Gadafi: El tirano excéntrico que sedujo a Occidente

Gadafi supo usar el petróleo para limpiar su imagen mientras los libios sufrían sus desmanes

Trípoli, El País

La foto del cadáver ensangrentado de Muamar el Gadafi difícilmente va a borrar la imagen de gobernante excéntrico que el tirano se construyó durante sus 42 años en el poder. Ahora es fácil que los primeros ministros del mundo democrático comparezcan ante las cámaras para congratularse de la desaparición del dictador de los mil disfraces. Pero hace apenas un par de años, los mismos políticos le recibían con los brazos abiertos esperando conquistar sus petrodólares. Y los medios de comunicación nos entreteníamos hablando de la jaima, la camella y la guardia personal de 30 vírgenes, que le acompañaban en sus viajes.

Después del fracaso de su revolución verde, Gadafi (Sidra, 1942-2011) logró reinventarse de cara a la comunidad internacional en 2003 admitiendo su responsabilidad en el atentado de Lockerbie y renunciando a las armas de destrucción masiva. El gesto le valió el restablecimiento de relaciones diplomáticas con EE UU y, sobre todo, el regreso de las compañías petroleras norteamericanas y, tras su señuelo, del resto de las empresas del sector ávidas de nuevas fuentes de petróleo y gas. Pero no logró seducir a los libios, que seguían sufriendo sus desmanes.

Alentados por el éxito de la revuelta tunecina, familiares de los mil presos aniquilados en 1996 en la cárcel de Abu Salim de Trípoli vencieron el miedo y se manifestaron contra la detención de Fathi Terbii, el abogado que les representaba. Era el 15 de febrero y se había desatado una fuerza incontenible que no ha parado hasta acabar no solo con su régimen, sino con su persona. La forma en que intentó moldear Libia a su imagen y semejanza no permitía otra alternativa.

Gadafi derrocó al enfermo rey Idris en un golpe de Estado en 1969. Pero el joven coronel no se conformó con controlar un país tres veces más grande que España y con una décima parte de su población. Inspirado por las arengas panarabistas del egipcio Abdel Gamal Nasser con las que creció, quiso establecer un sistema de gobierno distinto del capitalismo y el comunismo, aderezado además con una adaptación sui generis del islam, que los más puristas denunciaron como herética y que alentó el principal desafío a su autoridad en la oposición islamista.

A los cuatro años de su llegada al poder, lanzó una revolución cultural que aspiraba a eliminar cualquier influencia extranjera y crear una sociedad nueva. Su doctrina, recogida en el famoso Libro Verde, buscaba diferenciar a Libia de su entorno. Terminó por aislarla del mundo. Estableció como forma de gobierno la yamahiría, un neologismo que creó a partir de la palabra árabe yumhuría (república) y que se traducía como “gobierno de las masas”.

En teoría, el poder pasó a unos comités populares, a menudo dirigidos por adolescentes educados en el culto a su personalidad. Se purgó a los funcionarios considerados corruptos y se quemaron libros políticamente peligrosos. En realidad, los comités sirvieron de pretexto para arrinconar al Consejo de Mando de la Revolución y quitar competencias a ministros, gobernadores provinciales y otros altos funcionarios.

Aunque oficialmente acabó con la monarquía, Gadafi ejercía como el más caprichoso de los reyes absolutos

Como otros déspotas, Gadafi concentró en sus manos el poder absoluto. Todo ello aderezado por una buena dosis de teatralidad que le convirtió en uno de los líderes más extravagantes del siglo pasado. Su costumbre de recibir a los invitados bajo una carpa beduina en medio del desierto, o su gusto por los uniformes y trajes regionales, añadían un toque exótico que deleitaba a la prensa extranjera, incapaz de acceder a la Libia real que él había cerrado a cal y canto.

Aunque oficialmente acabó con la monarquía, él ejercía como el más caprichoso de los reyes absolutos, ayudado por el petróleo. Y parecía estar preparando su sucesión por Saif el Islam, el segundo de los ocho hijos que ha tenido con dos esposas.

Su coqueteo con el terrorismo internacional terminó por pasarle factura. Tras varios atentados contra intereses norteamericanos, la Administración Reagan decidió darle una lección. Los bombardeos contra Trípoli y Bengasi no solo dejaron docenas de muertos, incluida una hija adoptiva de Gadafi, sino que marcaron el inicio de la marginación de Libia y su líder en la comunidad internacional. Pero el castigo no logró apagar sus ímpetus revolucionarios.

Apenas dos años más tarde, se le atribuía el atentado contra un avión de la Pan Am que estalló sobre la ciudad escocesa de Lockerbie y dejó 270 muertos. Fue la gota que desbordó el vaso. Las sanciones de la ONU hicieron que las empresas europeas siguieran a las norteamericanas y abandonaron el país. Se le cortaron las conexiones aéreas con el exterior (aunque curiosamente no se le prohibió exportar su petróleo). Ni siquiera sus hermanos árabes salieron en su defensa.

Gadafi volvió sus ojos hacia el Sur, donde su generosidad explica la ayuda que recibió de algunos de sus vecinos hasta sus últimos días en el poder. Pero África no iba a sacarle del ostracismo. De ahí el cambio de rumbo que el Gobierno de Londres atribuyó la labor de su diplomacia y la mayoría de los observadores a un efecto colateral de la invasión de Irak. Menos conocida es la influencia que tuvo el desafío interno que desde principios de los años noventa le presentaban los militantes islamistas retornados de Afganistán o inspirados por los movimientos de los países vecinos y que organizaron al menos tres intentos de asesinato. Al final, ha sido un movimiento popular el que lo ha conseguido.

Entradas populares