La guerra que desangra Afganistán cumple diez años
El conflicto, puesto en marcha para derrotar a los talibanes y a Al Qaeda, ha costado la vida a decenas de miles de civiles y a más de 2.700 soldados de la coalición militar
Kabul, El País
El círculo se ha cerrado: 10 años después del inicio de la guerra, de la operación Libertad Duradera, Afganistán regresa al punto de partida. Nada se ha movido; el tiempo es vertical, como en Srebrenica. Tras 10 años de guerra, de miles de civiles y de soldados extranjeros muertos y heridos, los talibanes están cerca de regresar al poder. Miles de militares extranjeros se disponen a regresar a sus casas tras una misión que nunca tuvo los objetivos claros, los medios precisos y la voluntad política de pagar el precio necesario de ganar la guerra.
Lejos queda la euforia desatada en Kabul a finales de 2001, tras la derrota de los talibanes. Las televisiones de EE UU, y las otras, filmaron a decenas de hombres rasurándose la barba y a algunas mujeres levantándose el burka. Parecía un estallido de libertad, pero fue solo una ilusión, un golpe teatral, propaganda.
Hay guerras que parecen justas; y algunos piensan que por el hecho de parecerlo deberían ganarse sin resistencia, sin esfuerzo. Así fue en la II Guerra Mundial; así debió de ser en Afganistán donde ningún ejército foráneo desde Alejandro Magno ha obtenido la victoria. Ni mongoles, ni británicos, ni soviéticos.
Operación Libertad Duradera era la respuesta de EE UU a los atentados de Nueva York, Washington y Pensilvania el 11 de septiembre de 2001. La Administración de George W. Bush lanzó una guerra para detener o matar a Osama bin Laden y otros jefes de Al Qaeda, el grupo terrorista culpable de los ataques, y derrocar al régimen talibán que les daba cobijo y al que se acusó de brutalidad e intolerancia.
Bush respondió con la invasión de dos países a un acto terrorista. El vicepresidente actual de EE UU, Joe Biden, cree que fue una equivocación, y que la muerte en mayo de Bin Laden en su refugio de Pakistán, prueba que el camino era otro.
En la campaña de preparación de la opinión pública antes de lanzar el ataque sobre los talibanes, tuvo más impacto el bombardeo de los Budas de Bamiyán que el maltrato sistemático de la mujer, condenada a no estudiar, a no trabajar, a no salir de casa sin escolta y sin permiso del marido. Diez años después, no hemos salido de ese esquema, de confundir lo importante de lo accesorio.
La misión tuvo algunos éxitos hasta 2007: se construyeron carreteras, hospitales y escuelas, se llegó hasta las personas que se pretendía ayudar, sobre todo en las zonas rurales. Había un proyecto de construir un país, de sentar las bases de una futura paz. Afganistán era un país destruido por 20 años de guerras: la que libraron los soviéticos contra los muyahidines para imponer un régimen comunista, la de los muyahidines financiados por la CIA contra los soviéticos y tras la retirada de Moscú en 1992, la de los grupos islamistas entre sí. Esos muyahidines causaron más destrucción que soviéticos y talibanes juntos.
El error original fue militar y político. El error militar fue invadir Irak en marzo de 2003. El general Tommy Franks, encargado de dirigir ambas operaciones, blasfemó cuando recibió la orden de derrocar a Sadam Husein. Dos guerras simultáneas condujeron a la catástrofe en ambas, ahora parcialmente enmendada en Irak, y a un déficit trillonario en EE UU, que algo tendrá que ver con la crisis económica global. Irak distrajo de Afganistán los recursos militares, el dinero y la atención necesaria para asentar la paz, terminar de derrotar a los talibanes y construir un Estado.
El error político fue devolver el Gobierno a los antiguos muyahidines, a los señores de la guerra, muchos con las manos manchadas de sangre, personajes corruptos, narcotraficantes a los que la sociedad afgana detesta. EE UU y la OTAN tomaron parte por un bando en una guerra civil en la que los talibanes son solo una parte. Los occidentales perdieron el prestigio, el aura de ser un partido independiente, limpio, justo, con poder, que luchaba por el bien común. EE UU y sus aliados europeos quedaron contaminados por los mismos males que decían combatir, sobre todo la corrupción que salpica a los contratistas y a los guardas privados de seguridad, el cuarto partido de la guerra tras la EE UU-OTAN, afganos y talibanes.
En 2007, los talibanes se aprovecharon de la situación de vacío político, de la idea de que todo estaba ganado y fluía sin ayuda, y tomaron la iniciativa militar. Desde entonces no han dejado de ganar terreno. Los últimos ataques dentro de la llamada Zona Verde de Kabul, y sobre todo el asesinato del expresidente Burhanddin Rabbabi, demuestran que los talibanes y sus aliados de la Red Haqqani están dentro de Kabul con sus quintacolumnistas, y que el Gobierno de Hamid Karzai, que robó sin complejos las elecciones presidenciales de 2009 ante el silencio de sus patrocinadores, no resistirá ni un día sin el paraguas de las tropas extranjeras.
Aquellas barbas rasuradas, aquellos burkas levantados de 2001 eran una ficción, pero con el tiempo, fueron algo mucho más importante: la escenificación de una línea política, más dedicada a crear la ilusión de la democratización de un país en el que el 84% de las mujeres son analfabetas , que en crear condiciones reales de mejora. Esas mujeres maltratadas por los talibanes y maltratadas por el Gobierno financiado por EE UU y sus aliados son el verdadero símbolo de un fracaso y las principales víctimas si todo se desmoronada, como en Hanoi. La historia nunca se repite, pero a veces se parece demasiado.
Kabul, El País
El círculo se ha cerrado: 10 años después del inicio de la guerra, de la operación Libertad Duradera, Afganistán regresa al punto de partida. Nada se ha movido; el tiempo es vertical, como en Srebrenica. Tras 10 años de guerra, de miles de civiles y de soldados extranjeros muertos y heridos, los talibanes están cerca de regresar al poder. Miles de militares extranjeros se disponen a regresar a sus casas tras una misión que nunca tuvo los objetivos claros, los medios precisos y la voluntad política de pagar el precio necesario de ganar la guerra.
Lejos queda la euforia desatada en Kabul a finales de 2001, tras la derrota de los talibanes. Las televisiones de EE UU, y las otras, filmaron a decenas de hombres rasurándose la barba y a algunas mujeres levantándose el burka. Parecía un estallido de libertad, pero fue solo una ilusión, un golpe teatral, propaganda.
Hay guerras que parecen justas; y algunos piensan que por el hecho de parecerlo deberían ganarse sin resistencia, sin esfuerzo. Así fue en la II Guerra Mundial; así debió de ser en Afganistán donde ningún ejército foráneo desde Alejandro Magno ha obtenido la victoria. Ni mongoles, ni británicos, ni soviéticos.
Operación Libertad Duradera era la respuesta de EE UU a los atentados de Nueva York, Washington y Pensilvania el 11 de septiembre de 2001. La Administración de George W. Bush lanzó una guerra para detener o matar a Osama bin Laden y otros jefes de Al Qaeda, el grupo terrorista culpable de los ataques, y derrocar al régimen talibán que les daba cobijo y al que se acusó de brutalidad e intolerancia.
Bush respondió con la invasión de dos países a un acto terrorista. El vicepresidente actual de EE UU, Joe Biden, cree que fue una equivocación, y que la muerte en mayo de Bin Laden en su refugio de Pakistán, prueba que el camino era otro.
En la campaña de preparación de la opinión pública antes de lanzar el ataque sobre los talibanes, tuvo más impacto el bombardeo de los Budas de Bamiyán que el maltrato sistemático de la mujer, condenada a no estudiar, a no trabajar, a no salir de casa sin escolta y sin permiso del marido. Diez años después, no hemos salido de ese esquema, de confundir lo importante de lo accesorio.
La misión tuvo algunos éxitos hasta 2007: se construyeron carreteras, hospitales y escuelas, se llegó hasta las personas que se pretendía ayudar, sobre todo en las zonas rurales. Había un proyecto de construir un país, de sentar las bases de una futura paz. Afganistán era un país destruido por 20 años de guerras: la que libraron los soviéticos contra los muyahidines para imponer un régimen comunista, la de los muyahidines financiados por la CIA contra los soviéticos y tras la retirada de Moscú en 1992, la de los grupos islamistas entre sí. Esos muyahidines causaron más destrucción que soviéticos y talibanes juntos.
El error original fue militar y político. El error militar fue invadir Irak en marzo de 2003. El general Tommy Franks, encargado de dirigir ambas operaciones, blasfemó cuando recibió la orden de derrocar a Sadam Husein. Dos guerras simultáneas condujeron a la catástrofe en ambas, ahora parcialmente enmendada en Irak, y a un déficit trillonario en EE UU, que algo tendrá que ver con la crisis económica global. Irak distrajo de Afganistán los recursos militares, el dinero y la atención necesaria para asentar la paz, terminar de derrotar a los talibanes y construir un Estado.
El error político fue devolver el Gobierno a los antiguos muyahidines, a los señores de la guerra, muchos con las manos manchadas de sangre, personajes corruptos, narcotraficantes a los que la sociedad afgana detesta. EE UU y la OTAN tomaron parte por un bando en una guerra civil en la que los talibanes son solo una parte. Los occidentales perdieron el prestigio, el aura de ser un partido independiente, limpio, justo, con poder, que luchaba por el bien común. EE UU y sus aliados europeos quedaron contaminados por los mismos males que decían combatir, sobre todo la corrupción que salpica a los contratistas y a los guardas privados de seguridad, el cuarto partido de la guerra tras la EE UU-OTAN, afganos y talibanes.
En 2007, los talibanes se aprovecharon de la situación de vacío político, de la idea de que todo estaba ganado y fluía sin ayuda, y tomaron la iniciativa militar. Desde entonces no han dejado de ganar terreno. Los últimos ataques dentro de la llamada Zona Verde de Kabul, y sobre todo el asesinato del expresidente Burhanddin Rabbabi, demuestran que los talibanes y sus aliados de la Red Haqqani están dentro de Kabul con sus quintacolumnistas, y que el Gobierno de Hamid Karzai, que robó sin complejos las elecciones presidenciales de 2009 ante el silencio de sus patrocinadores, no resistirá ni un día sin el paraguas de las tropas extranjeras.
Aquellas barbas rasuradas, aquellos burkas levantados de 2001 eran una ficción, pero con el tiempo, fueron algo mucho más importante: la escenificación de una línea política, más dedicada a crear la ilusión de la democratización de un país en el que el 84% de las mujeres son analfabetas , que en crear condiciones reales de mejora. Esas mujeres maltratadas por los talibanes y maltratadas por el Gobierno financiado por EE UU y sus aliados son el verdadero símbolo de un fracaso y las principales víctimas si todo se desmoronada, como en Hanoi. La historia nunca se repite, pero a veces se parece demasiado.