El cronista de Satán
Fernando Savater
No hace falta recordar que las películas de la Hammer son una referencia casi legendaria para todos los aficionados al cine terrorífico y fantástico. Pero ¿cuál fue la mejor de todas? Si le preguntamos al eterno Christopher Lee —que algo debe saber del asunto, porque apareció en las más distinguidas— nos dirá que su favorita es La novia del diablo de Terence Fisher. Puede que este favoritismo se deba no sólo a que él la protagonizó sino a que por una vez su papel fue de héroe y no de espectral villano… En cualquier caso muchos compartimos su elección. El guion es excelente, el reparto muy adecuado (con un inolvidable Charles Gray haciendo del malvado satanista Mocata) y la dirección de Fisher tan competente como acostumbraba.
El filme se basa, con notable fidelidad, en la novela The Devil Rides Out, cuyo autor fue un amigo de Christopher Lee, un novelista popularísimo en su época y bastante olvidado hoy salvo por viciosos del género como un servidor: Dennis Wheatley. La estupenda narración apareció en castellano como El talismán de Set en un volumen dedicado a Wheatley en la añorada colección de Aguilar El lince inquieto. Escritor de numerosos best-sellers en su día, carentes de pretensiones estilísticas pero muy entretenidos, el renombre de Dennis Wheatley está implacablemente ensombrecido ahora por su derechismo militante y un anticomunismo a veces declamatorio que no omite exabruptos políticamente escandalosos referentes a etnias y sexos. Qué le vamos a hacer, nobody is perfect. Pese a tales pecadillos mortales, el William Peter Blatty de El exorcista y el Ira Levin de Rosemary's baby le han leído sin duda con provecho…
Aunque Wheatley se prodigó en todo tipo de tramas aventureras, policíacas y exotismos variados, sus mayores éxitos los consiguió con argumentos que incluyen rituales satánicos y presencias demoníacas, temática pintoresca en la que llegó a ser toda una autoridad. Así lo atestigua desde su propio título la completa biografía que le dedicó hace un par de años Phil Baker: The Devil is a Gentleman (editorial Dedalus). En esas novelas el adversario no es nunca el demonio en persona, al estilo de El exorcista o Damien, sino distinguidos servidores suyos, magos satanistas de alto rango y poderes arrolladores. Frecuentemente esta devoción diabólica va mundanamente acompañada en ellos por una ideología política extremista, sea nazi, comunista o incluso las dos sucesivamente. Y les sirven sectas de brujos inferiores, que suelen caracterizarse por caprichos más lascivos y económicos que de influencia política. Sin duda Wheatley es consciente del carácter folletinesco de estas narraciones, por lo que dedica la mejor de ellas (The Satanist, una intriga con toques de espionaje que no desmerece ante sus coetáneas de James Bond) al indiscutible maestro del género: Alejandro Dumas.
Dennis Wheatley, autor de best-sellers, está ensombrecido ahora por sus derechismo militante
Estamos hoy tan habituados a la injerencia diabólica en las ideologías criminógenas de nuestro entorno que el énfasis satanista de Dennis Wheatley, casi tierno en la ingenuidad de su maniqueísmo, ya no nos impresiona demasiado. El diablo —es decir, el gran separador, el enfrentador— no necesita rituales rebuscados ni parafernalias folclóricas para levantar acta de su poderío en el despedazamiento del mundo. El olor a azufre y la pata de macho cabrío aparecen cuando la ambición o la concupiscencia —tan humanas, demasiado humanas— desvarían hasta volverse contra su pretensión utilitaria y morder como víboras rabiosas el calcañar de la humanidad misma. En el aquelarre globalizado, la voz que señala la presencia del Maligno se convierte en tópico y a menudo en legitimación de las acciones atroces que la confirman pretendiendo combatirla. Del Gran Engañador sabemos que tiene múltiples caras, aparentemente contrapuestas pero igualmente nefastas: ¿cómo denunciar creíblemente a quienes le sirven, cuando todos somos ya más o menos satanistas?
No hace falta recordar que las películas de la Hammer son una referencia casi legendaria para todos los aficionados al cine terrorífico y fantástico. Pero ¿cuál fue la mejor de todas? Si le preguntamos al eterno Christopher Lee —que algo debe saber del asunto, porque apareció en las más distinguidas— nos dirá que su favorita es La novia del diablo de Terence Fisher. Puede que este favoritismo se deba no sólo a que él la protagonizó sino a que por una vez su papel fue de héroe y no de espectral villano… En cualquier caso muchos compartimos su elección. El guion es excelente, el reparto muy adecuado (con un inolvidable Charles Gray haciendo del malvado satanista Mocata) y la dirección de Fisher tan competente como acostumbraba.
El filme se basa, con notable fidelidad, en la novela The Devil Rides Out, cuyo autor fue un amigo de Christopher Lee, un novelista popularísimo en su época y bastante olvidado hoy salvo por viciosos del género como un servidor: Dennis Wheatley. La estupenda narración apareció en castellano como El talismán de Set en un volumen dedicado a Wheatley en la añorada colección de Aguilar El lince inquieto. Escritor de numerosos best-sellers en su día, carentes de pretensiones estilísticas pero muy entretenidos, el renombre de Dennis Wheatley está implacablemente ensombrecido ahora por su derechismo militante y un anticomunismo a veces declamatorio que no omite exabruptos políticamente escandalosos referentes a etnias y sexos. Qué le vamos a hacer, nobody is perfect. Pese a tales pecadillos mortales, el William Peter Blatty de El exorcista y el Ira Levin de Rosemary's baby le han leído sin duda con provecho…
Aunque Wheatley se prodigó en todo tipo de tramas aventureras, policíacas y exotismos variados, sus mayores éxitos los consiguió con argumentos que incluyen rituales satánicos y presencias demoníacas, temática pintoresca en la que llegó a ser toda una autoridad. Así lo atestigua desde su propio título la completa biografía que le dedicó hace un par de años Phil Baker: The Devil is a Gentleman (editorial Dedalus). En esas novelas el adversario no es nunca el demonio en persona, al estilo de El exorcista o Damien, sino distinguidos servidores suyos, magos satanistas de alto rango y poderes arrolladores. Frecuentemente esta devoción diabólica va mundanamente acompañada en ellos por una ideología política extremista, sea nazi, comunista o incluso las dos sucesivamente. Y les sirven sectas de brujos inferiores, que suelen caracterizarse por caprichos más lascivos y económicos que de influencia política. Sin duda Wheatley es consciente del carácter folletinesco de estas narraciones, por lo que dedica la mejor de ellas (The Satanist, una intriga con toques de espionaje que no desmerece ante sus coetáneas de James Bond) al indiscutible maestro del género: Alejandro Dumas.
Dennis Wheatley, autor de best-sellers, está ensombrecido ahora por sus derechismo militante
Estamos hoy tan habituados a la injerencia diabólica en las ideologías criminógenas de nuestro entorno que el énfasis satanista de Dennis Wheatley, casi tierno en la ingenuidad de su maniqueísmo, ya no nos impresiona demasiado. El diablo —es decir, el gran separador, el enfrentador— no necesita rituales rebuscados ni parafernalias folclóricas para levantar acta de su poderío en el despedazamiento del mundo. El olor a azufre y la pata de macho cabrío aparecen cuando la ambición o la concupiscencia —tan humanas, demasiado humanas— desvarían hasta volverse contra su pretensión utilitaria y morder como víboras rabiosas el calcañar de la humanidad misma. En el aquelarre globalizado, la voz que señala la presencia del Maligno se convierte en tópico y a menudo en legitimación de las acciones atroces que la confirman pretendiendo combatirla. Del Gran Engañador sabemos que tiene múltiples caras, aparentemente contrapuestas pero igualmente nefastas: ¿cómo denunciar creíblemente a quienes le sirven, cuando todos somos ya más o menos satanistas?