así. Al actual grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), los futurólogos le han añadido el de los llamados Next 11 (los 11 siguientes), en el que figuran México, Corea del Sur y Turquía. Y México, según algunos análisis, tendría incluso potencial para estar entre los cinco primeros del ranking mundial a mediados de este siglo.
A imagen y semejanza de Internet, su gran instrumento de comunicación, la globalización se estaba convirtiendo en una red de redes, en una tela de araña de nueva factura, con diversos centros e inextricables relaciones. O en una Guerra de Tronos.