España: El bipartidismo entra en crisis
El desplome socialista cuestiona el modelo político existente desde los noventa
Pequeños partidos ganan apoyo ciudadano y aún no hay un viraje contundente hacia el PP
Madrid, El País
El Partido Popular consiguió muchísimos votos el domingo pasado, 10,8 millones, pero no tantos como para justificar la idea de un impulso irrefrenable de España hacia la derecha. Un 5% más de votos que en 2008 no puede considerarse un maremoto electoral. Mucho más significativo es que casi cuatro de cada diez votantes del PSOE se han borrado de esta opción, y que un conjunto de pequeños partidos penetran con fuerza entre los ciudadanos. Todo ello en un contexto de crecimiento de los abstencionistas, y de los que votan en blanco o nulo. Lejos de simplificarse, el nuevo mapa político español refleja una realidad más compleja.
Todo parte de la ruptura de la dinámica bipartidista. Una de las dos patas que la sostenían —el PSOE— se ha desplomado y este partido, actualmente la segunda fuerza, se encuentra débil como nunca desde los tiempos de la Transición. Los nacionalistas se mantienen con pequeñas oscilaciones, pero la incorporación de la izquierda abertzale implica la actividad de una minoría con la que no se había contado en las últimas legislaturas. A ello se añade la victoria de partidos emergentes de ámbito estatal, que pugnan por dar guerra en serio, y ante los cuales solo se alzan, como último obstáculo para adquirir fuerza parlamentaria, las reglas del sistema electoral.
Los síntomas de crisis del bipartidismo se evidencian en varios datos. Entre los dos principales partidos, socialista y popular, sumaban el 92% de los escaños en la última legislatura. Tras el 20-N, ese control de las dos fuerzas más importantes se ha reducido al 84,5% de la Cámara. Vamos a vivir en una legislatura dominada por un partido, que no necesita pactar con otros para tomar decisiones —salvo aquellas que exigen mayorías reforzadas—, pero con más minorías de las que hasta ahora actuaban en el Congreso, de discursos y reivindicaciones contundentes.
Es pronto para saber si la crisis bipartidista destapada por las elecciones del 20-N es coyuntural, debida al miedo provocado por la crisis económica y financiera, o si anuncia la transformación del sistema de alternancia que conocemos desde los años noventa —a veces gobierna el PSOE, a veces el PP— en otro donde sean precisas más coaliciones. Por cierto, esto último es lo normal en casi todos los países de Europa donde las elecciones se realizan por escrutinio proporcional.
De momento no se observa un viraje contundente a la derecha, capaz de consolidar un partido hegemónico. La mayoría absoluta del PP ha sido prefabricada por el sistema electoral, que le ha concedido 8,5 puntos más de escaños que de votos: con el 44,6% de los sufragios, el PP obtiene el 53,1% de los asientos del Congreso. Otras mayorías absolutas anteriores tampoco se basaban en mayorías equivalentes de votos. Así ocurrió incluso en la primera gran victoria de Felipe González en 1982, lo cual confirma, por enésima vez, el maquiavelismo de quienes inventaron un régimen electoral que, aun llamándose proporcional, trabaja para favorecer la gobernabilidad del partido más votado.
¿Cómo se consiguen porcentajes considerablemente mayores de escaños que de votos? Por descontado, no se trata de una mano negra que da o quita diputados a capricho de oscuras voluntades. Tampoco es solo el fruto de la fórmula D’Hondt, que ha quedado en el imaginario colectivo como icono de la desproporcionalidad, cuando su papel se limita al de modesta contribuyente. Lo decisivo es el tamaño de los distritos en que se efectúa la elección general, que son las provincias. Cuando los distritos tienen pocos escaños a repartir, las minorías generalmente se quedan sin diputados electos. Por eso pierden tantos sufragios los medianos y pequeños partidos de ámbito estatal.
En cambio, los nacionalistas bien implantados han obtenido resultados muy cercanos a la proporcionalidad. Este fenómeno, tradicional en CiU y el PNV, se extiende ahora a Amaiur (la opción de la izquierda abertzale) porque, desde el punto de vista electoral, funciona igual que los otros nacionalistas, es decir: aprovecha bien la concentración de sus apoyos para sacar diputados. Y por eso cada escaño le cuesta muchos menos votos que a otros: 47.661.
El PP ha necesitado una media de 58.230 sufragios por diputado, y el PSOE, 63.399. Incomparablemente menos que UPyD, la formación de Rosa Díez, que ha sacado cada escaño al precio de 228.048 votos. La opción ecologista de Equo, respaldada por 215.000 ciudadanos, se queda fuera del Parlamento estatal —solo tiene representación en Valencia, al haber ido en coalición con Compromís—, mientras sus electores contemplan la entrada en la Cámara de cuatro opciones con muchos menos votos que la suya: los nacionalistas BNG, CC y GBAI, y el Foro por Asturias (el partido de Francisco Álvarez Cascos). No falla: una buena implantación en zonas territoriales concretas, de cualquier ideología, garantiza más representación en el Congreso que el respaldo de muchos más electores, pero dispersos.
Estos efectos del sistema electoral se deben, esencialmente, al tamaño de los distritos y al hecho de que ni la Constitución ni la ley consideran la población como el criterio fundamental para determinar cuántos escaños deben elegirse en cada provincia. Al contrario: esas normas obligan a reservar un mínimo de dos diputados a cada distrito (excepto uno en Ceuta y otro en Melilla), tanto a los densamente poblados como a aquellos en los que viven pocas personas; lo cual eleva a 102 el total de diputados cautivos de los mínimos. Y como el Congreso español solo tiene 350 asientos (es una Cámara más reducida que la británica, la francesa, la italiana, la alemana, la polaca…) quedan 248 escaños para repartir en función de la población. El resultado es que la mitad de los 52 distritos son de tamaño pequeño. En esas condiciones, el partido más votado tiene la oportunidad de sumar muchos escaños.
Veamos lo sucedido en diferentes territorios. Sin alcanzar el 50% de los votos, el PP logró más de la mitad de los escaños disputados en Andalucía, Aragón o Canarias. Y con votaciones de entre el 50% y el 55%, obtuvo el 61% de los diputados en la Comunidad Valenciana o el 65% en Castilla y León. El magnífico resultado parlamentario en las provincias de estos territorios —y en Murcia, La Rioja, Cantabria—, es menos proporcional que el de Madrid y Cataluña, donde cada escaño cuesta muchos más votos a todas las candidaturas. La proporción es ajustada en el País Vasco o Asturias, a causa de la fuerte concurrencia de opciones bien implantadas en estas comunidades.
A Mariano Rajoy le habría venido bien no solo la mayoría absoluta, sino un Parlamento menos complejo y con un segundo partido menos debilitado. Pero no es eso lo que los votantes y el sistema electoral han decidido.
Pequeños partidos ganan apoyo ciudadano y aún no hay un viraje contundente hacia el PP
Madrid, El País
El Partido Popular consiguió muchísimos votos el domingo pasado, 10,8 millones, pero no tantos como para justificar la idea de un impulso irrefrenable de España hacia la derecha. Un 5% más de votos que en 2008 no puede considerarse un maremoto electoral. Mucho más significativo es que casi cuatro de cada diez votantes del PSOE se han borrado de esta opción, y que un conjunto de pequeños partidos penetran con fuerza entre los ciudadanos. Todo ello en un contexto de crecimiento de los abstencionistas, y de los que votan en blanco o nulo. Lejos de simplificarse, el nuevo mapa político español refleja una realidad más compleja.
Todo parte de la ruptura de la dinámica bipartidista. Una de las dos patas que la sostenían —el PSOE— se ha desplomado y este partido, actualmente la segunda fuerza, se encuentra débil como nunca desde los tiempos de la Transición. Los nacionalistas se mantienen con pequeñas oscilaciones, pero la incorporación de la izquierda abertzale implica la actividad de una minoría con la que no se había contado en las últimas legislaturas. A ello se añade la victoria de partidos emergentes de ámbito estatal, que pugnan por dar guerra en serio, y ante los cuales solo se alzan, como último obstáculo para adquirir fuerza parlamentaria, las reglas del sistema electoral.
Los síntomas de crisis del bipartidismo se evidencian en varios datos. Entre los dos principales partidos, socialista y popular, sumaban el 92% de los escaños en la última legislatura. Tras el 20-N, ese control de las dos fuerzas más importantes se ha reducido al 84,5% de la Cámara. Vamos a vivir en una legislatura dominada por un partido, que no necesita pactar con otros para tomar decisiones —salvo aquellas que exigen mayorías reforzadas—, pero con más minorías de las que hasta ahora actuaban en el Congreso, de discursos y reivindicaciones contundentes.
Es pronto para saber si la crisis bipartidista destapada por las elecciones del 20-N es coyuntural, debida al miedo provocado por la crisis económica y financiera, o si anuncia la transformación del sistema de alternancia que conocemos desde los años noventa —a veces gobierna el PSOE, a veces el PP— en otro donde sean precisas más coaliciones. Por cierto, esto último es lo normal en casi todos los países de Europa donde las elecciones se realizan por escrutinio proporcional.
De momento no se observa un viraje contundente a la derecha, capaz de consolidar un partido hegemónico. La mayoría absoluta del PP ha sido prefabricada por el sistema electoral, que le ha concedido 8,5 puntos más de escaños que de votos: con el 44,6% de los sufragios, el PP obtiene el 53,1% de los asientos del Congreso. Otras mayorías absolutas anteriores tampoco se basaban en mayorías equivalentes de votos. Así ocurrió incluso en la primera gran victoria de Felipe González en 1982, lo cual confirma, por enésima vez, el maquiavelismo de quienes inventaron un régimen electoral que, aun llamándose proporcional, trabaja para favorecer la gobernabilidad del partido más votado.
¿Cómo se consiguen porcentajes considerablemente mayores de escaños que de votos? Por descontado, no se trata de una mano negra que da o quita diputados a capricho de oscuras voluntades. Tampoco es solo el fruto de la fórmula D’Hondt, que ha quedado en el imaginario colectivo como icono de la desproporcionalidad, cuando su papel se limita al de modesta contribuyente. Lo decisivo es el tamaño de los distritos en que se efectúa la elección general, que son las provincias. Cuando los distritos tienen pocos escaños a repartir, las minorías generalmente se quedan sin diputados electos. Por eso pierden tantos sufragios los medianos y pequeños partidos de ámbito estatal.
En cambio, los nacionalistas bien implantados han obtenido resultados muy cercanos a la proporcionalidad. Este fenómeno, tradicional en CiU y el PNV, se extiende ahora a Amaiur (la opción de la izquierda abertzale) porque, desde el punto de vista electoral, funciona igual que los otros nacionalistas, es decir: aprovecha bien la concentración de sus apoyos para sacar diputados. Y por eso cada escaño le cuesta muchos menos votos que a otros: 47.661.
El PP ha necesitado una media de 58.230 sufragios por diputado, y el PSOE, 63.399. Incomparablemente menos que UPyD, la formación de Rosa Díez, que ha sacado cada escaño al precio de 228.048 votos. La opción ecologista de Equo, respaldada por 215.000 ciudadanos, se queda fuera del Parlamento estatal —solo tiene representación en Valencia, al haber ido en coalición con Compromís—, mientras sus electores contemplan la entrada en la Cámara de cuatro opciones con muchos menos votos que la suya: los nacionalistas BNG, CC y GBAI, y el Foro por Asturias (el partido de Francisco Álvarez Cascos). No falla: una buena implantación en zonas territoriales concretas, de cualquier ideología, garantiza más representación en el Congreso que el respaldo de muchos más electores, pero dispersos.
Estos efectos del sistema electoral se deben, esencialmente, al tamaño de los distritos y al hecho de que ni la Constitución ni la ley consideran la población como el criterio fundamental para determinar cuántos escaños deben elegirse en cada provincia. Al contrario: esas normas obligan a reservar un mínimo de dos diputados a cada distrito (excepto uno en Ceuta y otro en Melilla), tanto a los densamente poblados como a aquellos en los que viven pocas personas; lo cual eleva a 102 el total de diputados cautivos de los mínimos. Y como el Congreso español solo tiene 350 asientos (es una Cámara más reducida que la británica, la francesa, la italiana, la alemana, la polaca…) quedan 248 escaños para repartir en función de la población. El resultado es que la mitad de los 52 distritos son de tamaño pequeño. En esas condiciones, el partido más votado tiene la oportunidad de sumar muchos escaños.
Veamos lo sucedido en diferentes territorios. Sin alcanzar el 50% de los votos, el PP logró más de la mitad de los escaños disputados en Andalucía, Aragón o Canarias. Y con votaciones de entre el 50% y el 55%, obtuvo el 61% de los diputados en la Comunidad Valenciana o el 65% en Castilla y León. El magnífico resultado parlamentario en las provincias de estos territorios —y en Murcia, La Rioja, Cantabria—, es menos proporcional que el de Madrid y Cataluña, donde cada escaño cuesta muchos más votos a todas las candidaturas. La proporción es ajustada en el País Vasco o Asturias, a causa de la fuerte concurrencia de opciones bien implantadas en estas comunidades.
A Mariano Rajoy le habría venido bien no solo la mayoría absoluta, sino un Parlamento menos complejo y con un segundo partido menos debilitado. Pero no es eso lo que los votantes y el sistema electoral han decidido.