OPINIÓN / Assange, entre la política y el derecho
Javier Roldán Barbero, El País
La inviolabilidad de las misiones diplomáticas es de las figuras más antiguas, aceptadas y conocidas del Derecho internacional. Ha sobrevivido, por tanto, al paso del tiempo y a los consiguientes cambios y divisiones políticos en la sociedad internacional. Los términos de la Convención de Viena de 1961 que regula las relaciones diplomáticas son, a este propósito, categóricos: “Los agentes del Estado receptor no podrán penetrar en ellos (los locales diplomáticos) sin consentimiento del jefe de la misión”.
Precisamente, el consenso universal que concita la inviolabilidad de las legaciones diplomáticas hace que los atropellos a este principio se entiendan como patologías graves del orden internacional: recuérdese el episodio de la Embajada de España en Guatemala, en 1984, o de la Embajada y consulados de Estados Unidos en Irán, en 1979. Conviene precisar, empero, que la inviolabilidad no se fundamenta, como se hizo en el pasado, en la ficción de la extraterritorialidad —según la cual la Embajada ecuatoriana en Londres sería un trozo de soberanía del país andino en suelo británico—, sino que su razón de ser se encuentra en la dignidad, independencia e igualdad entre los Estados. La advertencia inicial de las autoridades británicas de aplicar una ley interna de 1987 en detrimento de esta figura internacional supone una barbaridad jurídica y una torpeza política.
De la inviolabilidad de las misiones se deriva otra figura: la del asilo diplomático que no debe confundirse con el asilo territorial, prestado en el propio territorio, y no en los locales diplomáticos del país asilante. En ambos casos se trata de un derecho del Estado y no del individuo, pero el asilo diplomático solo tiene un desarrollo jurídico-internacional en el hemisferio americano, a través de la Convención de Caracas de 1954. En ella hay dos principios clave: la calificación del delito, como común o político, la realiza el Estado protector; y, por otra parte, el Estado perseguidor ha de proveer un salvoconducto para el abandono tranquilo del país por parte del prófugo.
Los países europeos han rechazado de siempre el asilo diplomático en estos términos. En consecuencia, el abogado Garzón no podrá sostener la universalidad de este régimen como lo hizo, encomiablemente, como juez a propósito del procesamiento por graves violaciones de los derechos humanos. De ahí que la situación esté enmarañada: el Reino Unido no está obligado a proporcionar el salvoconducto, ni Ecuador a expulsar de su Embajada londinense al fundador de Wikileaks. De hecho, la postura británica está hipotecada por el ánimo de no humillar su sistema político, y el de Suecia, y de no sentar un inquietante precedente de que los prófugos de la justicia encuentren acomodo y, más tarde, impunidad en un tercer Estado amigo.
Desde luego, sorprende (o no, según se vea) la coincidencia en el tiempo del estallido del caso Wikileaks con la imputación de delitos comunes, y nada dignos de benevolencia, por parte de Suecia, un Estado con pedigrí democrático, contra Assange. Pero la actitud de Ecuador puede ser tildada, cuando menos, de poco diplomática, al poner en entredicho las garantías judiciales de un Estado de Derecho (aunque ninguna democracia, claro, es enteramente democrática). La actitud choca más si consideramos que Ecuador y sus socios bolivarianos dejan mucho que desear precisamente en cuanto a la libertad de prensa. Hay que dar ejemplo antes de dar lecciones, pero es evidente que nos encontramos con una disputa geoestratégica, más allá y por encima de lo jurídico.
La situación de Estados Unidos: aunque no ha pedido aún la extradición, tiene cargos contra el ciberactivista y es muy probable que reclame, esta vez por los delitos de espionaje y asimilados, a Assange. Es evidente que esos cargos y los precedentes judiciales norteamericanos (piénsese en los abusos en Guantánamo que los papeles de Wikileaks dieron a la luz pública) suscitan algunas dudas sobre la transparencia y ecuanimidad del proceso. Precisamente, los papeles del Departamento de Estado confirman el abuso de la marca “clasificado” y de las cloacas que tienen las democracias más acreditadas. Es importante, con todo, señalar que la normativa interna europea y el tratado de la UE con Estados Unidos en materia de extradición prohibirían a Suecia entregar a la justicia de aquel país a Assange sin las debidas garantías (por supuesto, la posibilidad de imponerle la pena capital estaría descartada).
Por consiguiente, nos encontramos ante una controversia que puede ser resuelta en términos jurídicos y judiciales. El Derecho debe ser, en todo caso, blandido con propiedad como elemento de racionalidad y objetividad, incluso de las opiniones individuales de cada cual. Sin embargo, todo apunta a una solución política, basada preferiblemente en la negociación directa entre las partes, que sea discreta (¡Wikileaks no ha acabado con la diplomacia encubierta!) y que no arroje ningún vencido ni humillado. Es verdad que la situación actual no es sostenible por mucho tiempo: ni para los Estados implicados, ni para la atención informativa —fugaz en estos tiempos que corren— ni para el propio Julian Assange, que puede temer que su situación en un hábitat poco confortable se cronifique, y se olvide, pensando, por ejemplo, en el precedente del cardenal Mindszenty, que permaneció en la Embajada de EE UU en Budapest durante la friolera de 15 años…
La inviolabilidad de las misiones diplomáticas es de las figuras más antiguas, aceptadas y conocidas del Derecho internacional. Ha sobrevivido, por tanto, al paso del tiempo y a los consiguientes cambios y divisiones políticos en la sociedad internacional. Los términos de la Convención de Viena de 1961 que regula las relaciones diplomáticas son, a este propósito, categóricos: “Los agentes del Estado receptor no podrán penetrar en ellos (los locales diplomáticos) sin consentimiento del jefe de la misión”.
Precisamente, el consenso universal que concita la inviolabilidad de las legaciones diplomáticas hace que los atropellos a este principio se entiendan como patologías graves del orden internacional: recuérdese el episodio de la Embajada de España en Guatemala, en 1984, o de la Embajada y consulados de Estados Unidos en Irán, en 1979. Conviene precisar, empero, que la inviolabilidad no se fundamenta, como se hizo en el pasado, en la ficción de la extraterritorialidad —según la cual la Embajada ecuatoriana en Londres sería un trozo de soberanía del país andino en suelo británico—, sino que su razón de ser se encuentra en la dignidad, independencia e igualdad entre los Estados. La advertencia inicial de las autoridades británicas de aplicar una ley interna de 1987 en detrimento de esta figura internacional supone una barbaridad jurídica y una torpeza política.
De la inviolabilidad de las misiones se deriva otra figura: la del asilo diplomático que no debe confundirse con el asilo territorial, prestado en el propio territorio, y no en los locales diplomáticos del país asilante. En ambos casos se trata de un derecho del Estado y no del individuo, pero el asilo diplomático solo tiene un desarrollo jurídico-internacional en el hemisferio americano, a través de la Convención de Caracas de 1954. En ella hay dos principios clave: la calificación del delito, como común o político, la realiza el Estado protector; y, por otra parte, el Estado perseguidor ha de proveer un salvoconducto para el abandono tranquilo del país por parte del prófugo.
Los países europeos han rechazado de siempre el asilo diplomático en estos términos. En consecuencia, el abogado Garzón no podrá sostener la universalidad de este régimen como lo hizo, encomiablemente, como juez a propósito del procesamiento por graves violaciones de los derechos humanos. De ahí que la situación esté enmarañada: el Reino Unido no está obligado a proporcionar el salvoconducto, ni Ecuador a expulsar de su Embajada londinense al fundador de Wikileaks. De hecho, la postura británica está hipotecada por el ánimo de no humillar su sistema político, y el de Suecia, y de no sentar un inquietante precedente de que los prófugos de la justicia encuentren acomodo y, más tarde, impunidad en un tercer Estado amigo.
Desde luego, sorprende (o no, según se vea) la coincidencia en el tiempo del estallido del caso Wikileaks con la imputación de delitos comunes, y nada dignos de benevolencia, por parte de Suecia, un Estado con pedigrí democrático, contra Assange. Pero la actitud de Ecuador puede ser tildada, cuando menos, de poco diplomática, al poner en entredicho las garantías judiciales de un Estado de Derecho (aunque ninguna democracia, claro, es enteramente democrática). La actitud choca más si consideramos que Ecuador y sus socios bolivarianos dejan mucho que desear precisamente en cuanto a la libertad de prensa. Hay que dar ejemplo antes de dar lecciones, pero es evidente que nos encontramos con una disputa geoestratégica, más allá y por encima de lo jurídico.
La situación de Estados Unidos: aunque no ha pedido aún la extradición, tiene cargos contra el ciberactivista y es muy probable que reclame, esta vez por los delitos de espionaje y asimilados, a Assange. Es evidente que esos cargos y los precedentes judiciales norteamericanos (piénsese en los abusos en Guantánamo que los papeles de Wikileaks dieron a la luz pública) suscitan algunas dudas sobre la transparencia y ecuanimidad del proceso. Precisamente, los papeles del Departamento de Estado confirman el abuso de la marca “clasificado” y de las cloacas que tienen las democracias más acreditadas. Es importante, con todo, señalar que la normativa interna europea y el tratado de la UE con Estados Unidos en materia de extradición prohibirían a Suecia entregar a la justicia de aquel país a Assange sin las debidas garantías (por supuesto, la posibilidad de imponerle la pena capital estaría descartada).
Por consiguiente, nos encontramos ante una controversia que puede ser resuelta en términos jurídicos y judiciales. El Derecho debe ser, en todo caso, blandido con propiedad como elemento de racionalidad y objetividad, incluso de las opiniones individuales de cada cual. Sin embargo, todo apunta a una solución política, basada preferiblemente en la negociación directa entre las partes, que sea discreta (¡Wikileaks no ha acabado con la diplomacia encubierta!) y que no arroje ningún vencido ni humillado. Es verdad que la situación actual no es sostenible por mucho tiempo: ni para los Estados implicados, ni para la atención informativa —fugaz en estos tiempos que corren— ni para el propio Julian Assange, que puede temer que su situación en un hábitat poco confortable se cronifique, y se olvide, pensando, por ejemplo, en el precedente del cardenal Mindszenty, que permaneció en la Embajada de EE UU en Budapest durante la friolera de 15 años…
Javier Roldán Barbero es catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad de Granada.