Infantes de marina de EEUU dejan Afganistán con sensación mixta
Base Jackson, AP
Un infante de marina estadounidense que aguarda junto una pista de aterrizaje a las dos de la mañana recuerda a los compañeros muertos o heridos en Afganistán. Su vuelo de regreso no será sino hasta el mes próximo y cuenta los días que le faltan.
Sin embargo, también afirma que en cierto modo extrañará el país asiático.
"Es la vida o la muerte: así de sencillo", afirma el cabo Robert Cole, del Primer Batallón del Quinto Regimiento de Infantería de Marina, que en octubre concluirá un período de siete meses en la región sureña de Sangin. "Es agradable en cierto sentido porque no hay que ocuparse de ninguna otra cosa en el mundo".
La narrativa dominante sobre la guerra en otro país es que sus protagonistas ansían volver a sus hogares, a sus familias, las comodidades y el lujo de no tener que preocuparse más por la posibilidad inmediata de la muerte o sufrir heridas. Desde ya se aplica a los soldados estadounidenses jóvenes en las zonas de combate en Afganistán, pero no es toda la historia.
El combate puede provocar un sentido de urgencia, significado, orden y pertenencia. Está la euforia de la lucha o el horror de rescatar a un camarada herido por una bomba en una patrulla. Es una experiencia amplificada, instantánea, un instante que se reduce a la esencia que contrasta con las minucias y pequeñeces de la vida añorada.
Gracias a la esforzada misión de una unidad que operó antes en el lugar, el batallón de infantería de marina ha presenciado una disminución de ataques del Talibán en Sangin, un área en el sur de Afganistán donde la insurgencia y las fuerzas británicas quedaron trenzadas en un virtual estancamiento.
Ahora los soldados tienen más tiempo para cumplir su misión y se sientan de piernas cruzadas con los venerables locales en la esperanza de despojar a la insurgencia de apoyo popular.
Al principio fue duro. Cole dijo que su pelotón padeció cerca de un 30% de bajas, mayormente por bombas ocultas alrededor de su base.
Recordó cómo uno de sus compañeros en patrulla detonó una bomba que le arrancó las piernas. Otro corrió hacia el herido para aplicarle torniquetes sabiendo que se moriría desangrado si antes controlaba metódicamente, siguiendo su capacitación, la posibilidad de que hubiese otros explosivos a su paso y cuando el segundo efectivo empezó a arrastrar al primero hacia la seguridad detonó otra bomba que le cortó sus propias piernas, según Cole, pero salvó a su camarada.
"No perdió las piernas por su país, sino por su hermano", afirmó Cole, residente en Klamath Falls, Oregón. Señaló hacia donde estaba otro infante de marina en la Base Jackson del batallón al admitir: "el único atisbo de sanidad que nos mantiene a flote es que tengo que protegerlo a él y él a mí".
Cole, de 22 años, quedó confinado en la base después de padecer contusiones en dos explosiones.
El cabo no alienta resentimientos. Atesora la enérgica lealtad que provoca compartir la sangre derramada. La política, el debate sobre la racionalidad de que los estadounidenses hayan estado una década en este país lejano, o el plan de retirar las fuerzas internacionales de combate para fines de 2014 parecen irrelevantes a los jóvenes infantes de marina.
Mientras hablaba, aterrizaba en la penumbra la masa oscura de un Osprey, una cruza de avión y helicóptero con rotores basculantes con las luces apagadas para restar blanco a los insurgentes.
Los rotores levantaron un remolino de viento y polvo y el cabo, después de desahogarse, atinó a decir "Gracias por escuchar".
Un infante de marina estadounidense que aguarda junto una pista de aterrizaje a las dos de la mañana recuerda a los compañeros muertos o heridos en Afganistán. Su vuelo de regreso no será sino hasta el mes próximo y cuenta los días que le faltan.
Sin embargo, también afirma que en cierto modo extrañará el país asiático.
"Es la vida o la muerte: así de sencillo", afirma el cabo Robert Cole, del Primer Batallón del Quinto Regimiento de Infantería de Marina, que en octubre concluirá un período de siete meses en la región sureña de Sangin. "Es agradable en cierto sentido porque no hay que ocuparse de ninguna otra cosa en el mundo".
La narrativa dominante sobre la guerra en otro país es que sus protagonistas ansían volver a sus hogares, a sus familias, las comodidades y el lujo de no tener que preocuparse más por la posibilidad inmediata de la muerte o sufrir heridas. Desde ya se aplica a los soldados estadounidenses jóvenes en las zonas de combate en Afganistán, pero no es toda la historia.
El combate puede provocar un sentido de urgencia, significado, orden y pertenencia. Está la euforia de la lucha o el horror de rescatar a un camarada herido por una bomba en una patrulla. Es una experiencia amplificada, instantánea, un instante que se reduce a la esencia que contrasta con las minucias y pequeñeces de la vida añorada.
Gracias a la esforzada misión de una unidad que operó antes en el lugar, el batallón de infantería de marina ha presenciado una disminución de ataques del Talibán en Sangin, un área en el sur de Afganistán donde la insurgencia y las fuerzas británicas quedaron trenzadas en un virtual estancamiento.
Ahora los soldados tienen más tiempo para cumplir su misión y se sientan de piernas cruzadas con los venerables locales en la esperanza de despojar a la insurgencia de apoyo popular.
Al principio fue duro. Cole dijo que su pelotón padeció cerca de un 30% de bajas, mayormente por bombas ocultas alrededor de su base.
Recordó cómo uno de sus compañeros en patrulla detonó una bomba que le arrancó las piernas. Otro corrió hacia el herido para aplicarle torniquetes sabiendo que se moriría desangrado si antes controlaba metódicamente, siguiendo su capacitación, la posibilidad de que hubiese otros explosivos a su paso y cuando el segundo efectivo empezó a arrastrar al primero hacia la seguridad detonó otra bomba que le cortó sus propias piernas, según Cole, pero salvó a su camarada.
"No perdió las piernas por su país, sino por su hermano", afirmó Cole, residente en Klamath Falls, Oregón. Señaló hacia donde estaba otro infante de marina en la Base Jackson del batallón al admitir: "el único atisbo de sanidad que nos mantiene a flote es que tengo que protegerlo a él y él a mí".
Cole, de 22 años, quedó confinado en la base después de padecer contusiones en dos explosiones.
El cabo no alienta resentimientos. Atesora la enérgica lealtad que provoca compartir la sangre derramada. La política, el debate sobre la racionalidad de que los estadounidenses hayan estado una década en este país lejano, o el plan de retirar las fuerzas internacionales de combate para fines de 2014 parecen irrelevantes a los jóvenes infantes de marina.
Mientras hablaba, aterrizaba en la penumbra la masa oscura de un Osprey, una cruza de avión y helicóptero con rotores basculantes con las luces apagadas para restar blanco a los insurgentes.
Los rotores levantaron un remolino de viento y polvo y el cabo, después de desahogarse, atinó a decir "Gracias por escuchar".