La violencia incendia Centroamérica
La delincuencia común, el narcotráfico y la pobreza se combinan en el triángulo Honduras-Guatemala-El Salvador con la corrupción y la complicidad policial
Madrid, El País
La geografía de la violencia tiene en Centroamérica uno de sus puntos cardinales. El último informe sobre drogas de la ONU la define secamente como la región “más mortífera del mundo”, donde uno de cada 50 hombres morirá asesinado antes de los 31 años. Desentrañar esa frase pasa por una larga historia de pobreza, guerrillas, Estados frágiles, corrupción e impunidad. Pero otra vez la geografía, el hecho de estar situada en el principal canal de tránsito mundial de la droga hacia Estados Unidos —en particular Honduras, Guatemala y El Salvador, el llamado Triángulo del Norte— ha exacerbado esa tensión. Solo en Honduras hubo más asesinatos —6.236— el año pasado que víctimas de la represión en el mismo periodo de tiempo en Siria, inmersa en una guerra civil. El motín en la cárcel hondureña de Comayagua la pasada semana, que ha causado cerca de 400 muertos, hunde sus raíces en este panorama social de extrema violencia.
La situación ha llegado hasta tal punto que la semana pasada, el presidente de Guatemala, Otto Pérez, desenterró el debate de la legalización del narcotráfico para frenar la sangría.
El Gobierno hondureño pidió el 1 de febrero “ayuda internacional” para combatir la delincuencia. El congreso aprobó un decreto para depurar la policía, la fiscalía y el Poder Judicial con la asesoría de expertos extranjeros. Los ministros de Seguridad y Defensa de El Salvador, Honduras y Guatemala se reunieron el viernes pasado para coordinar esfuerzos.
Mientras se libra la batalla, en Honduras se producen 82 homicidios por cada 100.000 habitantes al año. En Madrid es de 1 por cada 100.000. Incluso en el violento y vecino México, son 18. “Es común ver asesinatos en la calle”, dice Omar Rivera, director del Grupo Sociedad Civil de Tegucigalpa. “Estás expuesto a que un tiroteo te alcance a ti o a tu familia, no sabes a quién recurrir. Un día común para un hondureño implica evitar la muerte”.
Este magma violento, que llega de diferentes actores (maras o pandillas juveniles violentas, delincuencia común, narcotráfico, pobreza), se ha ido filtrando en la vida cotidiana de las familias. “Uno cree que por no estar involucrado con el crimen está seguro”, cuenta por teléfono Julieta Castellanos, rectora de la Universidad Nacional de Honduras (UNAH), “pero hay muchos casos como el mío”. A su hijo de 22 años lo acribillaron a balazos en octubre en Tegucigalpa cuando volvía de una fiesta en el coche de su madre. Iba con un amigo que también murió asesinado. Los sospechosos son policías. Todo el proceso de investigación ha estado plagado de obstáculos. “Desde el primer día, la policía no ha colaborado, ha destruido pruebas, ha amenazado a los fiscales... hubo cuatro arrestados con un proceso administrativo, confesaron, pero les dieron un permiso de fin de semana y están en fuga. Solo uno se ha entregado”, cuenta Castellanos.
En Honduras y El Salvador las violentas maras han llegado a una relación simbiótica con el narco. “Las maras sirven como mano de obra barata para el uso de la violencia al servicio de los grandes traficantes y de personas que contratan sus servicios como sicarios”, explica José Miguel Cruz, experto salvadoreño en maras de la Universidad Internacional de la Florida en Miami. Además, “cobran en droga, y la distribuyen, lo que ha provocado el aumento del consumo local”.
En Guatemala, que todavía lucha por superar las secuelas de una brutal y dilatada guerra civil (1960-1996), la llegada del narcotráfico erosiona aún más las ya de por sí débiles instituciones del Estado. La violencia preexistente se multiplica. Con una tasa de homicidios de 41 por cada 100.000 habitantes, otro tipo de delitos acrecienta la sensación de inseguridad. Los delincuentes amenazan por teléfono a sus víctimas con hacer “lo que ya saben” si no les pagan. El ministerio público guatemalteco recibió más de 800 denuncias mensuales por extorsiones telefónicas en 2011. Y el fenómeno se extiende por la región. El Gobierno salvadoreño registró casi más de 3.000 casos similares el año pasado. Es común que pequeñas tiendas de barrio reciban la visita de pandilleros que exigen dinero a cambio de permiso para trabajar. En Honduras, Rivera afirma que la población tiene un “sentimiento de indefensión” ante las autoridades. “El ciudadano sabe que jueces, fiscales y la policía están directa o indirectamente coludidos [en connivencia] con los criminales. La gente les teme”.
La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) es un organismo creado por la ONU para apoyar la investigación de aparatos de seguridad clandestinos que trabajan con el apoyo (directo o indirecto) del Estado. Opera como una fiscalía internacional bajo las leyes guatemaltecas. Para explicar las dificultades de las instituciones en encarar la violencia, el comisionado, Francisco Dall’Anese Ruiz, cuenta esto: “En Guatemala se pagan muy pocos impuestos, no hay dinero para nada. Los salarios de los policías son muy bajos. En muchos casos, la policía estaba implicada en el crimen”. O esto: “Hay zonas muy difíciles de controlar frente al narco, como Petén, fronteriza con México y muy grande. El representante de la Alta Comisionada de Derechos Humanos en Guatemala fue a hacer una visita el año pasado a esa región. Unos narcos le pararon y le pidieron que se identificara para decidir si le dejaban entrar”.
Junto a Petén, hay otras dos regiones que constituyen puntos estratégicos en el viaje de la droga hacia EE UU. Atlántida (en Mosquitia, Honduras) y Sonsonate (costa pacífica de El Salvador). Los tres enclaves registran niveles de asesinatos que superan el ya alto promedio regional.
Pese a la negrura del panorama, hay espacio para el moderado optimismo. Dall’Anese asegura que en 2011, en Guatemala, “el número de homicidios no ha aumentado, se ha mantenido. No es consolador, pero es un avance”. Cita como ejemplos que “el ministerio público ha actuado con mayor rapidez y ha logrado más arrestos y la Fiscalía General del Estado ha ejercido un liderazgo clave”. El mayor reto es desterrar la impunidad: en 2010, en Guatemala, hubo solo 3,5 condenas por cada 100 homicidios.
Madrid, El País
La geografía de la violencia tiene en Centroamérica uno de sus puntos cardinales. El último informe sobre drogas de la ONU la define secamente como la región “más mortífera del mundo”, donde uno de cada 50 hombres morirá asesinado antes de los 31 años. Desentrañar esa frase pasa por una larga historia de pobreza, guerrillas, Estados frágiles, corrupción e impunidad. Pero otra vez la geografía, el hecho de estar situada en el principal canal de tránsito mundial de la droga hacia Estados Unidos —en particular Honduras, Guatemala y El Salvador, el llamado Triángulo del Norte— ha exacerbado esa tensión. Solo en Honduras hubo más asesinatos —6.236— el año pasado que víctimas de la represión en el mismo periodo de tiempo en Siria, inmersa en una guerra civil. El motín en la cárcel hondureña de Comayagua la pasada semana, que ha causado cerca de 400 muertos, hunde sus raíces en este panorama social de extrema violencia.
La situación ha llegado hasta tal punto que la semana pasada, el presidente de Guatemala, Otto Pérez, desenterró el debate de la legalización del narcotráfico para frenar la sangría.
El Gobierno hondureño pidió el 1 de febrero “ayuda internacional” para combatir la delincuencia. El congreso aprobó un decreto para depurar la policía, la fiscalía y el Poder Judicial con la asesoría de expertos extranjeros. Los ministros de Seguridad y Defensa de El Salvador, Honduras y Guatemala se reunieron el viernes pasado para coordinar esfuerzos.
Mientras se libra la batalla, en Honduras se producen 82 homicidios por cada 100.000 habitantes al año. En Madrid es de 1 por cada 100.000. Incluso en el violento y vecino México, son 18. “Es común ver asesinatos en la calle”, dice Omar Rivera, director del Grupo Sociedad Civil de Tegucigalpa. “Estás expuesto a que un tiroteo te alcance a ti o a tu familia, no sabes a quién recurrir. Un día común para un hondureño implica evitar la muerte”.
Este magma violento, que llega de diferentes actores (maras o pandillas juveniles violentas, delincuencia común, narcotráfico, pobreza), se ha ido filtrando en la vida cotidiana de las familias. “Uno cree que por no estar involucrado con el crimen está seguro”, cuenta por teléfono Julieta Castellanos, rectora de la Universidad Nacional de Honduras (UNAH), “pero hay muchos casos como el mío”. A su hijo de 22 años lo acribillaron a balazos en octubre en Tegucigalpa cuando volvía de una fiesta en el coche de su madre. Iba con un amigo que también murió asesinado. Los sospechosos son policías. Todo el proceso de investigación ha estado plagado de obstáculos. “Desde el primer día, la policía no ha colaborado, ha destruido pruebas, ha amenazado a los fiscales... hubo cuatro arrestados con un proceso administrativo, confesaron, pero les dieron un permiso de fin de semana y están en fuga. Solo uno se ha entregado”, cuenta Castellanos.
En Honduras y El Salvador las violentas maras han llegado a una relación simbiótica con el narco. “Las maras sirven como mano de obra barata para el uso de la violencia al servicio de los grandes traficantes y de personas que contratan sus servicios como sicarios”, explica José Miguel Cruz, experto salvadoreño en maras de la Universidad Internacional de la Florida en Miami. Además, “cobran en droga, y la distribuyen, lo que ha provocado el aumento del consumo local”.
En Guatemala, que todavía lucha por superar las secuelas de una brutal y dilatada guerra civil (1960-1996), la llegada del narcotráfico erosiona aún más las ya de por sí débiles instituciones del Estado. La violencia preexistente se multiplica. Con una tasa de homicidios de 41 por cada 100.000 habitantes, otro tipo de delitos acrecienta la sensación de inseguridad. Los delincuentes amenazan por teléfono a sus víctimas con hacer “lo que ya saben” si no les pagan. El ministerio público guatemalteco recibió más de 800 denuncias mensuales por extorsiones telefónicas en 2011. Y el fenómeno se extiende por la región. El Gobierno salvadoreño registró casi más de 3.000 casos similares el año pasado. Es común que pequeñas tiendas de barrio reciban la visita de pandilleros que exigen dinero a cambio de permiso para trabajar. En Honduras, Rivera afirma que la población tiene un “sentimiento de indefensión” ante las autoridades. “El ciudadano sabe que jueces, fiscales y la policía están directa o indirectamente coludidos [en connivencia] con los criminales. La gente les teme”.
La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) es un organismo creado por la ONU para apoyar la investigación de aparatos de seguridad clandestinos que trabajan con el apoyo (directo o indirecto) del Estado. Opera como una fiscalía internacional bajo las leyes guatemaltecas. Para explicar las dificultades de las instituciones en encarar la violencia, el comisionado, Francisco Dall’Anese Ruiz, cuenta esto: “En Guatemala se pagan muy pocos impuestos, no hay dinero para nada. Los salarios de los policías son muy bajos. En muchos casos, la policía estaba implicada en el crimen”. O esto: “Hay zonas muy difíciles de controlar frente al narco, como Petén, fronteriza con México y muy grande. El representante de la Alta Comisionada de Derechos Humanos en Guatemala fue a hacer una visita el año pasado a esa región. Unos narcos le pararon y le pidieron que se identificara para decidir si le dejaban entrar”.
Junto a Petén, hay otras dos regiones que constituyen puntos estratégicos en el viaje de la droga hacia EE UU. Atlántida (en Mosquitia, Honduras) y Sonsonate (costa pacífica de El Salvador). Los tres enclaves registran niveles de asesinatos que superan el ya alto promedio regional.
Pese a la negrura del panorama, hay espacio para el moderado optimismo. Dall’Anese asegura que en 2011, en Guatemala, “el número de homicidios no ha aumentado, se ha mantenido. No es consolador, pero es un avance”. Cita como ejemplos que “el ministerio público ha actuado con mayor rapidez y ha logrado más arrestos y la Fiscalía General del Estado ha ejercido un liderazgo clave”. El mayor reto es desterrar la impunidad: en 2010, en Guatemala, hubo solo 3,5 condenas por cada 100 homicidios.