Bengasi y El Cairo: ataques polarizadores
Los ataques contra puestos diplomáticos de avanzada ponen de relieve las incertidumbres en la cambiante relación de la región con Estados Unidos tras la Primavera Árabe
Jon Lee Anderson, El País
El martes por la noche, la emboscada y asesinato de Chris Stevens, embajador de EE UU en Libia, y de otros tres estadounidenses en la ciudad oriental de Bengasi, tras un ataque violento de una multitud contra el consulado estadounidense, fue el peor en una larga serie de episodios inquietantes que se han estado produciendo durante todo el año en Libia, desde que Gadafi fue derrocado por rebeldes respaldados por la OTAN. Más o menos a la misma hora, una muchedumbre irrumpía en la Embajada estadounidense en El Cairo, en el vecino Egipto, aunque allí, por fortuna, no se perdió ninguna vida.
La última vez que un embajador estadounidense fue asesinado en su puesto de trabajo fue en Afganistán, en febrero de 1979, cuando Adolph Dubs fue hecho rehén y tiroteado en Kabul durante los actos violentos que siguieron al golpe de Estado secundado por los soviéticos, que desembocó en la invasión rusa del país ese mismo año. Estos nuevos ataques contra puestos diplomáticos en el exterior ponen de relieve las constantes incertidumbres en la cambiante relación de la región con Estados Unidos, consecuencia de las volátiles fuerzas desatadas en la denominada primavera árabe, que comenzó a principios del año pasado. En el continuo tira y afloja por el poder político entre grupos enfrentados, no todos ellos amigos de EE UU, podrían aguardar más sorpresas desagradables.
La reciente elección de un Gobierno de transición en Libia vio cómo los moderados políticos que gozan del favor de Occidente arrasaban en las urnas, pero los islamistas, que salieron de su escondite durante la revolución, siguen siendo una gran fuerza en el país; algunos consideran a Estados Unidos su máximo enemigo. Durante la última década se produjo una cooperación clandestina entre Estados Unidos, organismos de espionaje británicos y los espías de Gadafi para perseguir a extremistas islámicos; ahora, varios libios que ocupan cargos de poder e influencia fueron entregados por Occidente y torturados y encarcelados en su país. Puede que algunos de esos individuos estén buscando venganza por humillaciones pasadas.
Lo más preocupante es que todavía no se ha instaurado el Estado de derecho en Libia; existen docenas, si no centenares, de milicias fuertemente armadas, muchas de las cuales han perpetrado ataques violentos contra sus rivales en los últimos meses. Algunas de ellas mantienen prisiones clandestinas en las que torturan y ejecutan a sus prisioneros. En junio se lanzaron misiles contra un convoy de diplomáticos británicos en Bengasi. En ese incidente nadie resultó herido, pero podría haber sido una advertencia de lo que estaba por llegar. En una serie de ataques continuados, extremistas salafistas han arrasado por todo el país santuarios históricos y ancestrales para los sufíes, con el argumento de que los estaban idolatrando; no ha habido castigo para esos actos de vandalismo. A pesar de las muchas batallas tribales y armadas en Libia, en las que han sido asesinadas muchas personas —centenares murieron tras el derrocamiento de Gadafi—, no ha habido juicios, o al menos juicios públicos y justos.
El ataque en El Cairo fue profundamente perturbador, pero, aun así, en gran medida simbólico. En él se izó una bandera islamista al estilo de Al Qaeda en el tejado de la embajada para sustituir a la estadounidense, lo cual pone todavía más de manifiesto lo inciertas que siguen siendo las cosas en Egipto. En la oscilante revolución de Egipto, Mohamed Morsi, miembro de la antes ilegal Hermandad Musulmana, ocupa ahora el cargo de presidente, año y medio después de que el viejo aliado estadounidense Hosni Mubarak fuese destituido por los generales de su Ejército, que esperaban apaciguar a las multitudes en la plaza de Tahrir. Morsi ha procurado ser fiel a sí mismo y a la vez hacer verdaderos malabarismos entre su electorado y su alianza internacional más poderosa: EE UU. Pero está claro que en Egipto intervienen numerosas facciones, muchas de ellas encubiertas, con la esperanza de instrumentalizar las diversas fuerzas en juego del país, dependiendo de sus objetivos, para redirigir la revolución de acuerdo con sus intereses: alterarla, apaciguarla o radicalizarla. Eso, sin duda, incluye a veces el uso de la violencia. El año pasado por estas fechas, fue la Embajada israelí en El Cairo la que sufrió un atentado. En aquella ocasión, los asaltantes supuestamente arrollaron a las fuerzas de seguridad egipcias encargadas de protegerla, pero las pruebas daban a entender que también pudo deberse a una falta de entusiasmo por parte de las autoridades del país. Y esta vez, ¿ha sido el ataque contra la Embajada estadounidense en el Cairo un acontecimiento totalmente espontáneo o estaba previsto? Puede que tenga un poco de ambas cosas, aunque hasta el momento todo sigue siendo muy confuso.
No es la primera vez que la violencia de las multitudes —a veces la forma más rápida de expresión de la que se dispone en entornos políticos represivos— se extiende por Oriente Próximo, o que las embajadas de EE UU se han convertido en su blanco. En algunos países —vienen a la mente Pakistán, Irán, Arabia Saudí y Líbano—, la tendencia es tan habitual que parece una especie de pasatiempo periódico. Con frecuencia, estos atentados están relacionados con los organismos de seguridad de su país, los cuales, si no están directamente implicados en ellos, han permitido que ocurran para enviar un mensaje de insubordinación al gran hermano estadounidense, por un lado, y a unas poblaciones descontentas, por otro. A veces, como en el caso del histerismo causado por las caricaturas del profeta Mahoma hace unos años, otro país occidental —en aquella ocasión Dinamarca— se convirtió en el blanco de las furias religiosas de inspiración islamista. El pasado diciembre fue invadida la Embajada británica en Irán, una acción llevada a cabo con un claro respaldo oficial (igual que cuando la Embajada de EE UU fue ocupada y sus diplomáticos capturados con el aval de las autoridades en 1979, al comienzo de la revolución islámica de Irán).
Pero en el panteón de legaciones atacables no hay nada como una Embajada estadounidense. En esta ocasión, la ira ciudadana en Egipto y Libia estuvo causada presuntamente por una película antimusulmana publicada en Internet. También coincidió con el 11º aniversario de los atentados del 11 de septiembre de 2001 perpetrados por Al Qaeda en Estados Unidos. Esa coincidencia, y el hecho de que el ataque contra el convoy del embajador Stevens fuese cometido por asaltantes que dispararon ametralladoras y proyectiles antitanques, da a entender que la violencia tal vez no fuese del todo la consecuencia totalmente espontánea de una multitud indignada y religiosa desahogándose.
En medio de la confusión, la embajada en El Cairo emitió un rápido comunicado —antes del ataque— condenando la película, y más tarde deploró el asalto a su consulado. Hillary Clinton declaró que una ofensa religiosa no podía ser una excusa para la violencia. Poco después se anunciaba que un empleado del consulado de EE UU había sido asesinado. En vez de adoptar un tono casi presidencial de indignación y pesar durante un tipo de crisis internacional en la que, en principio, los rivales políticos estadounidenses normalmente cerrarían filas, el aspirante republicano a la presidencia, Mitt Romney, decidió sacar partido del incidente atacando a Barack Obama por el carácter supuestamente “deplorable” de las condolencias de su Administración. Naturalmente, el mensaje velado de esas acusaciones es que Obama es desleal, que no es un estadounidense de verdad, dirigido a aquellos que nunca han dejado de sospechar que el presidente también es musulmán. El hecho de que haya estadounidenses que crean semejante tontería es una triste demostración de que vivimos unos tiempos sumamente polarizados, no solo en el mundo, sino también en nuestro país.
Traducción de News Clips.
Jon Lee Anderson, El País
El martes por la noche, la emboscada y asesinato de Chris Stevens, embajador de EE UU en Libia, y de otros tres estadounidenses en la ciudad oriental de Bengasi, tras un ataque violento de una multitud contra el consulado estadounidense, fue el peor en una larga serie de episodios inquietantes que se han estado produciendo durante todo el año en Libia, desde que Gadafi fue derrocado por rebeldes respaldados por la OTAN. Más o menos a la misma hora, una muchedumbre irrumpía en la Embajada estadounidense en El Cairo, en el vecino Egipto, aunque allí, por fortuna, no se perdió ninguna vida.
La última vez que un embajador estadounidense fue asesinado en su puesto de trabajo fue en Afganistán, en febrero de 1979, cuando Adolph Dubs fue hecho rehén y tiroteado en Kabul durante los actos violentos que siguieron al golpe de Estado secundado por los soviéticos, que desembocó en la invasión rusa del país ese mismo año. Estos nuevos ataques contra puestos diplomáticos en el exterior ponen de relieve las constantes incertidumbres en la cambiante relación de la región con Estados Unidos, consecuencia de las volátiles fuerzas desatadas en la denominada primavera árabe, que comenzó a principios del año pasado. En el continuo tira y afloja por el poder político entre grupos enfrentados, no todos ellos amigos de EE UU, podrían aguardar más sorpresas desagradables.
La reciente elección de un Gobierno de transición en Libia vio cómo los moderados políticos que gozan del favor de Occidente arrasaban en las urnas, pero los islamistas, que salieron de su escondite durante la revolución, siguen siendo una gran fuerza en el país; algunos consideran a Estados Unidos su máximo enemigo. Durante la última década se produjo una cooperación clandestina entre Estados Unidos, organismos de espionaje británicos y los espías de Gadafi para perseguir a extremistas islámicos; ahora, varios libios que ocupan cargos de poder e influencia fueron entregados por Occidente y torturados y encarcelados en su país. Puede que algunos de esos individuos estén buscando venganza por humillaciones pasadas.
Lo más preocupante es que todavía no se ha instaurado el Estado de derecho en Libia; existen docenas, si no centenares, de milicias fuertemente armadas, muchas de las cuales han perpetrado ataques violentos contra sus rivales en los últimos meses. Algunas de ellas mantienen prisiones clandestinas en las que torturan y ejecutan a sus prisioneros. En junio se lanzaron misiles contra un convoy de diplomáticos británicos en Bengasi. En ese incidente nadie resultó herido, pero podría haber sido una advertencia de lo que estaba por llegar. En una serie de ataques continuados, extremistas salafistas han arrasado por todo el país santuarios históricos y ancestrales para los sufíes, con el argumento de que los estaban idolatrando; no ha habido castigo para esos actos de vandalismo. A pesar de las muchas batallas tribales y armadas en Libia, en las que han sido asesinadas muchas personas —centenares murieron tras el derrocamiento de Gadafi—, no ha habido juicios, o al menos juicios públicos y justos.
El ataque en El Cairo fue profundamente perturbador, pero, aun así, en gran medida simbólico. En él se izó una bandera islamista al estilo de Al Qaeda en el tejado de la embajada para sustituir a la estadounidense, lo cual pone todavía más de manifiesto lo inciertas que siguen siendo las cosas en Egipto. En la oscilante revolución de Egipto, Mohamed Morsi, miembro de la antes ilegal Hermandad Musulmana, ocupa ahora el cargo de presidente, año y medio después de que el viejo aliado estadounidense Hosni Mubarak fuese destituido por los generales de su Ejército, que esperaban apaciguar a las multitudes en la plaza de Tahrir. Morsi ha procurado ser fiel a sí mismo y a la vez hacer verdaderos malabarismos entre su electorado y su alianza internacional más poderosa: EE UU. Pero está claro que en Egipto intervienen numerosas facciones, muchas de ellas encubiertas, con la esperanza de instrumentalizar las diversas fuerzas en juego del país, dependiendo de sus objetivos, para redirigir la revolución de acuerdo con sus intereses: alterarla, apaciguarla o radicalizarla. Eso, sin duda, incluye a veces el uso de la violencia. El año pasado por estas fechas, fue la Embajada israelí en El Cairo la que sufrió un atentado. En aquella ocasión, los asaltantes supuestamente arrollaron a las fuerzas de seguridad egipcias encargadas de protegerla, pero las pruebas daban a entender que también pudo deberse a una falta de entusiasmo por parte de las autoridades del país. Y esta vez, ¿ha sido el ataque contra la Embajada estadounidense en el Cairo un acontecimiento totalmente espontáneo o estaba previsto? Puede que tenga un poco de ambas cosas, aunque hasta el momento todo sigue siendo muy confuso.
No es la primera vez que la violencia de las multitudes —a veces la forma más rápida de expresión de la que se dispone en entornos políticos represivos— se extiende por Oriente Próximo, o que las embajadas de EE UU se han convertido en su blanco. En algunos países —vienen a la mente Pakistán, Irán, Arabia Saudí y Líbano—, la tendencia es tan habitual que parece una especie de pasatiempo periódico. Con frecuencia, estos atentados están relacionados con los organismos de seguridad de su país, los cuales, si no están directamente implicados en ellos, han permitido que ocurran para enviar un mensaje de insubordinación al gran hermano estadounidense, por un lado, y a unas poblaciones descontentas, por otro. A veces, como en el caso del histerismo causado por las caricaturas del profeta Mahoma hace unos años, otro país occidental —en aquella ocasión Dinamarca— se convirtió en el blanco de las furias religiosas de inspiración islamista. El pasado diciembre fue invadida la Embajada británica en Irán, una acción llevada a cabo con un claro respaldo oficial (igual que cuando la Embajada de EE UU fue ocupada y sus diplomáticos capturados con el aval de las autoridades en 1979, al comienzo de la revolución islámica de Irán).
Pero en el panteón de legaciones atacables no hay nada como una Embajada estadounidense. En esta ocasión, la ira ciudadana en Egipto y Libia estuvo causada presuntamente por una película antimusulmana publicada en Internet. También coincidió con el 11º aniversario de los atentados del 11 de septiembre de 2001 perpetrados por Al Qaeda en Estados Unidos. Esa coincidencia, y el hecho de que el ataque contra el convoy del embajador Stevens fuese cometido por asaltantes que dispararon ametralladoras y proyectiles antitanques, da a entender que la violencia tal vez no fuese del todo la consecuencia totalmente espontánea de una multitud indignada y religiosa desahogándose.
En medio de la confusión, la embajada en El Cairo emitió un rápido comunicado —antes del ataque— condenando la película, y más tarde deploró el asalto a su consulado. Hillary Clinton declaró que una ofensa religiosa no podía ser una excusa para la violencia. Poco después se anunciaba que un empleado del consulado de EE UU había sido asesinado. En vez de adoptar un tono casi presidencial de indignación y pesar durante un tipo de crisis internacional en la que, en principio, los rivales políticos estadounidenses normalmente cerrarían filas, el aspirante republicano a la presidencia, Mitt Romney, decidió sacar partido del incidente atacando a Barack Obama por el carácter supuestamente “deplorable” de las condolencias de su Administración. Naturalmente, el mensaje velado de esas acusaciones es que Obama es desleal, que no es un estadounidense de verdad, dirigido a aquellos que nunca han dejado de sospechar que el presidente también es musulmán. El hecho de que haya estadounidenses que crean semejante tontería es una triste demostración de que vivimos unos tiempos sumamente polarizados, no solo en el mundo, sino también en nuestro país.
Traducción de News Clips.