Crisis financiera mundial: Hay que reinventar Europa
Debemos replantearnos los tres grandes proyectos de integración de la Unión: el euro, Schengen y una política exterior conjunta. Porque sin soluciones estructurales, los mercados seguirán castigando a nuestra moneda
Mark Leonard, El País
Hasta el mayor de los barcos se hundirá si es pilotado hasta alta mar sin acabar de construirse o con importantes defectos de diseño. Eso es lo que está sucediendo ahora con el proyecto europeo, cuando la eurozona sufre los embates de sucesivas oleadas especulativas. Cuantos más líderes europeos repiten promesas tranquilizadoras acerca de Grecia, menos les creen los mercados. Ya es hora de enfrentarse a los hechos: el mundo ya no está apostando en contra del euro, está poniendo a prueba la sostenibilidad del propio proyecto europeo. En lugar de defender un insostenible statu quo, los líderes europeos tienen que reinventar ahora los tres grandes proyectos de integración de los últimos 20 años -el euro, Schengen y una política exterior conjunta- antes de que se deshagan y causen un círculo vicioso de debilitamiento.
Con el euro -la más existencial de las crisis- los líderes se han centrado en el pánico a los mercados en lugar de abordar problemas más profundos. Se han encadenado precipitadamente medidas diversas: pruebas de resistencia carentes de credibilidad, una facilidad de crédito obstaculizada por reglas estrictas, la emisión conjunta de bonos que no son tanto eurobonos como, más que nunca, una supervisión presupuestaria europea sobre los 17 miembros de la eurozona. Estas medidas son bienvenidas, pero proceden de lagunas jurídicas del Tratado de Maastricht y, por lo tanto, no llegan al nivel que los eurobonos, una regulación bancaria europea y unos planes de garantía harán necesarios para proporcionar una solución duradera. Incluso aunque las escalas de deuda y déficit de la eurozona son bastante menores que las de Japón, Estados Unidos e incluso el Reino Unido, los mercados seguirán castigando al euro de manera desproporcionada hasta que estas soluciones estructurales se establezcan.
Las normas para viajar sin fronteras que se firmaron en Schengen también se encuentran bajo presión. Las fronteras europeas se abrieron en un momento en el que había varios cientos de miles de refugiados flotando por Europa, pero los controles sobre las fronteras nacionales se están recuperando como resultado de la presencia de algunos miles de refugiados tunecinos. Sin duda llegarán a un acuerdo que conceda a los Gobiernos el derecho a reintroducir controles temporales con la bendición de Bruselas, pero eso no resuelve el problema sustancial de tener una frontera común pero no una política de migraciones común.
La política exterior y de seguridad de Europa también afronta un vacío de credibilidad. El histórico proyecto de ampliación se ha detenido y, como resultado, la Unión Europea ha pasado de ser vista como el futuro de Turquía a ser tachada de "comatosa, estancada y geriátrica" por el primer ministro de ese país. La respuesta de Europa a la primavera árabe ha carecido de ambición, generosidad e imaginación (ha consistido solo en hablar de más mercados, dinero y movilidad). En Libia, la atrevida acción para salvar a Bengasi puede que no se convierta en otro Suez (como algunos han pretendido), pero está ya llevando a una pérdida de credibilidad en la defensa europea. Mientras que unos pocos países se han comprometido decididamente en la campaña, la mayoría están recortando sus presupuestos de defensa y engañándose a sí mismos con discursos sobre el llamado poder blando. En lugar de confiar en políticas exteriores nacionales asociadas a una burocracia europea dedicada a proporcionar una versión anémica de ampliación-light (despojada de uno de los grandes atractivos para unirse a Europa), los Gobiernos de la Unión Europea tienen que hallar urgentemente el modo de ejercer el poder ante los países que no serán miembros de esa Unión Europea.
Las crisis de Europa no provienen de una falta de capacidad militar o económica. La UE es aún el mayor mercado del mundo y representa el 17% del comercio mundial en comparación con el 12% de Estados Unidos, en tanto que Europa dispensa la mitad de la asistencia exterior mundial en comparación con el 20% norteamericano. Incluso en la esfera militar, la UE es la segunda tras Estados Unidos con el 21% del gasto militar mundial, en comparación con el 5% de China, el 3% de Rusia, el 2% de India y el 1,5 de Brasil.
Pero la incapacidad de la UE de gobernar su propia casa está alimentando la percepción global de su decadencia. Y esas percepciones de declive hacen de los europeos unos ciudadanos cada vez más cortos de miras, que solo intentan proteger su porción de un menguante pastel. El problema no ha sido el euroescepticismo, sino más bien unas élites en conflicto consigo mismas que se sienten asediadas por el populismo. En lugar de abogar por soluciones europeas, los líderes de Europa han desmentido hasta el último minuto su adopción de políticas comunes, para luego tratar de introducirlas de manera encubierta.
La solución a este enigma no vendrá mediante el intento de trivializar los problemas de Europa o buscando en Bruselas soluciones al gusto de todos. Desde que Francia y Holanda votaran no en 2005, los proeuropeos han actuado como el niño que puso su dedo en el dique; no queriendo aportar fundamentos por miedo a ser anegados por una inundación de euroescepticismo. Como resultado de ello se han encontrado defendiendo un insatisfactorio e insostenible statu quo: una moneda que no está respaldada por un tesoro público; fronteras conjuntas sin una política migratoria común; y una política exterior europea tecnocrática, divorciada de las fuentes de poder nacionales. Ello ha sumido a los líderes europeos en la incapacidad de sintonizar de un modo constructivo con el público sobre grandes temas políticos, como lo son la crisis financiera, la inmigración o Turquía.
El único camino para recuperar credibilidad -y para contener la marea de desintegración- será el de abordar esos problemas de frente y, al tiempo, cuestionar los clásicos enfoques proeuropeos que utilizaban el idealismo para evitar decisiones difíciles.
En primer lugar, los líderes europeos deben afrontar el hecho de que a medida que la eurozona se consolide dará lugar, tanto de iure como de facto, a una Europa de distintas velocidades. En lugar de ocultar este hecho, las instituciones europeas necesitarán enfrentarse a él, y buscar los modos de mantener el sentido de un objetivo común en el mundo mientras se impide que países autoexcluyentes como el Reino Unido entorpezcan las soluciones efectivas para cada una de las áreas de integración.
En segundo lugar, para prevenir que una Unión más diversa se empantane en una competición en busca de recursos de suma cero, los líderes europeos necesitarán llegar a un nuevo y explícito acuerdo entre acreedores y deudores, entre Estados miembros del Norte y del Sur, del Este y del Oeste. Ello necesitará conciliar austeridad con transferencias de presu-puesto, y liberalización con protección social.
Y, finalmente, los líderes de Europa necesitarán encontrar el modo de volver a inyectar política en la integración. Eso es más fácil de decir que de hacer: el método Monnet fue declarado muerto hace tres décadas, pero los Gobiernos europeos se han visto obligados a recuperarlo repetidamente ante la dificultad de ganar a la opinión pública.
Sin embargo, la triple crisis de Europa ha despojado a los Gobiernos nacionales del lujo de esconderse detrás de los débiles líderes que instalaban en Bruselas. Para impedir las consecuencias electorales del fracaso, deberían establecer ahora un panorama que las instituciones de la UE puedan poner en práctica. Desde su comienzo, la integración europea ha ido progresando en respuesta a crisis repetitivas, pero requiere de liderazgo político para hacer de ellas una fuente de energía en vez de parálisis. Este es el momento para la reinvención, no para el conservadurismo.
Mark Leonard es director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. Traducción de Juan Ramón Azaola.
Mark Leonard, El País
Hasta el mayor de los barcos se hundirá si es pilotado hasta alta mar sin acabar de construirse o con importantes defectos de diseño. Eso es lo que está sucediendo ahora con el proyecto europeo, cuando la eurozona sufre los embates de sucesivas oleadas especulativas. Cuantos más líderes europeos repiten promesas tranquilizadoras acerca de Grecia, menos les creen los mercados. Ya es hora de enfrentarse a los hechos: el mundo ya no está apostando en contra del euro, está poniendo a prueba la sostenibilidad del propio proyecto europeo. En lugar de defender un insostenible statu quo, los líderes europeos tienen que reinventar ahora los tres grandes proyectos de integración de los últimos 20 años -el euro, Schengen y una política exterior conjunta- antes de que se deshagan y causen un círculo vicioso de debilitamiento.
Con el euro -la más existencial de las crisis- los líderes se han centrado en el pánico a los mercados en lugar de abordar problemas más profundos. Se han encadenado precipitadamente medidas diversas: pruebas de resistencia carentes de credibilidad, una facilidad de crédito obstaculizada por reglas estrictas, la emisión conjunta de bonos que no son tanto eurobonos como, más que nunca, una supervisión presupuestaria europea sobre los 17 miembros de la eurozona. Estas medidas son bienvenidas, pero proceden de lagunas jurídicas del Tratado de Maastricht y, por lo tanto, no llegan al nivel que los eurobonos, una regulación bancaria europea y unos planes de garantía harán necesarios para proporcionar una solución duradera. Incluso aunque las escalas de deuda y déficit de la eurozona son bastante menores que las de Japón, Estados Unidos e incluso el Reino Unido, los mercados seguirán castigando al euro de manera desproporcionada hasta que estas soluciones estructurales se establezcan.
Las normas para viajar sin fronteras que se firmaron en Schengen también se encuentran bajo presión. Las fronteras europeas se abrieron en un momento en el que había varios cientos de miles de refugiados flotando por Europa, pero los controles sobre las fronteras nacionales se están recuperando como resultado de la presencia de algunos miles de refugiados tunecinos. Sin duda llegarán a un acuerdo que conceda a los Gobiernos el derecho a reintroducir controles temporales con la bendición de Bruselas, pero eso no resuelve el problema sustancial de tener una frontera común pero no una política de migraciones común.
La política exterior y de seguridad de Europa también afronta un vacío de credibilidad. El histórico proyecto de ampliación se ha detenido y, como resultado, la Unión Europea ha pasado de ser vista como el futuro de Turquía a ser tachada de "comatosa, estancada y geriátrica" por el primer ministro de ese país. La respuesta de Europa a la primavera árabe ha carecido de ambición, generosidad e imaginación (ha consistido solo en hablar de más mercados, dinero y movilidad). En Libia, la atrevida acción para salvar a Bengasi puede que no se convierta en otro Suez (como algunos han pretendido), pero está ya llevando a una pérdida de credibilidad en la defensa europea. Mientras que unos pocos países se han comprometido decididamente en la campaña, la mayoría están recortando sus presupuestos de defensa y engañándose a sí mismos con discursos sobre el llamado poder blando. En lugar de confiar en políticas exteriores nacionales asociadas a una burocracia europea dedicada a proporcionar una versión anémica de ampliación-light (despojada de uno de los grandes atractivos para unirse a Europa), los Gobiernos de la Unión Europea tienen que hallar urgentemente el modo de ejercer el poder ante los países que no serán miembros de esa Unión Europea.
Las crisis de Europa no provienen de una falta de capacidad militar o económica. La UE es aún el mayor mercado del mundo y representa el 17% del comercio mundial en comparación con el 12% de Estados Unidos, en tanto que Europa dispensa la mitad de la asistencia exterior mundial en comparación con el 20% norteamericano. Incluso en la esfera militar, la UE es la segunda tras Estados Unidos con el 21% del gasto militar mundial, en comparación con el 5% de China, el 3% de Rusia, el 2% de India y el 1,5 de Brasil.
Pero la incapacidad de la UE de gobernar su propia casa está alimentando la percepción global de su decadencia. Y esas percepciones de declive hacen de los europeos unos ciudadanos cada vez más cortos de miras, que solo intentan proteger su porción de un menguante pastel. El problema no ha sido el euroescepticismo, sino más bien unas élites en conflicto consigo mismas que se sienten asediadas por el populismo. En lugar de abogar por soluciones europeas, los líderes de Europa han desmentido hasta el último minuto su adopción de políticas comunes, para luego tratar de introducirlas de manera encubierta.
La solución a este enigma no vendrá mediante el intento de trivializar los problemas de Europa o buscando en Bruselas soluciones al gusto de todos. Desde que Francia y Holanda votaran no en 2005, los proeuropeos han actuado como el niño que puso su dedo en el dique; no queriendo aportar fundamentos por miedo a ser anegados por una inundación de euroescepticismo. Como resultado de ello se han encontrado defendiendo un insatisfactorio e insostenible statu quo: una moneda que no está respaldada por un tesoro público; fronteras conjuntas sin una política migratoria común; y una política exterior europea tecnocrática, divorciada de las fuentes de poder nacionales. Ello ha sumido a los líderes europeos en la incapacidad de sintonizar de un modo constructivo con el público sobre grandes temas políticos, como lo son la crisis financiera, la inmigración o Turquía.
El único camino para recuperar credibilidad -y para contener la marea de desintegración- será el de abordar esos problemas de frente y, al tiempo, cuestionar los clásicos enfoques proeuropeos que utilizaban el idealismo para evitar decisiones difíciles.
En primer lugar, los líderes europeos deben afrontar el hecho de que a medida que la eurozona se consolide dará lugar, tanto de iure como de facto, a una Europa de distintas velocidades. En lugar de ocultar este hecho, las instituciones europeas necesitarán enfrentarse a él, y buscar los modos de mantener el sentido de un objetivo común en el mundo mientras se impide que países autoexcluyentes como el Reino Unido entorpezcan las soluciones efectivas para cada una de las áreas de integración.
En segundo lugar, para prevenir que una Unión más diversa se empantane en una competición en busca de recursos de suma cero, los líderes europeos necesitarán llegar a un nuevo y explícito acuerdo entre acreedores y deudores, entre Estados miembros del Norte y del Sur, del Este y del Oeste. Ello necesitará conciliar austeridad con transferencias de presu-puesto, y liberalización con protección social.
Y, finalmente, los líderes de Europa necesitarán encontrar el modo de volver a inyectar política en la integración. Eso es más fácil de decir que de hacer: el método Monnet fue declarado muerto hace tres décadas, pero los Gobiernos europeos se han visto obligados a recuperarlo repetidamente ante la dificultad de ganar a la opinión pública.
Sin embargo, la triple crisis de Europa ha despojado a los Gobiernos nacionales del lujo de esconderse detrás de los débiles líderes que instalaban en Bruselas. Para impedir las consecuencias electorales del fracaso, deberían establecer ahora un panorama que las instituciones de la UE puedan poner en práctica. Desde su comienzo, la integración europea ha ido progresando en respuesta a crisis repetitivas, pero requiere de liderazgo político para hacer de ellas una fuente de energía en vez de parálisis. Este es el momento para la reinvención, no para el conservadurismo.
Mark Leonard es director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. Traducción de Juan Ramón Azaola.