El Asad gana el primer asalto
El dictador sirio ha llevado el conflicto donde quería: una guerra civil sectaria
Javier Valenzuela, El País
Bachar el Asad visitó el martes 27 de marzo la machacada ciudad de Homs en lo que todo el mundo interpretó como un desfile de la victoria. Un año después de iniciada la revuelta popular contra su régimen, el vencedor provisional es el tirano sirio. No solo sigue en el poder —lo que no puede decirse de sus colegas Ben Ali, Mubarak, Gadafi y Saleh—, sino que ha llevado el conflicto al lugar donde deseaba: lo que, siguiendo los ejemplos tunecino y egipcio, comenzó con manifestaciones juveniles pacíficas y democráticas se ha ido transformando en una guerra civil extraordinariamente desigual y con crecientes tintes sectarios.
Es en este terreno, donde El Asad y los suyos, herederos del general Hafez el Asad, se sienten más a gusto. De un lado, desatan contra los opositores toda la potencia de fuego y la crueldad de sus unidades militares y paramilitares. De otro, pueden esgrimir ante el mundo su único argumento para seguir en el poder: yo o el caos.
A diferencia de lo ocurrido con la Libia de Gadafi, la comunidad internacional ni tan siquiera se ha planteado una intervención militar
El Asad lo ha logrado por su actitud de aplastar las protestas a sangre y fuego y sin el menor remordimiento. También por las divisiones de las fuerzas opositoras. Y, por supuesto, porque, a diferencia de lo ocurrido con Gadafi, la comunidad internacional ni tan siquiera se ha planteado una intervención militar. El tirano ha tenido a su favor el apoyo diplomático de Rusia y China, el político y militar de Irán y sus aliados chiíes en Líbano e Irak, y las dudas de un Occidente que ya a duras penas se implicó en Libia y ahora debate si valió la pena. Gadafi, por el contrario, estaba completamente aislado.
A comienzos de este año, la oposición había conseguido crear espacios de libertad en las ciudades de Homs y Deir el Zour y se hablaba en medios internacionales de apoyarla con algún tipo de intervención de baja intensidad como el establecimiento de una zona de exclusión aérea y la creación de corredores y/o santuarios humanitarios. Pero, “autorizado” por el veto ruso y chino en el Consejo de Seguridad, el 4 de febrero, a cualquier acción extranjera en Siria, El Asad se lanzó a la conquista de esos espacios de libertad. Al precio de miles de muertos —la mayoría civiles sirios y también algunos periodistas extranjeros— sus tropas lograron adueñarse de Homs y Deir el Zour.
Ahora, como señala con sarcasmo Patrick Cockburn en The Independent, la Unión Europea le “castiga” con una medida tan “severa” como prohibir que su esposa Asma pueda hacer compras en París o Roma.
Bachar el Asad también tiene más apoyo interno que Gadafi. No solo el de su propio clan familiar y el de la cúpula y las unidades mejor armadas del Ejército y los servicios de inteligencia. También el de la minoría religiosa alauí a la que pertenecen los Asad. Aunque algunos alauíes se hayan desmarcado del régimen para exigir una democracia multiconfesional, la mayoría cree que la caída de El Asad daría paso a un baño de sangre del que ellos serían las víctimas. En cambio, otro apoyo tradicional del régimen, la burguesía comerciante suní de Damasco y Alepo, se ha ido distanciando a medida que las sanciones económicas internacionales les hacían perder negocios.
La propaganda de los El Asad esgrimió desde el primer momento el argumento sectario: Siria, decía, es un mosaico étnico y religioso que solo se mantenía unido por el puño de hierro del régimen; la democracia que reclamaban los manifestantes, añadía, podía suponer su desmembramiento, con las correspondientes repercusiones regionales. Los El Asad pusieron manos a la obra para que la profecía se cumpliera: movilizando a los alauíes y aplastando salvajemente a los opositores. Y así la rebelión ha ido adoptando el cariz de un alzamiento militar mayoritariamente suní contra el Gobierno despótico de la minoría alauí. Sobre todo a partir del momento —el pasado otoño— en que sectores opositores y algunos desertores del Ejército crearon unidades guerrilleras.
Tiroteados a placer, los manifestantes urbanos se han ido haciendo menos visibles, mientras los guerrilleros del Ejército Libre de Siria han ido asumiendo mayor protagonismo. A la par, la cofradía suní de los Hermanos Musulmanes ha ido ganando peso en la rebelión e incluso parecen haberse sumado a la melée elementos de Al Qaeda.
Se ha forjado entretanto una coalición internacional contra los El Asad de la que forman parte Estados Unidos, la Unión Europea (con Francia a la cabeza), Turquía y la Liga Árabe, con Catar y Arabia Saudí como tenores. El llamado Grupo de Amigos de Siria se reunirá este domingo en Estambul, pero, a tenor de su primer encuentro, el de Túnez en febrero, es difícil imaginar que de allí salga otra cosa que retórica. Obama no desea implicarse en otro nuevo conflicto bélico en Oriente Próximo, y menos en un año electoral; la UE está agobiada por sus quebraderos económicos y financieros; Turquía no quiere aparentar que intenta rehacer el imperio otomano, y Arabia Saudí tiene mucho dinero pero sus tropas sirven más para desfilar que para combatir.
El Asad ha perdido el apoyo de la Liga Árabe, y eso es muy significativo. Mayoritariamente suníes, los dirigentes árabes, muchos de los cuales también son autócratas, ya hace meses que condenaron a los El Asad al derrocamiento. El capítulo sirio de la Primavera Árabe se ha, pues, ido perfilando como un pulso entre suníes —Turquía y la Liga Árabe— y chiíes —los heterodoxos alauíes sirios y sus parientes de Irán, Líbano e Irak—. Y para complicarlo aún más, Israel sigue barajando un ataque contra Irán.
Javier Valenzuela, El País
Bachar el Asad visitó el martes 27 de marzo la machacada ciudad de Homs en lo que todo el mundo interpretó como un desfile de la victoria. Un año después de iniciada la revuelta popular contra su régimen, el vencedor provisional es el tirano sirio. No solo sigue en el poder —lo que no puede decirse de sus colegas Ben Ali, Mubarak, Gadafi y Saleh—, sino que ha llevado el conflicto al lugar donde deseaba: lo que, siguiendo los ejemplos tunecino y egipcio, comenzó con manifestaciones juveniles pacíficas y democráticas se ha ido transformando en una guerra civil extraordinariamente desigual y con crecientes tintes sectarios.
Es en este terreno, donde El Asad y los suyos, herederos del general Hafez el Asad, se sienten más a gusto. De un lado, desatan contra los opositores toda la potencia de fuego y la crueldad de sus unidades militares y paramilitares. De otro, pueden esgrimir ante el mundo su único argumento para seguir en el poder: yo o el caos.
A diferencia de lo ocurrido con la Libia de Gadafi, la comunidad internacional ni tan siquiera se ha planteado una intervención militar
El Asad lo ha logrado por su actitud de aplastar las protestas a sangre y fuego y sin el menor remordimiento. También por las divisiones de las fuerzas opositoras. Y, por supuesto, porque, a diferencia de lo ocurrido con Gadafi, la comunidad internacional ni tan siquiera se ha planteado una intervención militar. El tirano ha tenido a su favor el apoyo diplomático de Rusia y China, el político y militar de Irán y sus aliados chiíes en Líbano e Irak, y las dudas de un Occidente que ya a duras penas se implicó en Libia y ahora debate si valió la pena. Gadafi, por el contrario, estaba completamente aislado.
A comienzos de este año, la oposición había conseguido crear espacios de libertad en las ciudades de Homs y Deir el Zour y se hablaba en medios internacionales de apoyarla con algún tipo de intervención de baja intensidad como el establecimiento de una zona de exclusión aérea y la creación de corredores y/o santuarios humanitarios. Pero, “autorizado” por el veto ruso y chino en el Consejo de Seguridad, el 4 de febrero, a cualquier acción extranjera en Siria, El Asad se lanzó a la conquista de esos espacios de libertad. Al precio de miles de muertos —la mayoría civiles sirios y también algunos periodistas extranjeros— sus tropas lograron adueñarse de Homs y Deir el Zour.
Ahora, como señala con sarcasmo Patrick Cockburn en The Independent, la Unión Europea le “castiga” con una medida tan “severa” como prohibir que su esposa Asma pueda hacer compras en París o Roma.
Bachar el Asad también tiene más apoyo interno que Gadafi. No solo el de su propio clan familiar y el de la cúpula y las unidades mejor armadas del Ejército y los servicios de inteligencia. También el de la minoría religiosa alauí a la que pertenecen los Asad. Aunque algunos alauíes se hayan desmarcado del régimen para exigir una democracia multiconfesional, la mayoría cree que la caída de El Asad daría paso a un baño de sangre del que ellos serían las víctimas. En cambio, otro apoyo tradicional del régimen, la burguesía comerciante suní de Damasco y Alepo, se ha ido distanciando a medida que las sanciones económicas internacionales les hacían perder negocios.
La propaganda de los El Asad esgrimió desde el primer momento el argumento sectario: Siria, decía, es un mosaico étnico y religioso que solo se mantenía unido por el puño de hierro del régimen; la democracia que reclamaban los manifestantes, añadía, podía suponer su desmembramiento, con las correspondientes repercusiones regionales. Los El Asad pusieron manos a la obra para que la profecía se cumpliera: movilizando a los alauíes y aplastando salvajemente a los opositores. Y así la rebelión ha ido adoptando el cariz de un alzamiento militar mayoritariamente suní contra el Gobierno despótico de la minoría alauí. Sobre todo a partir del momento —el pasado otoño— en que sectores opositores y algunos desertores del Ejército crearon unidades guerrilleras.
Tiroteados a placer, los manifestantes urbanos se han ido haciendo menos visibles, mientras los guerrilleros del Ejército Libre de Siria han ido asumiendo mayor protagonismo. A la par, la cofradía suní de los Hermanos Musulmanes ha ido ganando peso en la rebelión e incluso parecen haberse sumado a la melée elementos de Al Qaeda.
Se ha forjado entretanto una coalición internacional contra los El Asad de la que forman parte Estados Unidos, la Unión Europea (con Francia a la cabeza), Turquía y la Liga Árabe, con Catar y Arabia Saudí como tenores. El llamado Grupo de Amigos de Siria se reunirá este domingo en Estambul, pero, a tenor de su primer encuentro, el de Túnez en febrero, es difícil imaginar que de allí salga otra cosa que retórica. Obama no desea implicarse en otro nuevo conflicto bélico en Oriente Próximo, y menos en un año electoral; la UE está agobiada por sus quebraderos económicos y financieros; Turquía no quiere aparentar que intenta rehacer el imperio otomano, y Arabia Saudí tiene mucho dinero pero sus tropas sirven más para desfilar que para combatir.
El Asad ha perdido el apoyo de la Liga Árabe, y eso es muy significativo. Mayoritariamente suníes, los dirigentes árabes, muchos de los cuales también son autócratas, ya hace meses que condenaron a los El Asad al derrocamiento. El capítulo sirio de la Primavera Árabe se ha, pues, ido perfilando como un pulso entre suníes —Turquía y la Liga Árabe— y chiíes —los heterodoxos alauíes sirios y sus parientes de Irán, Líbano e Irak—. Y para complicarlo aún más, Israel sigue barajando un ataque contra Irán.