La guerra llega a las zonas cristianas de Damasco
El miedo a las represalias obliga a los habitantes a representar una falsa normalidad
Ana Carbajosa
Jerusalén, El País
Los combates entre rebeldes y soldados del Ejército sirio han llegado por primera vez desde el inicio de la revuelta al corazón cristiano de Damasco. El fuego cruzado entre oficialistas y opositores se instaló en las inmediaciones de Bab Sharqui, una de las puertas de la ciudad vieja, según ha confirmado este miércoles una vecina del barrio. “En la madrugada hubo problemas por primera vez, pero ahora ya se ha calmado”, confirma por teléfono bajo el anonimato. El Observatorio sirio de los derechos humanos informó de que un soldado murió durante los primeros choques en el pintoresco centro de Damasco, donde las manifestaciones de apoyo al régimen han reemplazado a los turistas desde el inicio de la revolución.
La situación en Damasco es tremendamente volátil. Hay barrios en los que los combates mantienen a los vecinos encerrados en casa. Hay otros, en los que los que el fuego cruzado es intermitente y cambia según el día, y por último los hay en los que la gente acude a su puesto de trabajo, frecuenta cafés y habla del tiempo. Pero en todos el miedo que se respira es atroz y la población siente que su vida corre peligro. La diferencia la marcan los esfuerzos del régimen por ofrecer una imagen de pseudonormalidad, que en ocasiones tiende más bien a la surrealidad.
Vecinos de Damasco y antiguos residentes ahora autoexiliados describen en conversaciones telefónicas medio cifradas, cómo es la vida en la capital del país que ya ha cumplido 16 meses de un conflicto que, según los cálculos de la oposición, se ha llevado por delante la vida de 20.000 sirios.
Cuentan que hay zonas que parecen más bien un gran escenario lleno de actores que hacen como que viven una vida normal. Que salen a trabajar, que abren sus tiendas y que incluso ven a los amigos. Son la minoría y o bien tienden a asociarse con el régimen o bien sus movimientos obedecen a supuestas coacciones. La mayoría, sin embargo, sale lo justo de casa para hacer acopio de alimentos y de combustible y poco más.
Los funcionarios y trabajadores de empresas públicas se sienten obligados a salir a trabajar, aunque piensen que se la juegan a diario, camino de la oficina. No sólo temen perder el salario si se quedan en casa. Sobre todo, quieren evitar levantar sospechas ante el régimen, que acusa a los absentistas de pertenecer a la oposición o de complicidad con los rebeldes. Estas acusaciones constituyen como mínimo motivo de despido, según la nueva legislación. Como máximo, las sospechas pueden acabar en una detención y posterior desaparición.
Un habitante de Damasco, que tampoco quiere que aparezca su nombre, tiene que atravesar hasta 16 controles militares cada mañana para ir a trabajar. En los puestos, examinan su documentación. Ha nacido en Damasco y eso le medio salva. Los que en el carné indica que han nacido en alguna localidad en la que los rebeldes han avanzado posiciones, lo tienen bastante más complicado. Su hijo pequeño, no ha cruzado la puerta de su casa desde hace semanas, cuando empezaron las vacaciones escolares. A sus padres les da pavor que salga a la calle.
Los tenderos sufren coacciones parecidas. Si cierran su establecimiento, los hombres del régimen –policía y shabiha- les rompen los candados y dejan vía libre a los saqueadores. Es una manera de hacerles abrir a diario, de obligarles a desempeñar su papel de figurantes en el gran teatro de Damasco y de paso de tratar de impedir que secunden las sucesivas huelgas. Contra muchos pronósticos, los paros han tenido cierto éxito en las últimas semanas.
Entre la población cunde el miedo a los bombardeos, los ataques con coche bomba, las redadas masivas y al fuego cruzado entre rebeldes y Ejército, como el que ayer llegó hasta la ciudad vieja de Damasco. Pero también cunde el pavor a las delaciones y a los informantes del régimen, que los damascenos sienten que están por todas partes. El miedo les lleva a hablar en clave incluso con sus familiares, cuando se comunican por Skype. Están convencidos de que el Gobierno es capaz de interceptar todas las comunicaciones. “Uf, hace mucho calor”, es por ejemplo una frase típica para referirse a que la cosa se complica en el barrio. “Parece que por la tarde va a subir la temperatura”, pronostican. Ó “sí, ayer vinieron los verduleros cargados y vendieron mucho”, para explicar que llegaron los soldados y efectuaron detenciones en masa.
“Durante cuatro décadas, el régimen se ha construido sobre el miedo al otro. Sobre la idea de que sólo el partido Baaz es capaz de evitar el caos y proporcionar estabilidad”, explica desde Londres Nadim Shehadi, experto de la Chatham House. Y añade: “La mujabarat ha trabajado duro para implantar el miedo. Todo el mundo informa sobre todo el mundo. Hay mucho miedo acumulado”.
Un activista que vive en Damasco y que se hace llamar Abu Ubada se atreve a hablar porque dice que ha roto la barrera del miedo. Aun así, toma precauciones. Funciona con numerosas identidades virtuales y se comunica desde cibercafés; nunca desde su ordenador personal para no dejar huella. Su barrio, en el sur de Damasco, es de los peligrosos. Allí la gente sale a comprar de noche, camuflada entre la oscuridad de las callejuelas. “El partido [gubernamental] Baaz, tiene ojos en todas partes. Pagan a muchísima gente para que espíe y hagan listas negras. En cada edificio hay dos o tres espías”, cuenta. Los hombres entre 18 y 40 años son los que más peligro corren; pueden ser detenidos en cualquier momento.
Pero por mucho que el régimen se esfuerce por disfrazar la realidad y ofrecer una imagen de normalidad, hay síntomas más allá de las balas, que indican que el conflicto armado es una realidad innegable también en la capital. Los precios de los alimentos se han disparado y algunos productos ya escasean. El butano por ejemplo se ha convertido en un preciado tesoro. Las grandes colas ante las gasolineras y los prolongadísimos cortes de luz son también síntomas inequívocos de que Siria y su capital están en guerra.