La Revolución transformó a Bolivia de una republiqueta en un Estado Nacional con vocación de modernidad

Carlos Antonio Carrasco, La Razón
Para los bolivianos que no hubiesen vivido en la Bolivia feudal anterior a la Revolución del 9 de abril, será difícil imaginar la ruta cotidiana en una sociedad vertical de explotadores y explotados.

Los barones del estaño Patiño, Hoschild y Aramayo fueron los astutos titiriteros; y sus epígonos criollos, las marionetas que fungían como presidentes, ministros, senadores, diputados, alcaldes, diplomáticos entreguistas y generales que se acomodaban en el reparto de la comedia ciudadana, representando por igual a republicanos o liberales, ambos muñidos de confusa información ideológica. Una pigmentocracia aceptada resignadamente casi como una fatalidad por indígenas y mestizos. Se distribuía el pan presupuestario y las migajas de sobornos y comisiones, en grotesca piñata, legalizada por elecciones amañadas en el marco del voto calificado en el que carecían de tal derecho las mujeres, los campesinos analfabetos y los pobres de solemnidad.

Mandaban en el país quienes componían la rosca, una argolla impenetrable reservada a aquella plutocracia blancoide, remedo de burguesía kitch, avara de intelecto, sumisa con los de arriba y déspota con los cholos y los indios.

Las épicas jornadas que se iniciaron el miércoles 9 de abril, en plena Semana Santa, se incubaron días antes, particularmente el 23 de marzo, Día del Mar, cuando los estudiantes de secundaria desfilamos ante la tribuna oficial en la plaza Abaroa, mostrando ostensiblemente el culo a los miembros de la Junta Militar, en señal de repudio por el mamertazo del 16 de mayo de 1951, en que se incautaron del gobierno, en franco desconocimiento de la voluntad popular que diez días antes había elegido al binomio movimientista Paz Estenssoro-Siles Zuazo. Las instalaciones de la Universidad Mayor de San Andrés se convirtieron en el cuartel general de los insurgentes y sus ventanales en trincheras encubiertas de caza a los guardianes del sexenio.

Quinientos muertos y 3.000 heridos fue el saldo de tres días de lucha heroica, en la cual fabriles, mineros, carabineros y estudiantes derrotamos al ejército oligárquico comandado por generales lambiscones y oficiales de prudente cobardía y mala puntería.

Con el aparato militar opresor letalmente destruido, Hernán Siles trepó a los balcones del Palacio Quemado y arengó al pueblo, blandiendo la “V” de una victoria que, en el ejercicio omnímodo del poder, nacionalizó las minas, decretó la reforma agraria, instituyó el voto universal, adelantó la reforma educacional y promovió la diversificación económica. Rodeado de dictaduras reaccionarias y acosado por el imperialismo en el fulgor de la Guerra fría que alentaba amagos de golpes, de sediciones y de embargos, despegó la Revolución Nacional que aplastó a la rosca minero-feudal y transformó a Bolivia de una republiqueta en un Estado Nacional con vocación de modernidad. Doce años de crecimiento sostenido y de expansión del bienestar social para todos fueron truncados el 4 de noviembre de 1964 por el Pentágono y su artesano militar, el general René Barrientos Ortuño.

Reflexionando con el retrovisor histórico, creo que fue un grave error político hacer una revolución para los indios y no con los indios. Sin embargo, 60 años después, se constata que sin la Revolución Nacional difícilmente podría haberse vislumbrado la insurgencia de Evo Morales, ni la instauración de un Estado Plurinacional.

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