Un hospital de Alepo desafía a las bombas para curar a los heridos
Alepo, AFP
En la primera planta del hospital Dar Al Chifa de Alepo retumba una explosión: un edificio situado a 150 metros del centro acaba de ser alcanzado por un cohete lanzado desde un helicóptero y a pesar de ello el personal, concentrado en la recepción de nuevos heridos, no se inmuta.
"Dios mío, es así todos los días", suspira una enfermera mientras se precipita hacia la entrada principal del hospital para recibir a dos niños, un chico y una chica, con la cabeza manchada de sangre y el cuerpo cubierto de polvo.
El helicóptero todavía sobrevuela la zona disparando salvas.
"Mi hermana Sana y yo estábamos sentados en el suelo, en la cocina, y un cohete impactó contra la casa. No vimos el techo desplomarse", cuenta el pequeño Mahmud, de 8 años, en una camilla. Los médicos le limpian la cabeza con una solución yodada.
"Mi madre y mi padre están allí todavía", llora Sana, sentada junto a su hermano y con su pelo pelirrojo lleno de sangre y trozos de hormigón. "¿Dónde está mamá? ¿Está bien?". El personal médico intenta calmarla.
Los dos niños sufrieron heridas leves y pudieron encontrar a sus padres. El padre llegó al hospital seguido del abuelo que, asustado, lloraba con la cara cubierta de polvo.
Poco después, la madre, Fayha, fue rescatada de entre los escombros y trasladada al hospital. Después de darle puntos de sutura y de envolverla con una manta, la condujeron junto a su familia.
En una pequeña habitación de la primera planta, Mohamed, un médico de 25 años, atiende a un combatiente al que cose con puntos de sutura en el brazo.
"Hace un mes que estoy aquí. Trabajo cuatro días seguidos a tiempo completo para curar a todo el mundo", explica. "Es difícil, pero creo que es un deber, una obligación humanitaria".
En este edificio, que ya fue bombardeado cuatro veces, únicamente pueden aplicarse puntos de sutura, realizarse transfusiones de sangre y radiografías. Los heridos graves son derivados a Turquía, país vecino que apoya a los rebeldes.
La mayoría de los pisos superiores del hospital no pueden utilizarse: los obuses destruyeron varias habitaciones y el riesgo de ataques confina al personal a las dos primeras plantas y al sótano.
En la primera planta, un grupo de hombres llega corriendo. Traen a dos niños pequeños y a un bebé con el pecho y la cabeza recubiertos de polvo blanco.
El combatiente se levanta de la cama para dejar sitio a uno de los niños, Mohamed, de 4 años.
El niño llora mientras las enfermeras le limpian la sangre del cuello y le rapan una parte de la cabeza. Otro cohete lanzado por un helicóptero del ejército le ha causado una herida en la cabeza.
"Sé valiente, eres un hombre, no debes llorar", le dice amablemente un combatiente, mientras que mechones de pelo caen sobre las rodillas del niño.
En otra cama, Walid, de 11 años, se retuerce de dolor mientras los enfermeros le examinan. Una bomba explotó cerca de él, causándole una profunda herida en el pecho.
"Quiero agua, quiero agua", grita. Varios hombres se dan la vuelta para esconder sus lágrimas.
Abu Mohamed, el farmacéutico del hospital, permanece tranquilo: "Nos bombardean todos los días y la mayoría de la gente que curamos aquí son civiles, mujeres y niños. Los ruidos de las explosiones y los gritos se han convertido en algo normal para nosotros".
Este hombre de 28 años trabajaba en una clínica clandestina de los rebeldes, en una pequeña localidad cercana a Anadane, antes de trasladarse a este hospital de Alepo, cuando hace un mes los combates se intensificaron.
"Es mi manera de ayudar a la revolución", asegura.
Un hombre sirio sentado en el suelo cerca de una sala de operaciones del hospital de Alepo, conflictiva ciudad en el norte de Siria, el viernes 24 de agosto, donde los médicos y enfermeros desafían a las bombas para seguir curando.
En la primera planta del hospital Dar Al Chifa de Alepo retumba una explosión: un edificio situado a 150 metros del centro acaba de ser alcanzado por un cohete lanzado desde un helicóptero y a pesar de ello el personal, concentrado en la recepción de nuevos heridos, no se inmuta.
"Dios mío, es así todos los días", suspira una enfermera mientras se precipita hacia la entrada principal del hospital para recibir a dos niños, un chico y una chica, con la cabeza manchada de sangre y el cuerpo cubierto de polvo.
El helicóptero todavía sobrevuela la zona disparando salvas.
"Mi hermana Sana y yo estábamos sentados en el suelo, en la cocina, y un cohete impactó contra la casa. No vimos el techo desplomarse", cuenta el pequeño Mahmud, de 8 años, en una camilla. Los médicos le limpian la cabeza con una solución yodada.
"Mi madre y mi padre están allí todavía", llora Sana, sentada junto a su hermano y con su pelo pelirrojo lleno de sangre y trozos de hormigón. "¿Dónde está mamá? ¿Está bien?". El personal médico intenta calmarla.
Los dos niños sufrieron heridas leves y pudieron encontrar a sus padres. El padre llegó al hospital seguido del abuelo que, asustado, lloraba con la cara cubierta de polvo.
Poco después, la madre, Fayha, fue rescatada de entre los escombros y trasladada al hospital. Después de darle puntos de sutura y de envolverla con una manta, la condujeron junto a su familia.
En una pequeña habitación de la primera planta, Mohamed, un médico de 25 años, atiende a un combatiente al que cose con puntos de sutura en el brazo.
"Hace un mes que estoy aquí. Trabajo cuatro días seguidos a tiempo completo para curar a todo el mundo", explica. "Es difícil, pero creo que es un deber, una obligación humanitaria".
En este edificio, que ya fue bombardeado cuatro veces, únicamente pueden aplicarse puntos de sutura, realizarse transfusiones de sangre y radiografías. Los heridos graves son derivados a Turquía, país vecino que apoya a los rebeldes.
La mayoría de los pisos superiores del hospital no pueden utilizarse: los obuses destruyeron varias habitaciones y el riesgo de ataques confina al personal a las dos primeras plantas y al sótano.
En la primera planta, un grupo de hombres llega corriendo. Traen a dos niños pequeños y a un bebé con el pecho y la cabeza recubiertos de polvo blanco.
El combatiente se levanta de la cama para dejar sitio a uno de los niños, Mohamed, de 4 años.
El niño llora mientras las enfermeras le limpian la sangre del cuello y le rapan una parte de la cabeza. Otro cohete lanzado por un helicóptero del ejército le ha causado una herida en la cabeza.
"Sé valiente, eres un hombre, no debes llorar", le dice amablemente un combatiente, mientras que mechones de pelo caen sobre las rodillas del niño.
En otra cama, Walid, de 11 años, se retuerce de dolor mientras los enfermeros le examinan. Una bomba explotó cerca de él, causándole una profunda herida en el pecho.
"Quiero agua, quiero agua", grita. Varios hombres se dan la vuelta para esconder sus lágrimas.
Abu Mohamed, el farmacéutico del hospital, permanece tranquilo: "Nos bombardean todos los días y la mayoría de la gente que curamos aquí son civiles, mujeres y niños. Los ruidos de las explosiones y los gritos se han convertido en algo normal para nosotros".
Este hombre de 28 años trabajaba en una clínica clandestina de los rebeldes, en una pequeña localidad cercana a Anadane, antes de trasladarse a este hospital de Alepo, cuando hace un mes los combates se intensificaron.
"Es mi manera de ayudar a la revolución", asegura.
Un hombre sirio sentado en el suelo cerca de una sala de operaciones del hospital de Alepo, conflictiva ciudad en el norte de Siria, el viernes 24 de agosto, donde los médicos y enfermeros desafían a las bombas para seguir curando.