Alemania se enroca frente a Europa
Berlín se niega a transigir con Grecia y con las ‘soluciones fáciles’ a la crisis europea
La falta de impulso político en Bruselas anticipa semanas de tensión
Claudi Pérez
Bruselas, El País
Davos, enero de 2008. La economía mundial se recupera del susto que el verano anterior había dado el estallido de la crisis en EE UU. Casi nadie vislumbra entonces el peligro que queda por delante. Dos economistas, Ken Rogoff —de Harvard— y Wim Buiter —de Citigroup— vaticinan durante esos días que la crisis bancaria se transformará en una crisis económica de gran magnitud, de esas que se dan una vez en un siglo. Y que después llegará una fenomenal crisis de deuda. Auguran que EE UU capeará el temporal porque su banco central hará todo lo necesario —tirar dinero desde un helicóptero, si es preciso—, mientras que Europa se hundirá en un lodazal, víctima de un Eurobanco incapaz de saltarse el libro de reglas, lastrada por dogmas —una crisis económica que es también ideológica—, por una toma de decisiones diabólicamente ineficaz, por el fantasma de un gobierno económico ausente, incapaz de dar una respuesta a la altura de lo que espera el mundo. “Eso llevará a la UE a un momento decisivo, en el que al final el país líder, Alemania, tendrá que decidir si quiere salvar el euro”, decía Rogoff por aquel entonces. “Ese momento ha llegado”, asegura ahora por teléfono desde Nueva York.
Ni Rogoff ni Buiter citaban en 2008 a Bruselas como un actor decisivo en la resolución de esa crisis existencial que está delante de las narices de Grecia, y probablemente de España e Italia. Europa no es la que era: las instituciones europeas pierden prestigio en el mundo, la UE se fragmenta en subgrupos —en esa tendencia preocupante a una cierta renacionalización de la política— y el euro no sirve en este momento de impulso a ninguna parte. La Comisión Europea “lleva años marginada, ya sea por el tándem Merkozy o por su propia inacción, incapaz de convertirse en el motor que saque al continente de la crisis”, sostienen fuentes diplomáticas.
Pese el renovado impulso de Francia, la respuesta a ese rompecabezas que es la crisis del euro y su inminente próximo capítulo, las elecciones en Grecia, hay que buscarla en Berlín. El método germánico ha impuesto a Europa austeridad a rajatabla. Simplificando mucho, dos años después el resultado es la posibilidad de una fractura por el flanco más débil, Grecia o, por dos eslabones infinitamente más preocupantes, España e Italia. Más aislada que nunca, ¿cabe esperar un cambio de rumbo en Alemania?
A día de hoy, no. Lejos de dudar, Alemania se siente fuerte, incluso se ha destapado con una retórica cada vez más desafiante. Se ha enrocado en un relato basado en la tenaz insistencia de convertir la crisis en una fábula moral, en la que solo caben sacrificios para los pecadores, para quienes incumplen las reglas, para quienes —como los españoles— han vivido por encima de sus posibilidades.
Berlín insta a no caricaturizar la posición alemana, a no despachar ese país que se toma muy en serio la cuestión europea con un cliché esquematizado. Hay numerosas razones que justifican el examen alemán de la situación, y es cierto que Alemania se muestra intratable porque se aplicó a sí misma esa cura de recortes y reformas. Y quizá si la sangre llega al río Merkel dé un volantazo que evite que el euro salte por los aires. Pero, de momento, las negativas —a suavizar el rescate a Grecia, a que el BCE compre deuda, a los eurobonos— resuenan como latigazos. Merkel y el presidente francés, François Hollande, conversaron ayer tras una tensa semana, en la que la canciller atacó con dureza las propuestas europeas del Elíseo. No hubo avances destacables.
Europa y Alemania siguen empeñándose en desafiar a los dioses. Con una pieza de teatro en tres actos, nada menos. El telón se abre el domingo con el psicodrama de Atenas: la tensión está asegurada gane quien gane, pero sobre todo si nadie gana. Ese primer acto puede acabar relativamente bien (semanas de presión para que al final Europa renegocie suavemente el rescate) o rematadamente mal, si Berlín cumple sus amenazas y decide cortarle el grifo a Atenas: Europa seguiría su camino porque lleva meses preparándose para escapar más o menos airosa, y dejaría al país en una depresión.
El segundo acto puede empezar en un par de semanas, en la cumbre del 28 de junio, de la que solo se esperan medidas cosméticas o, a lo peor, una escenificación de la fractura entre Berlín y París. O podría desencadenarse en el ya casi tradicional agosto caótico, con los mercados en llamas. Ese segundo capítulo se jugará en Italia y sobre todo en España, con su fracasado rescate bancario, que ha traído un estado de opinión que conduce hacia la intervención, hacia un rescate total. En su agonía, España arrastraría a Italia en su caída, según los análisis más agoreros (que últimamente parecen los más certeros). Los dos países suponen una cuarta parte del PIB del euro y sus sistemas bancarios suman ocho billones de euros, 20 veces el tamaño de Lehman: como en 2008, hay un serio problema de gestión de la crisis y de minusvaloración de los riesgos.
Italia y España dejarían a Europa a las puertas de un big bang. “Berlín podría optar entonces por una salida constructiva, con los eurobonos y un BCE a la americana, o por la destructiva: dejar que el Sur se hunda”, según fuentes europeas. No todo está perdido: la disolución del euro tendría un impacto terrible, desestabilizaría los bancos, originaría una gran depresión y probablemente un aumento drástico de los controles de capital y el proteccionismo, extendería el populismo xenófobo, esas cosas. Berlín es perfectamente consciente de los peligros. Y de que, si algo falla, se echará la culpa a Merkel.
Europa se juega su imagen a ojos de los europeos. La crisis económica ha desencadenado una crisis de desconfianza en los beneficios de la Unión y en la calidad de sus líderes, según un informe del Instituto Pew. Europa se juega también su credibilidad ante el resto del mundo. Y Berlín reconoce también que su prestigio está en juego. “Estamos en medio de un debate sobre cuánto nos cuesta Europa en lugar de poner el foco en lo mucho que hemos conseguido”, apunta en Berlín el titular de Exteriores alemán, Guido Westerwelle.
El euro y la UE, en efecto, han avanzado mucho: a trompicones, con una inacabable sucesión de cumbres aparentemente inanes y en medio de esa sensación de que Europa es un mamut sin capacidad de reacción, el proyecto europeo ha progresado. Siempre al borde del abismo, el edificio europeo se ha reformado.
No lo suficiente: el precipicio está, una vez más, muy cerca. Pero puede esperar. Las numerosas profecías sobre el final del euro han sido siempre una completa exageración. Las grandes crisis suelen ser catalizadores de grandes saltos históricos: cabe esperar que, una vez más, Europa y Alemania reaccionen en el último minuto. Aunque el miedo está ahí. “Temo el poder de Alemania menos de lo que estoy empezando a temer su inactividad”, decía el pasado noviembre el ministro de Asuntos Exteriores polaco, Radek Sikorsi, en Berlín. “Escuchen a ese Sikorski”, aconseja Rogoff al otro lado del teléfono.
La falta de impulso político en Bruselas anticipa semanas de tensión
Claudi Pérez
Bruselas, El País
Davos, enero de 2008. La economía mundial se recupera del susto que el verano anterior había dado el estallido de la crisis en EE UU. Casi nadie vislumbra entonces el peligro que queda por delante. Dos economistas, Ken Rogoff —de Harvard— y Wim Buiter —de Citigroup— vaticinan durante esos días que la crisis bancaria se transformará en una crisis económica de gran magnitud, de esas que se dan una vez en un siglo. Y que después llegará una fenomenal crisis de deuda. Auguran que EE UU capeará el temporal porque su banco central hará todo lo necesario —tirar dinero desde un helicóptero, si es preciso—, mientras que Europa se hundirá en un lodazal, víctima de un Eurobanco incapaz de saltarse el libro de reglas, lastrada por dogmas —una crisis económica que es también ideológica—, por una toma de decisiones diabólicamente ineficaz, por el fantasma de un gobierno económico ausente, incapaz de dar una respuesta a la altura de lo que espera el mundo. “Eso llevará a la UE a un momento decisivo, en el que al final el país líder, Alemania, tendrá que decidir si quiere salvar el euro”, decía Rogoff por aquel entonces. “Ese momento ha llegado”, asegura ahora por teléfono desde Nueva York.
Ni Rogoff ni Buiter citaban en 2008 a Bruselas como un actor decisivo en la resolución de esa crisis existencial que está delante de las narices de Grecia, y probablemente de España e Italia. Europa no es la que era: las instituciones europeas pierden prestigio en el mundo, la UE se fragmenta en subgrupos —en esa tendencia preocupante a una cierta renacionalización de la política— y el euro no sirve en este momento de impulso a ninguna parte. La Comisión Europea “lleva años marginada, ya sea por el tándem Merkozy o por su propia inacción, incapaz de convertirse en el motor que saque al continente de la crisis”, sostienen fuentes diplomáticas.
Pese el renovado impulso de Francia, la respuesta a ese rompecabezas que es la crisis del euro y su inminente próximo capítulo, las elecciones en Grecia, hay que buscarla en Berlín. El método germánico ha impuesto a Europa austeridad a rajatabla. Simplificando mucho, dos años después el resultado es la posibilidad de una fractura por el flanco más débil, Grecia o, por dos eslabones infinitamente más preocupantes, España e Italia. Más aislada que nunca, ¿cabe esperar un cambio de rumbo en Alemania?
A día de hoy, no. Lejos de dudar, Alemania se siente fuerte, incluso se ha destapado con una retórica cada vez más desafiante. Se ha enrocado en un relato basado en la tenaz insistencia de convertir la crisis en una fábula moral, en la que solo caben sacrificios para los pecadores, para quienes incumplen las reglas, para quienes —como los españoles— han vivido por encima de sus posibilidades.
Berlín insta a no caricaturizar la posición alemana, a no despachar ese país que se toma muy en serio la cuestión europea con un cliché esquematizado. Hay numerosas razones que justifican el examen alemán de la situación, y es cierto que Alemania se muestra intratable porque se aplicó a sí misma esa cura de recortes y reformas. Y quizá si la sangre llega al río Merkel dé un volantazo que evite que el euro salte por los aires. Pero, de momento, las negativas —a suavizar el rescate a Grecia, a que el BCE compre deuda, a los eurobonos— resuenan como latigazos. Merkel y el presidente francés, François Hollande, conversaron ayer tras una tensa semana, en la que la canciller atacó con dureza las propuestas europeas del Elíseo. No hubo avances destacables.
Europa y Alemania siguen empeñándose en desafiar a los dioses. Con una pieza de teatro en tres actos, nada menos. El telón se abre el domingo con el psicodrama de Atenas: la tensión está asegurada gane quien gane, pero sobre todo si nadie gana. Ese primer acto puede acabar relativamente bien (semanas de presión para que al final Europa renegocie suavemente el rescate) o rematadamente mal, si Berlín cumple sus amenazas y decide cortarle el grifo a Atenas: Europa seguiría su camino porque lleva meses preparándose para escapar más o menos airosa, y dejaría al país en una depresión.
El segundo acto puede empezar en un par de semanas, en la cumbre del 28 de junio, de la que solo se esperan medidas cosméticas o, a lo peor, una escenificación de la fractura entre Berlín y París. O podría desencadenarse en el ya casi tradicional agosto caótico, con los mercados en llamas. Ese segundo capítulo se jugará en Italia y sobre todo en España, con su fracasado rescate bancario, que ha traído un estado de opinión que conduce hacia la intervención, hacia un rescate total. En su agonía, España arrastraría a Italia en su caída, según los análisis más agoreros (que últimamente parecen los más certeros). Los dos países suponen una cuarta parte del PIB del euro y sus sistemas bancarios suman ocho billones de euros, 20 veces el tamaño de Lehman: como en 2008, hay un serio problema de gestión de la crisis y de minusvaloración de los riesgos.
Italia y España dejarían a Europa a las puertas de un big bang. “Berlín podría optar entonces por una salida constructiva, con los eurobonos y un BCE a la americana, o por la destructiva: dejar que el Sur se hunda”, según fuentes europeas. No todo está perdido: la disolución del euro tendría un impacto terrible, desestabilizaría los bancos, originaría una gran depresión y probablemente un aumento drástico de los controles de capital y el proteccionismo, extendería el populismo xenófobo, esas cosas. Berlín es perfectamente consciente de los peligros. Y de que, si algo falla, se echará la culpa a Merkel.
Europa se juega su imagen a ojos de los europeos. La crisis económica ha desencadenado una crisis de desconfianza en los beneficios de la Unión y en la calidad de sus líderes, según un informe del Instituto Pew. Europa se juega también su credibilidad ante el resto del mundo. Y Berlín reconoce también que su prestigio está en juego. “Estamos en medio de un debate sobre cuánto nos cuesta Europa en lugar de poner el foco en lo mucho que hemos conseguido”, apunta en Berlín el titular de Exteriores alemán, Guido Westerwelle.
El euro y la UE, en efecto, han avanzado mucho: a trompicones, con una inacabable sucesión de cumbres aparentemente inanes y en medio de esa sensación de que Europa es un mamut sin capacidad de reacción, el proyecto europeo ha progresado. Siempre al borde del abismo, el edificio europeo se ha reformado.
No lo suficiente: el precipicio está, una vez más, muy cerca. Pero puede esperar. Las numerosas profecías sobre el final del euro han sido siempre una completa exageración. Las grandes crisis suelen ser catalizadores de grandes saltos históricos: cabe esperar que, una vez más, Europa y Alemania reaccionen en el último minuto. Aunque el miedo está ahí. “Temo el poder de Alemania menos de lo que estoy empezando a temer su inactividad”, decía el pasado noviembre el ministro de Asuntos Exteriores polaco, Radek Sikorsi, en Berlín. “Escuchen a ese Sikorski”, aconseja Rogoff al otro lado del teléfono.