ANÁLISIS / ¿Al fin un cambio de rumbo en Europa?
La amenaza de una ruptura del euro alumbra una alternativa a la austeridad
Claudi Pérez
Bruselas, El País
Todo empezó en Grecia, y casi todo sigue exactamente en el mismo sitio. A finales de 2009, apenas un año después de la quiebra de Lehman Brothers, el primer ministro socialista griego, Yorgos Papandreu, confesó que Atenas había engañado a Europa con su déficit y detonó la crisis fiscal europea. La crisis financiera internacional, que empezaba a dejar cadáveres en la economía real (paro, recesión y explosión de burbujas inmobiliarias) se metamorfoseó en Europa en una crisis fiscal morrocotuda.
Los intereses de la deuda empezaron a subir en los países con más dificultades o peor hoja de servicios. Los mercados, que durante 10 años habían dictaminado que el riesgo asociado a Grecia, a España y a Alemania era parecido, se despertaron de repente y provocaron un vendaval en las primas de riesgo. Alemania se resistía a aprobar rescates para los países con problemas, empezando por Grecia, por tres motivos: la cláusula de no rescate incluida en los tratados; las presiones internas, con ese mensaje duro contra los pecadores griegos que tan rápido caló en parte de la opinión pública, y el dogmatismo ideológico, por el que los países que habían gastado más de la cuenta tenían que seguir el modelo de rigor y ajustes que ha caracterizado a la economía alemana los últimos 15 años.
Durante la primera década de la moneda común, los dirigentes europeos fueron incapaces de reducir los desequilibrios y de prevenir los riesgos asociados a una moneda única que parecía la panacea, mientras las cosas fueron bien. Una vez se torcieron, la gestión de la crisis, con una acumulación imparable de cumbres inanes en las que los dirigentes se han mostrado incapaces de estabilizar la eurozona y recuperar la confianza de los inversores, transformó lo que inicialmente parecía un incidente periférico en una crisis existencial.
Las cumbres sirvieron para tomar decisiones difíciles. Pero siempre demasiado tarde, siempre con demasiado poco. Y siempre bajo un punto de vista muy ideologizado: la principal razón de la crisis era la indisciplina presupuestaria (y no: eso vale para países como Grecia, pero en otros los problemas fueron otros, casi siempre relacionados con el sistema financiero). La medicina fue y es austeridad a rajatabla aplicada por Alemania a cambio de los rescates. Porque los rescates llegaron: para Grecia (dos veces), para Irlanda y para Portugal. Pero no han conseguido que esos países se asomen a la recuperación. Y esa respuesta chata de la UE ha provocado que los mercados no se fíen de Europa, o que la vean tan débil como para atacar. Algo que no sucede ni en EE UU ni en Reino Unido, con posiciones fiscales peores que las de la eurozona en conjunto.
El euro está en peligro por ese cúmulo de soluciones insuficientes que se han ido aplicando en una sucesión de cumbres como la de hoy. “La sensación de hartazgo, de dar vueltas a los mismos temas como mulas de noria”, explica Juan Ignacio Crespo en Las dos próximas recesiones, reaparece en cada cumbre, donde las más de las veces se llega a acuerdos que no se acaban de materializar, o están pendientes de detalles, o incluso se rectifican a última hora, como el pacto fiscal, al que ahora se quiere añadir un apéndice sobre crecimiento.
Los fondos de rescate (con una potencia de medio billón de euros), las ayudas a los países rescatados, las compras de deuda (tímidas del BCE), la participación del sector privado en Grecia, la coordinación de políticas económicas son avances impensables hace tan solo unos meses, siempre en la misma dirección: más Europa. Con esos avances, sin embargo, estamos en parte como al principio: la crisis griega ya no es financiera o fiscal: es política y se ha convertido en una depresión económica y social que amenaza con romper el euro por abajo. La crisis española ha adoptado otra modalidad: las dudas son sobre las cuentas de los bancos, por los activos basura inmobiliarios que han ido metiendo debajo de la alfombra, y sin respuestas puede provocar un huracán. A todo eso, Europa seguía respondiendo con dogmatismo hasta las elecciones en Francia y en Grecia.
Desde ahí, se vislumbra un cambio de rumbo: Grecia está exhausta y en estas condiciones no quiere seguir; Francia quiere poner sobre la mesa políticas de crecimiento que complementen la muy necesaria austeridad. Todo eso estaba en el menú de la cumbre. Pero ante cada nueva réplica de la crisis hay que volver a la casilla de salida: solo las intervenciones del BCE tienen credibilidad porque implican algo más que palabras. A corto plazo, el BCE puede dar algo de luz a España y Grecia. A medio, Hollande plantea —al fin— políticas expansivas (dentro de lo que cabe) para complementar la austeridad. A largo plazo, la solución son los eurobonos, o la creación de una agencia europea de deuda que implicaría una unión fiscal y política mucho más fuerte. A corto, medio y largo plazo hay que lidiar con el nein de Alemania.
Claudi Pérez
Bruselas, El País
Todo empezó en Grecia, y casi todo sigue exactamente en el mismo sitio. A finales de 2009, apenas un año después de la quiebra de Lehman Brothers, el primer ministro socialista griego, Yorgos Papandreu, confesó que Atenas había engañado a Europa con su déficit y detonó la crisis fiscal europea. La crisis financiera internacional, que empezaba a dejar cadáveres en la economía real (paro, recesión y explosión de burbujas inmobiliarias) se metamorfoseó en Europa en una crisis fiscal morrocotuda.
Los intereses de la deuda empezaron a subir en los países con más dificultades o peor hoja de servicios. Los mercados, que durante 10 años habían dictaminado que el riesgo asociado a Grecia, a España y a Alemania era parecido, se despertaron de repente y provocaron un vendaval en las primas de riesgo. Alemania se resistía a aprobar rescates para los países con problemas, empezando por Grecia, por tres motivos: la cláusula de no rescate incluida en los tratados; las presiones internas, con ese mensaje duro contra los pecadores griegos que tan rápido caló en parte de la opinión pública, y el dogmatismo ideológico, por el que los países que habían gastado más de la cuenta tenían que seguir el modelo de rigor y ajustes que ha caracterizado a la economía alemana los últimos 15 años.
Durante la primera década de la moneda común, los dirigentes europeos fueron incapaces de reducir los desequilibrios y de prevenir los riesgos asociados a una moneda única que parecía la panacea, mientras las cosas fueron bien. Una vez se torcieron, la gestión de la crisis, con una acumulación imparable de cumbres inanes en las que los dirigentes se han mostrado incapaces de estabilizar la eurozona y recuperar la confianza de los inversores, transformó lo que inicialmente parecía un incidente periférico en una crisis existencial.
Las cumbres sirvieron para tomar decisiones difíciles. Pero siempre demasiado tarde, siempre con demasiado poco. Y siempre bajo un punto de vista muy ideologizado: la principal razón de la crisis era la indisciplina presupuestaria (y no: eso vale para países como Grecia, pero en otros los problemas fueron otros, casi siempre relacionados con el sistema financiero). La medicina fue y es austeridad a rajatabla aplicada por Alemania a cambio de los rescates. Porque los rescates llegaron: para Grecia (dos veces), para Irlanda y para Portugal. Pero no han conseguido que esos países se asomen a la recuperación. Y esa respuesta chata de la UE ha provocado que los mercados no se fíen de Europa, o que la vean tan débil como para atacar. Algo que no sucede ni en EE UU ni en Reino Unido, con posiciones fiscales peores que las de la eurozona en conjunto.
El euro está en peligro por ese cúmulo de soluciones insuficientes que se han ido aplicando en una sucesión de cumbres como la de hoy. “La sensación de hartazgo, de dar vueltas a los mismos temas como mulas de noria”, explica Juan Ignacio Crespo en Las dos próximas recesiones, reaparece en cada cumbre, donde las más de las veces se llega a acuerdos que no se acaban de materializar, o están pendientes de detalles, o incluso se rectifican a última hora, como el pacto fiscal, al que ahora se quiere añadir un apéndice sobre crecimiento.
Los fondos de rescate (con una potencia de medio billón de euros), las ayudas a los países rescatados, las compras de deuda (tímidas del BCE), la participación del sector privado en Grecia, la coordinación de políticas económicas son avances impensables hace tan solo unos meses, siempre en la misma dirección: más Europa. Con esos avances, sin embargo, estamos en parte como al principio: la crisis griega ya no es financiera o fiscal: es política y se ha convertido en una depresión económica y social que amenaza con romper el euro por abajo. La crisis española ha adoptado otra modalidad: las dudas son sobre las cuentas de los bancos, por los activos basura inmobiliarios que han ido metiendo debajo de la alfombra, y sin respuestas puede provocar un huracán. A todo eso, Europa seguía respondiendo con dogmatismo hasta las elecciones en Francia y en Grecia.
Desde ahí, se vislumbra un cambio de rumbo: Grecia está exhausta y en estas condiciones no quiere seguir; Francia quiere poner sobre la mesa políticas de crecimiento que complementen la muy necesaria austeridad. Todo eso estaba en el menú de la cumbre. Pero ante cada nueva réplica de la crisis hay que volver a la casilla de salida: solo las intervenciones del BCE tienen credibilidad porque implican algo más que palabras. A corto plazo, el BCE puede dar algo de luz a España y Grecia. A medio, Hollande plantea —al fin— políticas expansivas (dentro de lo que cabe) para complementar la austeridad. A largo plazo, la solución son los eurobonos, o la creación de una agencia europea de deuda que implicaría una unión fiscal y política mucho más fuerte. A corto, medio y largo plazo hay que lidiar con el nein de Alemania.