La guerra eterna de Somalia
El enfrentamiento con las milicias islamistas y la sequía atrapan a cuatro millones de personas - Las luchas internas han sumido al país en un caos que dura ya 20 años
Madrid, El País
Las imágenes anteriores al conflicto que comenzó en 1991 muestran la catedral de Mogadiscio en una avenida llena de palmeras y rodeada de taxis amarillos y de gente paseando. Los disparos y las explosiones de 20 años de guerra la han dejado completamente destrozada y en ruinas. Solo parte de una de sus torres resiste en pie y el techo y varias paredes han caído y se han convertido en escombros. Apenas hay coches y los pocos transeúntes, más que pasear, vagan por unas calles llenas de agujeros y de piedras.
En el interior de la catedral, un grupo de personas acaba de llegar y se afana en montar unas frágiles tiendas de campaña con ramas, cartones y trozos de tela. Son algunos de los más de 100.000 somalíes desplazados de sus hogares por la sequía y la violencia y que en los últimos dos meses han huido a la capital.
El hecho de que Mogadiscio esté en ruinas y en guerra y de que hasta hace unos días el Gobierno apenas controlaba una pequeña área de la capital, da cuenta de la medida de la desesperación de estas personas. "Hay mucha confusión en esta ciudad, la situación cambia constantemente, de bien para mal y de mal para bien", cuenta en la calle Hassan Hussein, un joven de 24 años. "Para trabajar, haría cualquier cosa, lo que fuera, y el hecho de que Al Shabab se haya ido no tiene importancia para nosotros porque sigue sin haber trabajo", señala.
Al Shabab es una milicia radical que pretende instalar un régimen islámico en Somalia y está enfrentada al Gobierno y a AMISOM, la fuerza de paz de la Unión Africana en Mogadiscio, que cuenta con 9.000 soldados procedentes de Uganda y Burundi. Gracias a estos soldados, financiados con dinero de la comunidad internacional, el Gobierno somalí es capaz de mantener su sede en Mogadiscio, aunque esta fuerza no es suficiente para garantizar el control de toda la ciudad o para expandirse más allá.
El pasado día 6, Al Shabab sorprendió a todos cuando anunció que se retiraba de la capital. Aun así, todavía se producen enfrentamientos esporádicos en el norte de la ciudad y la milicia controla gran parte del centro y el sur de Somalia, donde gobierna de acuerdo con una versión estricta de la ley islámica (sharía). Entre otras normas, Al Shabab prohíbe la música, el fútbol y los sujetadores y obliga a los hombres a llevar barba. Según AMISOM y varios analistas, la hambruna y diferencias entre sus líderes habrían debilitado a Al Shabab, que habría preferido abandonar sus puestos en Mogadiscio para iniciar una campaña de guerrilla urbana y de actos terroristas, más barata y simple que la guerra abierta.
El enfrentamiento entre Al Shabab y el Gobierno es la última fase del conflicto que ha mantenido a Somalia sin un Gobierno unificado y estable tras la caída del dictador Siad Barré en 1991. Esta situación de guerra permanente entre clanes, milicias y señores de la guerra se ha unido a la peor sequía en 60 años en el Cuerno de África, lo que en Somalia ha creado un desastre de magnitudes no vistas desde hace dos décadas.
Casi cuatro millones de personas necesitan ayuda humanitaria urgente en el país, cifra que asciende a 12 millones en toda la zona, según la ONU, que ha declarado una situación de hambruna en cinco regiones somalíes, algo que no sucedía desde 1992.
Tras la retirada de Al Shabab, que se considera a sí misma la rama de Al Qaeda en África oriental, Mogadiscio está controlada por las tropas del Gobierno y de AMISOM y por varias milicias. Algunas, como Al Sunna, están aliadas con el Gobierno, y otras operan de forma independiente y ofrecen servicios de seguridad a organizaciones o particulares.
"A estas milicias no las tememos porque este es su territorio", dice Hassan señalando a los grupos de hombres armados con rifles automáticos a su alrededor, a los que nadie parece prestar mucha atención.
Hasta hace unos días, el mercado de Bakara, la mayor área comercial de Mogadiscio y todo el país, era uno de los bastiones de Al Shabab. La milicia campaba a sus anchas por estas calles repletas de bares, tiendas, almacenes y empresas de telecomunicaciones, de los que extraía elevados impuestos. Aquí, uno podía comprar de todo, en un sentido casi literal. No solo comida y accesorios para el hogar, sino también equipos de artillería antiaérea nuevos por 120.000 dólares o de segunda mano por 50.000 dólares, ametralladoras por 12.000 dólares y rifles AK-47 por 300 dólares. Fue aquí donde el 3 de octubre de 1993 fue derribado el helicóptero Black Hawk estadounidense en la batalla de Mogadiscio. Ese día, las milicias somalíes mataron a 18 soldados norteamericanos en lo que supuso el inicio de la retirada de EE UU y la ONU de Somalia.
Hoy, las tropas del Gobierno patrullan Bakara por unas calles llenas de escombros en las que las fachadas agujereadas por las balas aún lucen coloridos murales que anuncian sus productos y servicios: teléfonos, hamburguesas, agencias de viajes, dentistas.
De repente, aparecen una furgoneta repleta de soldados fuertemente armados y un 4 - 4 con los cristales tintados y de su interior surge una figura militar de alto rango: Yusuf Mohamed Siad, conocido como Inda'Ade [Ojos Blancos], un general del Ejército somalí. Siad asegura que Al Shabab está más débil que nunca y que su retirada responde a tres razones: "Uno, han malinterpretado el Corán, por lo que Dios está en su contra; dos, sus líderes están divididos tras la muerte de Fazul [líder de Al Qaeda en el este de África, que murió el 11 de junio en Mogadiscio por disparos de soldados del Gobierno]; y tres, no se ponían de acuerdo en cómo repartirse el dinero".
La violencia y la sequía han provocado que, desde enero, más de 160.000 somalíes se hayan convertido en refugiados en Kenia y Etiopía y que casi un millón y medio hayan sido desplazados de sus hogares dentro de Somalia, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados. "La única ayuda que hemos visto es la de hombres de negocios somalíes que nos traen comida, eso es todo", dice Ali Mohamed en el hospital de Banadir en Mogadiscio. Su hijo, Yirow, sufre sarampión, lleva cuatro días ingresado y yace desnudo en una camilla junto a unos 25 pacientes más en un espacio junto a un pasillo en la planta baja del hospital.
Mohamed, su mujer y sus ocho hijos abandonaron su ciudad natal de Baidoa hace más de un mes. "Nunca había visto nada así, no ha llovido durante los dos últimos años", afirma Mohamed, que tiene 53 años, mostrando las palmas de sus manos, resecas y llenas de rasguños.
Las historias de los somalíes que dejan sus hogares y huyen a Mogadiscio coinciden con las de quienes fueron a la vecina Kenia, al campo de refugiados de Dadaab, el mayor del mundo con unas 440.000 personas. Todos hablan de parajes desérticos, de falta de agua, de animales muertos, de árboles secos, de ausencia de lluvias durante los últimos años. Y de la violencia y la intransigencia de Al Shabab. La milicia declaró que es falso que haya hambruna en las zonas bajo su control y amenazaba de muerte a los somalíes que querían escapar, que debían hacerlo a escondidas durante la noche. Además, exigía tasas a las organizaciones que trabajan en las áreas bajo su control y se la considera responsable de la muerte de al menos 14 cooperantes desde 2008. Finalmente, a principios de 2009 prohibió al Programa Mundial de Alimentos (PMA) y a otras agencias de Naciones Unidas operar en sus territorios.
En la práctica, esta imposibilidad se extendía también a Mogadiscio, donde por motivos de seguridad la ONU y las ONG internacionales trabajan a través de personal y socios locales, y donde la entrega de alimentos y material humanitario es muy complicada, irregular y escasa. Tampoco ayuda la poca capacidad del Gobierno somalí. Los donantes y la comunidad internacional desconfían de un Ejecutivo que ha tenido 11 jefes de Gobierno desde 2000 y al que Transparencia Internacional ha calificado como el más corrupto del mundo los últimos cuatro años.
La situación de conflicto permanente, la intransigencia de Al Shabab y la desorganización del Gobierno se suman a las consecuencias de una sequía que se veía venir desde hace meses. Las consecuencias de la crisis se aprecian en los campos de personas desplazadas en Mogadiscio, a los que desde mediados de junio han llegado 100.000 somalíes, que se han unido a los cerca de 370.000 desplazados que ya había en la capital, según cifras de ACNUR.
El mayor de estos campos es el de Badbado, que acoge a unas 30.000 personas. En somalí, su nombre quiere decir seguridad, pero, a pesar de este significado, fue aquí donde 10 personas murieron en un tiroteo el pasado día 5 durante una entrega de comida del PMA.
"Las ONG lo hacen todo mal", se queja Abdulkadir Moallin Noor, exministro de Estado para la Presidencia y líder de Al Sunna en Mogadiscio. "El PMA trajo 11 camiones de comida sin coordinar con nadie y simplemente la dejaron allí, y lo que querían es que fuera robada para decir a la comunidad internacional que no es seguro venir a Mogadiscio", critica Noor, cuya fortuna personal procede de diferentes negocios y cuyos soldados están pagados por el dinero que el Gobierno recibe de la comunidad internacional.
"Esa acusación es absolutamente falsa", responde a EL PAÍS Challiss McDonough, portavoz del PMA en África. McDonough reconoce que, cuando ocurrieron estos incidentes, no había personal del PMA en el terreno, ya que la entrega de comida se estaba haciendo a través de socios locales. Pero insiste en que esa es una práctica habitual en estas situaciones y que los alimentos llegaron a la gran mayoría de las personas que ese día debían recibirlos.
Naciones Unidas ha advertido de que el centro y el sur del país podrían ser declarados en situación de hambruna en las próximas semanas. Cientos de somalíes llegan cada día a Mogadiscio en busca de refugio. "No teníamos comida, no llovía... Todo el mundo se iba a Mogadiscio, así que les seguí", dice Hussein Somo, una mujer de 27 años. "No tengo comida, no tengo ropa", cuenta, sentada en el suelo; "no sabemos si podréis llegar a nosotros antes de que nos muramos".
Madrid, El País
Las imágenes anteriores al conflicto que comenzó en 1991 muestran la catedral de Mogadiscio en una avenida llena de palmeras y rodeada de taxis amarillos y de gente paseando. Los disparos y las explosiones de 20 años de guerra la han dejado completamente destrozada y en ruinas. Solo parte de una de sus torres resiste en pie y el techo y varias paredes han caído y se han convertido en escombros. Apenas hay coches y los pocos transeúntes, más que pasear, vagan por unas calles llenas de agujeros y de piedras.
En el interior de la catedral, un grupo de personas acaba de llegar y se afana en montar unas frágiles tiendas de campaña con ramas, cartones y trozos de tela. Son algunos de los más de 100.000 somalíes desplazados de sus hogares por la sequía y la violencia y que en los últimos dos meses han huido a la capital.
El hecho de que Mogadiscio esté en ruinas y en guerra y de que hasta hace unos días el Gobierno apenas controlaba una pequeña área de la capital, da cuenta de la medida de la desesperación de estas personas. "Hay mucha confusión en esta ciudad, la situación cambia constantemente, de bien para mal y de mal para bien", cuenta en la calle Hassan Hussein, un joven de 24 años. "Para trabajar, haría cualquier cosa, lo que fuera, y el hecho de que Al Shabab se haya ido no tiene importancia para nosotros porque sigue sin haber trabajo", señala.
Al Shabab es una milicia radical que pretende instalar un régimen islámico en Somalia y está enfrentada al Gobierno y a AMISOM, la fuerza de paz de la Unión Africana en Mogadiscio, que cuenta con 9.000 soldados procedentes de Uganda y Burundi. Gracias a estos soldados, financiados con dinero de la comunidad internacional, el Gobierno somalí es capaz de mantener su sede en Mogadiscio, aunque esta fuerza no es suficiente para garantizar el control de toda la ciudad o para expandirse más allá.
El pasado día 6, Al Shabab sorprendió a todos cuando anunció que se retiraba de la capital. Aun así, todavía se producen enfrentamientos esporádicos en el norte de la ciudad y la milicia controla gran parte del centro y el sur de Somalia, donde gobierna de acuerdo con una versión estricta de la ley islámica (sharía). Entre otras normas, Al Shabab prohíbe la música, el fútbol y los sujetadores y obliga a los hombres a llevar barba. Según AMISOM y varios analistas, la hambruna y diferencias entre sus líderes habrían debilitado a Al Shabab, que habría preferido abandonar sus puestos en Mogadiscio para iniciar una campaña de guerrilla urbana y de actos terroristas, más barata y simple que la guerra abierta.
El enfrentamiento entre Al Shabab y el Gobierno es la última fase del conflicto que ha mantenido a Somalia sin un Gobierno unificado y estable tras la caída del dictador Siad Barré en 1991. Esta situación de guerra permanente entre clanes, milicias y señores de la guerra se ha unido a la peor sequía en 60 años en el Cuerno de África, lo que en Somalia ha creado un desastre de magnitudes no vistas desde hace dos décadas.
Casi cuatro millones de personas necesitan ayuda humanitaria urgente en el país, cifra que asciende a 12 millones en toda la zona, según la ONU, que ha declarado una situación de hambruna en cinco regiones somalíes, algo que no sucedía desde 1992.
Tras la retirada de Al Shabab, que se considera a sí misma la rama de Al Qaeda en África oriental, Mogadiscio está controlada por las tropas del Gobierno y de AMISOM y por varias milicias. Algunas, como Al Sunna, están aliadas con el Gobierno, y otras operan de forma independiente y ofrecen servicios de seguridad a organizaciones o particulares.
"A estas milicias no las tememos porque este es su territorio", dice Hassan señalando a los grupos de hombres armados con rifles automáticos a su alrededor, a los que nadie parece prestar mucha atención.
Hasta hace unos días, el mercado de Bakara, la mayor área comercial de Mogadiscio y todo el país, era uno de los bastiones de Al Shabab. La milicia campaba a sus anchas por estas calles repletas de bares, tiendas, almacenes y empresas de telecomunicaciones, de los que extraía elevados impuestos. Aquí, uno podía comprar de todo, en un sentido casi literal. No solo comida y accesorios para el hogar, sino también equipos de artillería antiaérea nuevos por 120.000 dólares o de segunda mano por 50.000 dólares, ametralladoras por 12.000 dólares y rifles AK-47 por 300 dólares. Fue aquí donde el 3 de octubre de 1993 fue derribado el helicóptero Black Hawk estadounidense en la batalla de Mogadiscio. Ese día, las milicias somalíes mataron a 18 soldados norteamericanos en lo que supuso el inicio de la retirada de EE UU y la ONU de Somalia.
Hoy, las tropas del Gobierno patrullan Bakara por unas calles llenas de escombros en las que las fachadas agujereadas por las balas aún lucen coloridos murales que anuncian sus productos y servicios: teléfonos, hamburguesas, agencias de viajes, dentistas.
De repente, aparecen una furgoneta repleta de soldados fuertemente armados y un 4 - 4 con los cristales tintados y de su interior surge una figura militar de alto rango: Yusuf Mohamed Siad, conocido como Inda'Ade [Ojos Blancos], un general del Ejército somalí. Siad asegura que Al Shabab está más débil que nunca y que su retirada responde a tres razones: "Uno, han malinterpretado el Corán, por lo que Dios está en su contra; dos, sus líderes están divididos tras la muerte de Fazul [líder de Al Qaeda en el este de África, que murió el 11 de junio en Mogadiscio por disparos de soldados del Gobierno]; y tres, no se ponían de acuerdo en cómo repartirse el dinero".
La violencia y la sequía han provocado que, desde enero, más de 160.000 somalíes se hayan convertido en refugiados en Kenia y Etiopía y que casi un millón y medio hayan sido desplazados de sus hogares dentro de Somalia, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados. "La única ayuda que hemos visto es la de hombres de negocios somalíes que nos traen comida, eso es todo", dice Ali Mohamed en el hospital de Banadir en Mogadiscio. Su hijo, Yirow, sufre sarampión, lleva cuatro días ingresado y yace desnudo en una camilla junto a unos 25 pacientes más en un espacio junto a un pasillo en la planta baja del hospital.
Mohamed, su mujer y sus ocho hijos abandonaron su ciudad natal de Baidoa hace más de un mes. "Nunca había visto nada así, no ha llovido durante los dos últimos años", afirma Mohamed, que tiene 53 años, mostrando las palmas de sus manos, resecas y llenas de rasguños.
Las historias de los somalíes que dejan sus hogares y huyen a Mogadiscio coinciden con las de quienes fueron a la vecina Kenia, al campo de refugiados de Dadaab, el mayor del mundo con unas 440.000 personas. Todos hablan de parajes desérticos, de falta de agua, de animales muertos, de árboles secos, de ausencia de lluvias durante los últimos años. Y de la violencia y la intransigencia de Al Shabab. La milicia declaró que es falso que haya hambruna en las zonas bajo su control y amenazaba de muerte a los somalíes que querían escapar, que debían hacerlo a escondidas durante la noche. Además, exigía tasas a las organizaciones que trabajan en las áreas bajo su control y se la considera responsable de la muerte de al menos 14 cooperantes desde 2008. Finalmente, a principios de 2009 prohibió al Programa Mundial de Alimentos (PMA) y a otras agencias de Naciones Unidas operar en sus territorios.
En la práctica, esta imposibilidad se extendía también a Mogadiscio, donde por motivos de seguridad la ONU y las ONG internacionales trabajan a través de personal y socios locales, y donde la entrega de alimentos y material humanitario es muy complicada, irregular y escasa. Tampoco ayuda la poca capacidad del Gobierno somalí. Los donantes y la comunidad internacional desconfían de un Ejecutivo que ha tenido 11 jefes de Gobierno desde 2000 y al que Transparencia Internacional ha calificado como el más corrupto del mundo los últimos cuatro años.
La situación de conflicto permanente, la intransigencia de Al Shabab y la desorganización del Gobierno se suman a las consecuencias de una sequía que se veía venir desde hace meses. Las consecuencias de la crisis se aprecian en los campos de personas desplazadas en Mogadiscio, a los que desde mediados de junio han llegado 100.000 somalíes, que se han unido a los cerca de 370.000 desplazados que ya había en la capital, según cifras de ACNUR.
El mayor de estos campos es el de Badbado, que acoge a unas 30.000 personas. En somalí, su nombre quiere decir seguridad, pero, a pesar de este significado, fue aquí donde 10 personas murieron en un tiroteo el pasado día 5 durante una entrega de comida del PMA.
"Las ONG lo hacen todo mal", se queja Abdulkadir Moallin Noor, exministro de Estado para la Presidencia y líder de Al Sunna en Mogadiscio. "El PMA trajo 11 camiones de comida sin coordinar con nadie y simplemente la dejaron allí, y lo que querían es que fuera robada para decir a la comunidad internacional que no es seguro venir a Mogadiscio", critica Noor, cuya fortuna personal procede de diferentes negocios y cuyos soldados están pagados por el dinero que el Gobierno recibe de la comunidad internacional.
"Esa acusación es absolutamente falsa", responde a EL PAÍS Challiss McDonough, portavoz del PMA en África. McDonough reconoce que, cuando ocurrieron estos incidentes, no había personal del PMA en el terreno, ya que la entrega de comida se estaba haciendo a través de socios locales. Pero insiste en que esa es una práctica habitual en estas situaciones y que los alimentos llegaron a la gran mayoría de las personas que ese día debían recibirlos.
Naciones Unidas ha advertido de que el centro y el sur del país podrían ser declarados en situación de hambruna en las próximas semanas. Cientos de somalíes llegan cada día a Mogadiscio en busca de refugio. "No teníamos comida, no llovía... Todo el mundo se iba a Mogadiscio, así que les seguí", dice Hussein Somo, una mujer de 27 años. "No tengo comida, no tengo ropa", cuenta, sentada en el suelo; "no sabemos si podréis llegar a nosotros antes de que nos muramos".