Violencia en Inglaterra: Una semana de furia
Los disturbios de Inglaterra son difíciles de comprender porque encierran diversos fenómenos a la vez. Algunos, conocidos: pobreza, delincuencia, exclusión social y compleja integración de las minorías étnicas. ¿Pero por qué había también jóvenes acomodados entre los alborotadores?
Londres, El País
El inglés es un pueblo guerrero y con tendencia a liarla. Sus hinchas de fútbol han dado al mundo la palabra hooligan, sus turistas suelen estar en casi todas las peleas veraniegas y sus barrios multiétnicos -o sus guetos monoétnicos- explotan de vez en cuando. Pero nadie estaba preparado para la ola de violencia que estalló el pasado sábado por la tarde en Tottenham y se extendió durante cuatro días, primero al resto de Londres y luego a numerosas ciudades de Inglaterra y en particular a Birmingham y Manchester.
Al margen de cuáles fueron las circunstancias del incidente que detonó el conflicto -la muerte del joven Mark Duggan por disparos de la policía- o las condiciones de vida de muchos de los que se echaron a la calle, nadie acierta a dar con una explicación. Quizás porque no hay una explicación, sino muchas. Quizás porque el saqueo multitudinario de tiendas sea el reflejo de muchos fenómenos al mismo tiempo. Porque no es fácil entender un movimiento capaz de darse el placer de convertir en antorcha una casa de muebles con 140 años de historia, atropellar a un grupo de musulmanes que protegían sus propiedades, provocando la muerte de tres de ellos, matar a patadas a un hombre que intentaba evitar un incendio, o desafiar durante horas a la policía. Lo mismo en Hackney (Londres) que en el centro de Birmingham o de Manchester. Un movimiento que ha obligado al primer ministro y al Parlamento a interrumpir sus vacaciones y a movilizar a la policía de todo el país.
Los disturbios de esta semana en Inglaterra son difíciles de comprender, porque encierran diversos fenómenos al mismo tiempo. Algunos, conocidos: pobreza, exclusión social, dificultades de integración-aceptación de las minorías étnicas, las relaciones difíciles históricamente entre la policía y esas minorías. Otros son fenómenos nuevos, como el papel que han jugado las nuevas tecnologías de comunicación y en particular las redes sociales. Hay, además, aspectos circunstanciales, como la torpeza inicial de la policía para afrontar la situación.
Hay también factores cuyo peso en este fenómeno es objeto de encendidas polémicas, como el efecto que tiene a largo plazo el Estado de bienestar, que a juicio de algunos transforma a parte de la población más desfavorecida en parias sin incentivos para salir del agujero en el que viven, la incapacidad del Estado de superar ese problema a través del sistema educativo, los efectos en la sociedad de las familias monoparentales, o el consumismo que acaba fomentando el sistema económico neoliberal. Otros factores son coyunturales, como el impacto de las políticas de ajuste impulsadas por la coalición de conservadores y liberal-demócratas. Y algunos, en fin, entran en el terreno de la sociología, como el culto al gangsterismo o el comportamiento de las masas.
El profesor John Brewer, presidente de la Asociación Sociológica Británica, cree que el Gobierno debería tener muy en cuenta ese último aspecto en lugar de tratar los disturbios como un fenómeno puramente criminal, como ha hecho el primer ministro, David Cameron, con el apoyo del líder de la oposición, el laborista Ed Miliband.
"Veo los disturbios como una clásica forma de comportamiento de masas", explica Brewer. "Lo que hay que tener en cuenta con las masas es que son impredecibles e irracionales. Las dinámicas de una muchedumbre se imponen y la gente pierde su identidad", explica. "Lo que es realmente interesante sobre los participantes en los disturbios de estos días es que había gente que normalmente no se comportaría de la forma que hemos visto que se comportaban. Había una bailarina, una enfermera... Si nos fijamos en personas que están siendo procesadas, no encajan con la imagen de jóvenes alienados, desencantados, criminales. Es un ejemplo de cómo gente corriente se ve absorbida por una muchedumbre y pierde sus inhibiciones y reservas habituales", añade.
"Es obvio que algunos tenían como único objetivo utilizar los disturbios para delinquir. Pero no todos. Castigar a cada uno de ellos como si fueran jóvenes desencantados que se han echado a la calle por razones criminales, significa no comprender y desfigurar los disturbios", asegura Brewer.
¿Significa eso que los tribunales tienen que tratar a unos y otros de forma distinta? "No. Pero el Gobierno tiene que entender que si utiliza el crimen como explicación, no va a comprender el comportamiento que representaban los disturbios. Que si etiquetan a los participantes como criminales, no va a comprender el fenómeno. Lo que ha de hacer el Gobierno es verlo como un ejemplo de comportamiento de masas, de gente que normalmente no haría lo que ha hecho", remacha el profesor.
Las palabras de Brewer deberían ser agua bendita para Natasha Reid, una joven de 24 años que el domingo por la noche robó un televisor de pantalla plana solo porque habían saqueado una tienda en su barrio, Edmonton, en el norte de Londres. "¿Por qué lo he hecho?", se pregunta desde entonces esta joven que un mes antes se había graduado como asistente social y vive en una familia sin problemas. Desde entonces no come ni duerme, ha explicado su madre al diario The Times. Acabó presentándose a la policía y devolviendo lo robado.
No es la única, muchos se preguntan por qué ha pasado todo esto en un país rico. "Hacen lo que hacen porque están aburridos y así se divierten. Pero también porque les resulta fácil unirse a un grupo o a una banda. A los padres de muchos de ellos no les importa lo que hacen o no lo saben. Tampoco les importa si los dirigentes son corruptos o no. No les importa nada", explica Chantal, una joven de 20 años de origen jamaicano en Hackney, al este de Londres.
Hackney es un barrio pobre, pero es también un barrio emergente, en el que la marginación social se confunde con un cierto espíritu bohemio. Es uno de los pocos lugares en los que los disturbios no han sido un mero ejercicio de saqueo, sino un enfrentamiento con la policía que, en parte, ha tenido aires de protesta política semejante a batallas del pasado, como las que hubo en Brixton en 1981 o en Tottenham en 1985.
Aquellos disturbios eran sobre todo una rebelión de los negros contra la policía y contra su marginación en la sociedad. Todo ha sido muy distinto esta vez. Empezó en Tottenham el sábado 6 de agosto por un conflicto entre la policía y la comunidad afrocaribeña. Sam, que trabajaba en el North East London College y ha perdido el empleo por el tijeretazo al presupuesto, vive en Tottenham y pertenece a esa minoría. "Me apunto a la oficina de empleo, pero nunca me llaman", explica. "Quien sí se fija en mí es la policía. Conozco amigos blancos detenidos por posesión de drogas que son liberados muy pronto. Los negros vamos a la cárcel". "Ya antes de los altercados, había mucha furia contra los políticos en las zonas pobres. El conflicto racial no ha desaparecido, pero ahora hay otros factores", asegura.
Bobby estudió dos años de ingeniería y, ya entrado en la veintena, aún vive con sus padres. No tiene acceso a una vivienda oficial. Dejó los estudios. "Lo que ha pasado no es una coincidencia. Con el alto desempleo, con el declive económico, la degradación del sistema educativo, y con lo que hacen los políticos, nada bueno vendrá", razona. "En las películas se suele ver a pocos negros educados. Somos traficantes o asesinos. Para nosotros, aunque seamos graduados, todo resulta más difícil", se queja.
Thomas Johnson, un estudiante de periodismo de 24 años de origen eritreo: "Lo que está sucediendo en Inglaterra es un anticipo de lo que sucederá en otros lugares, también en Madrid y en Nueva York. En Londres ha ocurrido antes porque aquí los ricos y los pobres, a diferencia de otras ciudades, viven en barrios contiguos".
"Hay mucha corrupción. Ya nadie sabe lo que es correcto. Muchos sienten que carecen de poder para influir y que solo tienen que pagar impuestos. Pero también es cierto que las políticas de subsidios no promueven el esfuerzo personal de los ciudadanos que los reciben", reconoce. Enlazando con ese argumento, un tendero indio advierte: "Los padres deberían tener más control sobre sus hijos. Es obvio que los Gobiernos de este país son muy blandos, falta más disciplina en las escuelas".
Los disturbios han puesto en primer plano ese viejo doble debate: el papel que deberían jugar las familias para acabar con el gamberrismo endémico del país, los enormes problemas de comportamiento antisocial y, en paralelo, los efectos perniciosos que puede tener un sistema de ayudas sociales que acaba por desincentivar a muchos de los que las reciben.
Es un debate que obsesiona en particular a Anthony Daniels, médico y psiquiatra de prisiones ya retirado y reconvertido en escritor y articulista con el seudónimo de Theodore Dalrymple. "Los jóvenes británicos lideran el mundo occidental en casi todos los aspectos de patología social, desde las tasas de adolescentes embarazadas a las de drogadicción, desde alcoholismo a crímenes violentos", afirma en The Australian.
"Los niños británicos tienen más posibilidades de tener un televisor en su habitación que un padre viviendo en casa. Un tercio de ellos nunca han comido con otro miembro de su familia en la casa familiar. Familia no es la palabra que define la estructura social de la gente en las zonas de la que proceden mayormente los protagonistas de los disturbios. Son, por lo tanto, radicalmente asociales y profundamente egoístas. Al crecer están destinados no solo al desempleo sino a ser inempleables", sostiene.
"Los disturbios son la apoteosis del Estado de bienestar y de la cultura popular en su forma británica", afirma en otro artículo en City Journal. "Una población que cree que tiene derecho a altos niveles de consumo con independencia de su esfuerzo personal; y que si no consigue alcanzar esos niveles en comparación con los demás lo percibe como una injusticia. Se ven a sí mismos como despojados, incluso a pesar de que cada uno de sus miembros ha recibido una educación que ha costado 80.000 dólares, por la que ni él ni probablemente ningún miembro de su familia ha hecho mucho por contribuir. E incluso si fuera capaz de reconocer eso, no significa que vaya a mostrarse agradecido, porque la dependencia no crea agradecimiento. Al contrario: simplemente sentiría que las subvenciones no son suficientes para permitirle vivir como quisiera", sentencia Daniels.
¿Tienen razón quienes denuncian que el problema de fondo es que hay demasiada gente que recibe demasiada ayuda del Estado? "Hay un elemento de verdad en eso", admite Rod Morgan, profesor emérito de justicia criminal de la Universidad de Bristol y expresidente del Consejo de Justicia Juvenil. "Por un lado, hay una elevada proporción de familias en las que ninguno de sus miembros ha trabajado desde hace varias generaciones. Y se puede argumentar que su supervivencia se debe a que dependen completamente del Estado. Eso es verdad. Por otro lado, básicamente han tenido un apoyo insuficiente del Estado, el sistema educativo les ha fallado porque sus expectativas de conseguir un empleo son a menudo extraordinariamente bajas. Se puede decir que, en efecto, hay una dependencia excesiva del Estado y reciben demasiadas ayudas, pero al mismo tiempo es muy pobre el nivel de los servicios que les deberían permitir escapar de esa situación".
Mucha gente opina que el problema de fondo es que muchos padres no se ocupan de sus hijos, creen que es el Estado, no ellos, quien ha de educarles. "Sí, por supuesto, los padres deberían ser responsables de lo que hacen sus hijos", dice Morgan. "Pero hay mucha gente joven que procede de familias monoparentales, a menudo con madres que eran extraordinariamente jóvenes cuando los tuvieron. Este país tiene un considerable problema de embarazos juveniles. Una de las cosas que este país no ha sabido hacer bien es ayudar a los jóvenes padres a afrontar mejor el comportamiento destructivo de sus hijos adolescentes", concluye.
Según el profesor Rod Morgan, una de las grandes diferencias entre los disturbios de los años ochenta y los de esta semana es que los de ahora han sido "una expresión de violencia generalizada y para muchos de los que participaron era como una fiesta". Morgan agrega: "¿Por qué? Creo que en este país tenemos una generación de gente joven que en líneas generales ha fracasado, que vive en ambientes y en comunidades con familias altamente disfuncionales, con pocos estudios, y ese problema se va a complicar aún más con la crisis y los recortes de los servicios locales", añade. "No estoy diciendo que esos factores específicos sean las causas primarias, pero forman parte del conjunto de causas. Y como seguimos políticas económicas neoliberales, el diferencial de ingresos en este país tiende a ser mucho peor que en la mayoría de los demás países occidentales. Hemos creado una sociedad consumista altamente individualizada en la que algunos productos se escapan a la capacidad de ciertos grupos para conseguirlos, y debido a su falta de educación y a sus escasas aspiraciones se crea una mezcla muy potente y potencialmente peligrosa".
Otra diferencia notable respecto a disturbios anteriores es que aquellos eran conflictos entre un determinado grupo étnico y la policía o entre grupos étnicos. No ha sido el caso de esta vez. "Lo que no quiere decir que no pueda llegar a serlo; preocupa el potencial para provocar enfrentamientos interraciales", advierte Morgan.
Un peligro que se hizo evidente en la zona de Winson Green, en Birmingham, donde la muerte de tres musulmanes atropellados por un afrocaribeño ha dañado la relación entre esas dos comunidades. Pero detrás de esas tensiones palpitan otros problemas. "La gente tiene muchas carencias de formación académica en este distrito. El Gobierno debe entender lo que la comunidad necesita: empleos", se quejaba Bustan al Qadri, representante del consejo de mezquitas de las West Midlands.
La tensión se palpaba aún en Winson Green 36 horas después del atropello de dos hermanos de 30 y 31 años y un joven de 21. Aunque el primer ministro, David Cameron, rindió homenaje al padre del chico más joven por sus esfuerzos para evitar que las muertes provocaran un enfrentamiento violento entre negros y musulmanes, creen que el primer ministro minusvaloró el incidente en los Comunes. Fue quizás el menor de sus reproches. Líderes de varias comunidades se quejaban en Winson Green de que las cámaras de seguridad no funcionan en el barrio y de que las ambulancias tardaron esa noche más de media hora en llegar al lugar del ataque. Detrás de los disturbios, sea cual sea su origen emocional, hay también problemas materiales. El Gobierno admite ya que tiene que abordar diversas cuestiones sociales y económicas para evitar que una oleada de violencia como la ocurrida ahora vuelva a repetirse.
Un disparo policial fue la espoleta del caos
Donovan, de 19 años, amante de la batería, padre jamaicano y madre inglesa, da la impresión de ser un chaval centrado. "Nunca olvidaré la conversación que tuve en un autobús con Mark Duggan. Me dijo que no me metiera en problemas, que él lo había hecho y que pasó demasiado tiempo entrando y saliendo de la cárcel", comenta cerca de la comisaría de Tottenham, el suburbio donde el pasado día 6 prendió el chispazo de los disturbios. Sam, amigo de Donovan, de 25 años y origen antillano, asegura que "Duggan no era estúpido. No apuntaría un arma contra un policía". No quisieron decir nada más. Aunque de sus muecas se deduce que saben mucho más de lo que contaban el miércoles, un par de días antes de que la Comisión Independiente de Quejas de la Policía emitiera un comunicado en el que deja claro que Duggan, el hombre de 29 años muerto a tiros hace 10 días, no disparó contra los agentes. La comisión precisó que la policía pudo proporcionar información confusa, y muchos medios de comunicación publicaron que Duggan empleó su pistola contra los agentes que seguían sus pasos desde meses atrás. La familia de la víctima no creyó nunca la inicial versión policial.
Duggan, padre de tres hijos con su novia -la estudiante universitaria Semone Wilson, de la misma edad-, era un tipo al que todo el mundo conocía en Tottenham. Minutos antes de morir envió desde un taxi un mensaje a Semone en el que decía que la policía le seguía. "Era un buen padre. Adoraba a sus hijos", comentó la viuda. Diferente es si era un buen ciudadano. No lo parece.
Duggan creció en Broadwater Farm, un bloque de edificios de protección oficial, un lugar propicio para que emerjan las bandas juveniles. En su página de Facebook colgó fotos en las que sale formando una pistola con los dedos de la mano, y en otra, vestido con una camiseta en la que se lee Star Gang, el nombre de una banda escindida de otro grupo criminal, Man Dem, dedicado al tráfico de cocaína. Quienes le apreciaban definían a Duggan como "soldado", "general de cinco estrellas" y otros calificativos usados en el hampa.
Algunos vecinos de Tottenham han relatado que Duggan solía llevar un arma "porque estaba paranoico" desde que su primo Kelvin Easton, de 23 años, murió en marzo a las puertas de un club nocturno (alguien rompió una botella y se la clavó en el corazón). Desde entonces, la policía seguía muy de cerca los pasos de Duggan.
Londres, El País
El inglés es un pueblo guerrero y con tendencia a liarla. Sus hinchas de fútbol han dado al mundo la palabra hooligan, sus turistas suelen estar en casi todas las peleas veraniegas y sus barrios multiétnicos -o sus guetos monoétnicos- explotan de vez en cuando. Pero nadie estaba preparado para la ola de violencia que estalló el pasado sábado por la tarde en Tottenham y se extendió durante cuatro días, primero al resto de Londres y luego a numerosas ciudades de Inglaterra y en particular a Birmingham y Manchester.
Al margen de cuáles fueron las circunstancias del incidente que detonó el conflicto -la muerte del joven Mark Duggan por disparos de la policía- o las condiciones de vida de muchos de los que se echaron a la calle, nadie acierta a dar con una explicación. Quizás porque no hay una explicación, sino muchas. Quizás porque el saqueo multitudinario de tiendas sea el reflejo de muchos fenómenos al mismo tiempo. Porque no es fácil entender un movimiento capaz de darse el placer de convertir en antorcha una casa de muebles con 140 años de historia, atropellar a un grupo de musulmanes que protegían sus propiedades, provocando la muerte de tres de ellos, matar a patadas a un hombre que intentaba evitar un incendio, o desafiar durante horas a la policía. Lo mismo en Hackney (Londres) que en el centro de Birmingham o de Manchester. Un movimiento que ha obligado al primer ministro y al Parlamento a interrumpir sus vacaciones y a movilizar a la policía de todo el país.
Los disturbios de esta semana en Inglaterra son difíciles de comprender, porque encierran diversos fenómenos al mismo tiempo. Algunos, conocidos: pobreza, exclusión social, dificultades de integración-aceptación de las minorías étnicas, las relaciones difíciles históricamente entre la policía y esas minorías. Otros son fenómenos nuevos, como el papel que han jugado las nuevas tecnologías de comunicación y en particular las redes sociales. Hay, además, aspectos circunstanciales, como la torpeza inicial de la policía para afrontar la situación.
Hay también factores cuyo peso en este fenómeno es objeto de encendidas polémicas, como el efecto que tiene a largo plazo el Estado de bienestar, que a juicio de algunos transforma a parte de la población más desfavorecida en parias sin incentivos para salir del agujero en el que viven, la incapacidad del Estado de superar ese problema a través del sistema educativo, los efectos en la sociedad de las familias monoparentales, o el consumismo que acaba fomentando el sistema económico neoliberal. Otros factores son coyunturales, como el impacto de las políticas de ajuste impulsadas por la coalición de conservadores y liberal-demócratas. Y algunos, en fin, entran en el terreno de la sociología, como el culto al gangsterismo o el comportamiento de las masas.
El profesor John Brewer, presidente de la Asociación Sociológica Británica, cree que el Gobierno debería tener muy en cuenta ese último aspecto en lugar de tratar los disturbios como un fenómeno puramente criminal, como ha hecho el primer ministro, David Cameron, con el apoyo del líder de la oposición, el laborista Ed Miliband.
"Veo los disturbios como una clásica forma de comportamiento de masas", explica Brewer. "Lo que hay que tener en cuenta con las masas es que son impredecibles e irracionales. Las dinámicas de una muchedumbre se imponen y la gente pierde su identidad", explica. "Lo que es realmente interesante sobre los participantes en los disturbios de estos días es que había gente que normalmente no se comportaría de la forma que hemos visto que se comportaban. Había una bailarina, una enfermera... Si nos fijamos en personas que están siendo procesadas, no encajan con la imagen de jóvenes alienados, desencantados, criminales. Es un ejemplo de cómo gente corriente se ve absorbida por una muchedumbre y pierde sus inhibiciones y reservas habituales", añade.
"Es obvio que algunos tenían como único objetivo utilizar los disturbios para delinquir. Pero no todos. Castigar a cada uno de ellos como si fueran jóvenes desencantados que se han echado a la calle por razones criminales, significa no comprender y desfigurar los disturbios", asegura Brewer.
¿Significa eso que los tribunales tienen que tratar a unos y otros de forma distinta? "No. Pero el Gobierno tiene que entender que si utiliza el crimen como explicación, no va a comprender el comportamiento que representaban los disturbios. Que si etiquetan a los participantes como criminales, no va a comprender el fenómeno. Lo que ha de hacer el Gobierno es verlo como un ejemplo de comportamiento de masas, de gente que normalmente no haría lo que ha hecho", remacha el profesor.
Las palabras de Brewer deberían ser agua bendita para Natasha Reid, una joven de 24 años que el domingo por la noche robó un televisor de pantalla plana solo porque habían saqueado una tienda en su barrio, Edmonton, en el norte de Londres. "¿Por qué lo he hecho?", se pregunta desde entonces esta joven que un mes antes se había graduado como asistente social y vive en una familia sin problemas. Desde entonces no come ni duerme, ha explicado su madre al diario The Times. Acabó presentándose a la policía y devolviendo lo robado.
No es la única, muchos se preguntan por qué ha pasado todo esto en un país rico. "Hacen lo que hacen porque están aburridos y así se divierten. Pero también porque les resulta fácil unirse a un grupo o a una banda. A los padres de muchos de ellos no les importa lo que hacen o no lo saben. Tampoco les importa si los dirigentes son corruptos o no. No les importa nada", explica Chantal, una joven de 20 años de origen jamaicano en Hackney, al este de Londres.
Hackney es un barrio pobre, pero es también un barrio emergente, en el que la marginación social se confunde con un cierto espíritu bohemio. Es uno de los pocos lugares en los que los disturbios no han sido un mero ejercicio de saqueo, sino un enfrentamiento con la policía que, en parte, ha tenido aires de protesta política semejante a batallas del pasado, como las que hubo en Brixton en 1981 o en Tottenham en 1985.
Aquellos disturbios eran sobre todo una rebelión de los negros contra la policía y contra su marginación en la sociedad. Todo ha sido muy distinto esta vez. Empezó en Tottenham el sábado 6 de agosto por un conflicto entre la policía y la comunidad afrocaribeña. Sam, que trabajaba en el North East London College y ha perdido el empleo por el tijeretazo al presupuesto, vive en Tottenham y pertenece a esa minoría. "Me apunto a la oficina de empleo, pero nunca me llaman", explica. "Quien sí se fija en mí es la policía. Conozco amigos blancos detenidos por posesión de drogas que son liberados muy pronto. Los negros vamos a la cárcel". "Ya antes de los altercados, había mucha furia contra los políticos en las zonas pobres. El conflicto racial no ha desaparecido, pero ahora hay otros factores", asegura.
Bobby estudió dos años de ingeniería y, ya entrado en la veintena, aún vive con sus padres. No tiene acceso a una vivienda oficial. Dejó los estudios. "Lo que ha pasado no es una coincidencia. Con el alto desempleo, con el declive económico, la degradación del sistema educativo, y con lo que hacen los políticos, nada bueno vendrá", razona. "En las películas se suele ver a pocos negros educados. Somos traficantes o asesinos. Para nosotros, aunque seamos graduados, todo resulta más difícil", se queja.
Thomas Johnson, un estudiante de periodismo de 24 años de origen eritreo: "Lo que está sucediendo en Inglaterra es un anticipo de lo que sucederá en otros lugares, también en Madrid y en Nueva York. En Londres ha ocurrido antes porque aquí los ricos y los pobres, a diferencia de otras ciudades, viven en barrios contiguos".
"Hay mucha corrupción. Ya nadie sabe lo que es correcto. Muchos sienten que carecen de poder para influir y que solo tienen que pagar impuestos. Pero también es cierto que las políticas de subsidios no promueven el esfuerzo personal de los ciudadanos que los reciben", reconoce. Enlazando con ese argumento, un tendero indio advierte: "Los padres deberían tener más control sobre sus hijos. Es obvio que los Gobiernos de este país son muy blandos, falta más disciplina en las escuelas".
Los disturbios han puesto en primer plano ese viejo doble debate: el papel que deberían jugar las familias para acabar con el gamberrismo endémico del país, los enormes problemas de comportamiento antisocial y, en paralelo, los efectos perniciosos que puede tener un sistema de ayudas sociales que acaba por desincentivar a muchos de los que las reciben.
Es un debate que obsesiona en particular a Anthony Daniels, médico y psiquiatra de prisiones ya retirado y reconvertido en escritor y articulista con el seudónimo de Theodore Dalrymple. "Los jóvenes británicos lideran el mundo occidental en casi todos los aspectos de patología social, desde las tasas de adolescentes embarazadas a las de drogadicción, desde alcoholismo a crímenes violentos", afirma en The Australian.
"Los niños británicos tienen más posibilidades de tener un televisor en su habitación que un padre viviendo en casa. Un tercio de ellos nunca han comido con otro miembro de su familia en la casa familiar. Familia no es la palabra que define la estructura social de la gente en las zonas de la que proceden mayormente los protagonistas de los disturbios. Son, por lo tanto, radicalmente asociales y profundamente egoístas. Al crecer están destinados no solo al desempleo sino a ser inempleables", sostiene.
"Los disturbios son la apoteosis del Estado de bienestar y de la cultura popular en su forma británica", afirma en otro artículo en City Journal. "Una población que cree que tiene derecho a altos niveles de consumo con independencia de su esfuerzo personal; y que si no consigue alcanzar esos niveles en comparación con los demás lo percibe como una injusticia. Se ven a sí mismos como despojados, incluso a pesar de que cada uno de sus miembros ha recibido una educación que ha costado 80.000 dólares, por la que ni él ni probablemente ningún miembro de su familia ha hecho mucho por contribuir. E incluso si fuera capaz de reconocer eso, no significa que vaya a mostrarse agradecido, porque la dependencia no crea agradecimiento. Al contrario: simplemente sentiría que las subvenciones no son suficientes para permitirle vivir como quisiera", sentencia Daniels.
¿Tienen razón quienes denuncian que el problema de fondo es que hay demasiada gente que recibe demasiada ayuda del Estado? "Hay un elemento de verdad en eso", admite Rod Morgan, profesor emérito de justicia criminal de la Universidad de Bristol y expresidente del Consejo de Justicia Juvenil. "Por un lado, hay una elevada proporción de familias en las que ninguno de sus miembros ha trabajado desde hace varias generaciones. Y se puede argumentar que su supervivencia se debe a que dependen completamente del Estado. Eso es verdad. Por otro lado, básicamente han tenido un apoyo insuficiente del Estado, el sistema educativo les ha fallado porque sus expectativas de conseguir un empleo son a menudo extraordinariamente bajas. Se puede decir que, en efecto, hay una dependencia excesiva del Estado y reciben demasiadas ayudas, pero al mismo tiempo es muy pobre el nivel de los servicios que les deberían permitir escapar de esa situación".
Mucha gente opina que el problema de fondo es que muchos padres no se ocupan de sus hijos, creen que es el Estado, no ellos, quien ha de educarles. "Sí, por supuesto, los padres deberían ser responsables de lo que hacen sus hijos", dice Morgan. "Pero hay mucha gente joven que procede de familias monoparentales, a menudo con madres que eran extraordinariamente jóvenes cuando los tuvieron. Este país tiene un considerable problema de embarazos juveniles. Una de las cosas que este país no ha sabido hacer bien es ayudar a los jóvenes padres a afrontar mejor el comportamiento destructivo de sus hijos adolescentes", concluye.
Según el profesor Rod Morgan, una de las grandes diferencias entre los disturbios de los años ochenta y los de esta semana es que los de ahora han sido "una expresión de violencia generalizada y para muchos de los que participaron era como una fiesta". Morgan agrega: "¿Por qué? Creo que en este país tenemos una generación de gente joven que en líneas generales ha fracasado, que vive en ambientes y en comunidades con familias altamente disfuncionales, con pocos estudios, y ese problema se va a complicar aún más con la crisis y los recortes de los servicios locales", añade. "No estoy diciendo que esos factores específicos sean las causas primarias, pero forman parte del conjunto de causas. Y como seguimos políticas económicas neoliberales, el diferencial de ingresos en este país tiende a ser mucho peor que en la mayoría de los demás países occidentales. Hemos creado una sociedad consumista altamente individualizada en la que algunos productos se escapan a la capacidad de ciertos grupos para conseguirlos, y debido a su falta de educación y a sus escasas aspiraciones se crea una mezcla muy potente y potencialmente peligrosa".
Otra diferencia notable respecto a disturbios anteriores es que aquellos eran conflictos entre un determinado grupo étnico y la policía o entre grupos étnicos. No ha sido el caso de esta vez. "Lo que no quiere decir que no pueda llegar a serlo; preocupa el potencial para provocar enfrentamientos interraciales", advierte Morgan.
Un peligro que se hizo evidente en la zona de Winson Green, en Birmingham, donde la muerte de tres musulmanes atropellados por un afrocaribeño ha dañado la relación entre esas dos comunidades. Pero detrás de esas tensiones palpitan otros problemas. "La gente tiene muchas carencias de formación académica en este distrito. El Gobierno debe entender lo que la comunidad necesita: empleos", se quejaba Bustan al Qadri, representante del consejo de mezquitas de las West Midlands.
La tensión se palpaba aún en Winson Green 36 horas después del atropello de dos hermanos de 30 y 31 años y un joven de 21. Aunque el primer ministro, David Cameron, rindió homenaje al padre del chico más joven por sus esfuerzos para evitar que las muertes provocaran un enfrentamiento violento entre negros y musulmanes, creen que el primer ministro minusvaloró el incidente en los Comunes. Fue quizás el menor de sus reproches. Líderes de varias comunidades se quejaban en Winson Green de que las cámaras de seguridad no funcionan en el barrio y de que las ambulancias tardaron esa noche más de media hora en llegar al lugar del ataque. Detrás de los disturbios, sea cual sea su origen emocional, hay también problemas materiales. El Gobierno admite ya que tiene que abordar diversas cuestiones sociales y económicas para evitar que una oleada de violencia como la ocurrida ahora vuelva a repetirse.
Un disparo policial fue la espoleta del caos
Donovan, de 19 años, amante de la batería, padre jamaicano y madre inglesa, da la impresión de ser un chaval centrado. "Nunca olvidaré la conversación que tuve en un autobús con Mark Duggan. Me dijo que no me metiera en problemas, que él lo había hecho y que pasó demasiado tiempo entrando y saliendo de la cárcel", comenta cerca de la comisaría de Tottenham, el suburbio donde el pasado día 6 prendió el chispazo de los disturbios. Sam, amigo de Donovan, de 25 años y origen antillano, asegura que "Duggan no era estúpido. No apuntaría un arma contra un policía". No quisieron decir nada más. Aunque de sus muecas se deduce que saben mucho más de lo que contaban el miércoles, un par de días antes de que la Comisión Independiente de Quejas de la Policía emitiera un comunicado en el que deja claro que Duggan, el hombre de 29 años muerto a tiros hace 10 días, no disparó contra los agentes. La comisión precisó que la policía pudo proporcionar información confusa, y muchos medios de comunicación publicaron que Duggan empleó su pistola contra los agentes que seguían sus pasos desde meses atrás. La familia de la víctima no creyó nunca la inicial versión policial.
Duggan, padre de tres hijos con su novia -la estudiante universitaria Semone Wilson, de la misma edad-, era un tipo al que todo el mundo conocía en Tottenham. Minutos antes de morir envió desde un taxi un mensaje a Semone en el que decía que la policía le seguía. "Era un buen padre. Adoraba a sus hijos", comentó la viuda. Diferente es si era un buen ciudadano. No lo parece.
Duggan creció en Broadwater Farm, un bloque de edificios de protección oficial, un lugar propicio para que emerjan las bandas juveniles. En su página de Facebook colgó fotos en las que sale formando una pistola con los dedos de la mano, y en otra, vestido con una camiseta en la que se lee Star Gang, el nombre de una banda escindida de otro grupo criminal, Man Dem, dedicado al tráfico de cocaína. Quienes le apreciaban definían a Duggan como "soldado", "general de cinco estrellas" y otros calificativos usados en el hampa.
Algunos vecinos de Tottenham han relatado que Duggan solía llevar un arma "porque estaba paranoico" desde que su primo Kelvin Easton, de 23 años, murió en marzo a las puertas de un club nocturno (alguien rompió una botella y se la clavó en el corazón). Desde entonces, la policía seguía muy de cerca los pasos de Duggan.