Kissinger ya estaba allí
Lluís Bassets
Estuvieron hablando una hora entera en un pequeño pabellón dentro del complejo presidencial. Mao Zedong, de 79 años, estaba ya muy enfermo. Al presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, de 59, le acompañaban su consejero de Seguridad y sigiloso artífice del viaje, Henry Kissinger, y el asistente de este último, Winston Lord. Al chino, su primer ministro Zhou Enlai y su intérprete personal, Tang Wensheng, Nancy para los americanos, la única persona que iba traduciendo las palabras de uno y de otro.
Las frases que se cruzaron fueron sobre todo mutuos elogios no exentos de ironía, más por parte del chino. “Mis escritos no son nada, no hay nada instructivo en ellos”, dijo Mao ante las palabras aduladoras del presidente americano. “Los escritos del presidente levantaron una nación y han cambiado el mundo”, le respondió Nixon. “Yo solo he podido cambiar unos pocos pueblos en las afueras de Pekín”, le contestó el anciano. Mi episodio preferido de este momento estelar de la historia de la humanidad se refiere a las elecciones presidenciales en las que venció Nixon: “Yo voté por usted”, le dijo Mao, “me gustan los derechistas”. Al terminar la entrevista, el presidente chino le dijo a su médico: “Habla claro y no se anda por las ramas, no como los izquierdistas que dicen una cosa y luego hacen otra”.
Sucedió hace 40 años, el 21 de febrero de 1972, el primer día del viaje presidencial que culminaría una semana más tarde con el comunicado de Shanghái, el documento conjunto por el que los dos países normalizaban sus relaciones. Lo ha contado Kissinger en múltiples ocasiones, en sus memorias de su época en la Casa Blanca y ahora en el reciente libro Sobre China. Fue “la semana que cambió al mundo”, según el muy exacto subtítulo de otro libro imprescindible, Nixon and Mao, de la historiadora Margaret MacMillan. La integración de China en la economía global, su ascenso como superpotencia y mucho antes la victoria occidental en la guerra fría frente a la Unión Soviética no se explican sin el viaje audaz que llevó a Nixon y Kissinger hasta Pekín.
Fue un encuentro de dos malos bien malos, el presidente tramposo que apenas dos años después se vería obligado a dimitir por las escuchas ilegales del caso Watergate y el líder de un partido totalitario, responsable de millones de muertes por hambrunas y matanzas durante la Revolución Cultural. Y sin embargo, con el tiempo esa escena no ha hecho más que crecer en dimensión histórica e incluso mitológica. Sus actores son ya personajes de otra época: no hay dirigentes así, ni nadie podría imaginar que dos países enemigos pudieran realizar una apertura tan súbita y espectacular. Queda Kissinger, es verdad, fiel a sus ideas seminales, que propugna la creación de una comunidad del Pacífico con China al estilo de la relación transatlántica en vez de derivar hacia una rivalidad polarizadora y conflictiva.
Estuvieron hablando una hora entera en un pequeño pabellón dentro del complejo presidencial. Mao Zedong, de 79 años, estaba ya muy enfermo. Al presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, de 59, le acompañaban su consejero de Seguridad y sigiloso artífice del viaje, Henry Kissinger, y el asistente de este último, Winston Lord. Al chino, su primer ministro Zhou Enlai y su intérprete personal, Tang Wensheng, Nancy para los americanos, la única persona que iba traduciendo las palabras de uno y de otro.
Las frases que se cruzaron fueron sobre todo mutuos elogios no exentos de ironía, más por parte del chino. “Mis escritos no son nada, no hay nada instructivo en ellos”, dijo Mao ante las palabras aduladoras del presidente americano. “Los escritos del presidente levantaron una nación y han cambiado el mundo”, le respondió Nixon. “Yo solo he podido cambiar unos pocos pueblos en las afueras de Pekín”, le contestó el anciano. Mi episodio preferido de este momento estelar de la historia de la humanidad se refiere a las elecciones presidenciales en las que venció Nixon: “Yo voté por usted”, le dijo Mao, “me gustan los derechistas”. Al terminar la entrevista, el presidente chino le dijo a su médico: “Habla claro y no se anda por las ramas, no como los izquierdistas que dicen una cosa y luego hacen otra”.
Sucedió hace 40 años, el 21 de febrero de 1972, el primer día del viaje presidencial que culminaría una semana más tarde con el comunicado de Shanghái, el documento conjunto por el que los dos países normalizaban sus relaciones. Lo ha contado Kissinger en múltiples ocasiones, en sus memorias de su época en la Casa Blanca y ahora en el reciente libro Sobre China. Fue “la semana que cambió al mundo”, según el muy exacto subtítulo de otro libro imprescindible, Nixon and Mao, de la historiadora Margaret MacMillan. La integración de China en la economía global, su ascenso como superpotencia y mucho antes la victoria occidental en la guerra fría frente a la Unión Soviética no se explican sin el viaje audaz que llevó a Nixon y Kissinger hasta Pekín.
Fue un encuentro de dos malos bien malos, el presidente tramposo que apenas dos años después se vería obligado a dimitir por las escuchas ilegales del caso Watergate y el líder de un partido totalitario, responsable de millones de muertes por hambrunas y matanzas durante la Revolución Cultural. Y sin embargo, con el tiempo esa escena no ha hecho más que crecer en dimensión histórica e incluso mitológica. Sus actores son ya personajes de otra época: no hay dirigentes así, ni nadie podría imaginar que dos países enemigos pudieran realizar una apertura tan súbita y espectacular. Queda Kissinger, es verdad, fiel a sus ideas seminales, que propugna la creación de una comunidad del Pacífico con China al estilo de la relación transatlántica en vez de derivar hacia una rivalidad polarizadora y conflictiva.