Al pie de los mercados
Emilio Ontiveros, El País
Los dos bloques económicos más importantes del mundo han concluido la semana con severas amenazas a la inestabilidad financiera y, desde luego, con el más explicito grado de subordinación a dictado de unos mercados financieros cuya formación de precios sigue lejos de las más exigentes hipótesis de eficiencia. A la histórica degradación de la calidad crediticia del Gobierno de los Estados Unidos por la agencia Standard & Poor's le precedió un intenso ataque a la unión monetaria de Europa, bajo la forma del más pronunciado desplome en el precio de los títulos de deuda publica de algunas de sus economías desde antes incluso de que naciera la moneda única. El análisis de ambos episodios no puede realizarse con instrumentos exclusivamente económicos. Es la política, la calidad de los Gobiernos y de las instituciones, la que, en mucha mayor medida que la política económica convencional, se encuentra hoy en juego.
Para entender esa naturaleza esencialmente política del problema, y las respuestas que el mismo reclama, es conveniente observar las diferentes reacciones que los inversores en bonos públicos han generado ante el deterioro de las finanzas públicas a uno y otro lado del Atlántico.
La gravedad del escenario que se abría con el desencuentro entre republicanos y demócratas en EE UU acerca de la elevación del nivel de deuda pública era mucho mayor que el asociado al aumento del déficit y deuda publica en algunas de las economías de la eurozona. Sin embargo, los mercados no penalizaron la cotización de los títulos de deuda pública estadounidense en la magnitud con que lo hicieron con los de Italia o España. La eurozona en su conjunto y el promedio de las economías más penalizadas desde hace más de un año por esos mercados de bonos tienen un déficit y una deuda pública inferior a los de EE UU. Sin embargo, nadie parece inquietarse por la prima de riesgo estadounidense. A ningún inversor, por elevada que sea su aversión al riesgo en los momentos actuales, parece preocuparle excesivamente el riesgo de solvencia de la administración americana, al menos tanto como el de algunas economías de la eurozona hoy más amenazadas. Al menos eso rezan los precios de los bonos soberanos.
Una de las razones de ese desigual tratamiento deriva de la particular organización política de la eurozona: de esa asimetría entre una integración monetaria completa y una integración económica y política parcial. Se trata de esa suerte de pecado original con que nació el ambicioso proyecto de ingeniería política que fue la unificación monetaria europea de 1999. Los mercados financieros penalizan la ausencia de autoridad central, la incapacidad de coordinación para hacer frente a problemas de suficiencia presupuestaria. No favorecen precisamente la ausencia de integración fiscal en una unión monetaria.
Los inversores en los mercados de bonos cotizan adversamente, también desde hace año y medio, el muy apreciable deterioro en la calidad y capacidad de los Gobiernos nacionales y de las instituciones comunitarias. No se trata solo de que estén enfrentadas las posiciones que mantienen los Gobiernos del Eurogrupo sobre las soluciones a la crisis, como de la debilidad de esos Gobiernos. Cuando no se trata de la interinidad marcada por la proximidad de convocatorias electorales, es la fragilidad de las coaliciones que sustentan a esos Gobiernos las que acentúan su precariedad.
Las instituciones comunitarias tampoco están exhibiendo sus mejores capacidades. La Comisión, el Eurogrupo o el Banco Central Europeo (BCE) no están desplegando las habilidades que en un momento como el actual seria necesario. La institución funcionalmente más próxima a esta crisis, el BCE, ha vuelto esta semana a exhibir torpeza y confusión suficientes como para obligar a huir a los más proeuropeos de los inversores en bonos. Como ya ocurriera con sus decisiones sobre los tipos de interés, el BCE demuestra, sencillamente, estar equivocado. Pero además lo hace con el convencimiento de quien cree que posee dosis de información que el común de los mortales no conoce. Los mercados castigan esa torpeza como ya lo hicieran con ocasión de aquella elevación de tipos de interés, en el otoño de 2008, poco antes de que la recesión completara su presencia en todo el mundo, pero en mayor medida en la eurozona.
La demora en concretar la aplicación de las decisiones sobre la extensión funcional de la Facilidad Europea de Estabilización Financiera (FEEF), forma parte igualmente de esa insuficiente capacidad política para al menos neutralizar algunos de los efectos más severos de la crisis.
Consideraciones políticas son las que también merece la lectura de la tan dilatada como severa particularización de la crisis en España. Nuestras finanzas públicas no son precisamente las más erosionadas de la OCDE. Todas las instituciones, desde el FMI a la Comisión Europea valoran positivamente las decisiones de reducción de gastos públicos de todo tipo para contener el déficit estructural.
Al Gobierno todavía en ejercicio no se le puede acusar precisamente de pasividad, sino quizás de excesivo nerviosismo e inquietud por agradar a unos mercados financieros muy lejos de la eficiencia en su capacidad de escrutinio y en sus veredictos en forma de cotizaciones. Desde el nueve de mayo del año pasado el Gobierno español es uno de los que de forma más explicita ha reducido en mayor medida la capacidad de maniobra de las políticas económicas, aun a costa de contraer el ya muy anémico crecimiento económico. A esas rápidas decisiones de ajuste presupuestario acompañaron no menos precipitadas de reforma del subsector de cajas de ahorros y algunas también de reforma en otros mercados. Hoy por hoy, sin embargo, la economía apenas crece. Y sin crecimiento económico, recordemos, no se pagan las deudas, no solo las de naturaleza pública, sino las más abultadas e inquietantes del sector privado.
La pasividad más inquietante es quizás la que exhibe el principal partido de la oposición. A los inversores de todo el mundo llama la atención, no solo la ausencia de alternativas concretas de política económica (nada fáciles, es verdad, a tenor de la naturaleza fundamentalmente paneuropea de la crisis), sino quizás lo más relevante, la ausencia de iniciativa y colaboración suficientes para alcanzar un consenso en materia de finanzas públicas. Sin menoscabar la legítima crítica al Gobierno y la exhibición de alternativas de conducción de la política económica, un consenso mínimo en materia de finanzas autonómicas y de saneamiento y reestructuración del subsector de cajas de ahorros ayudaría a suavizar los costes de financiación pública y privada.
Claro que las finanzas públicas de todas las economías de la eurozona deberán conducirse por la senda de la estabilidad. Pero la hora actual demanda respuestas políticas, de fortalecimiento institucional y de la dinámica de integración europea, en primer lugar. Pero también de acuerdo de mínimos en el seno de los países. De lo contrario, los estados seguirán al pie de los mercados, con bastante independencia de quien ocupe los Gobiernos.
Emilio Ontiveros es presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI).
Los dos bloques económicos más importantes del mundo han concluido la semana con severas amenazas a la inestabilidad financiera y, desde luego, con el más explicito grado de subordinación a dictado de unos mercados financieros cuya formación de precios sigue lejos de las más exigentes hipótesis de eficiencia. A la histórica degradación de la calidad crediticia del Gobierno de los Estados Unidos por la agencia Standard & Poor's le precedió un intenso ataque a la unión monetaria de Europa, bajo la forma del más pronunciado desplome en el precio de los títulos de deuda publica de algunas de sus economías desde antes incluso de que naciera la moneda única. El análisis de ambos episodios no puede realizarse con instrumentos exclusivamente económicos. Es la política, la calidad de los Gobiernos y de las instituciones, la que, en mucha mayor medida que la política económica convencional, se encuentra hoy en juego.
Para entender esa naturaleza esencialmente política del problema, y las respuestas que el mismo reclama, es conveniente observar las diferentes reacciones que los inversores en bonos públicos han generado ante el deterioro de las finanzas públicas a uno y otro lado del Atlántico.
La gravedad del escenario que se abría con el desencuentro entre republicanos y demócratas en EE UU acerca de la elevación del nivel de deuda pública era mucho mayor que el asociado al aumento del déficit y deuda publica en algunas de las economías de la eurozona. Sin embargo, los mercados no penalizaron la cotización de los títulos de deuda pública estadounidense en la magnitud con que lo hicieron con los de Italia o España. La eurozona en su conjunto y el promedio de las economías más penalizadas desde hace más de un año por esos mercados de bonos tienen un déficit y una deuda pública inferior a los de EE UU. Sin embargo, nadie parece inquietarse por la prima de riesgo estadounidense. A ningún inversor, por elevada que sea su aversión al riesgo en los momentos actuales, parece preocuparle excesivamente el riesgo de solvencia de la administración americana, al menos tanto como el de algunas economías de la eurozona hoy más amenazadas. Al menos eso rezan los precios de los bonos soberanos.
Una de las razones de ese desigual tratamiento deriva de la particular organización política de la eurozona: de esa asimetría entre una integración monetaria completa y una integración económica y política parcial. Se trata de esa suerte de pecado original con que nació el ambicioso proyecto de ingeniería política que fue la unificación monetaria europea de 1999. Los mercados financieros penalizan la ausencia de autoridad central, la incapacidad de coordinación para hacer frente a problemas de suficiencia presupuestaria. No favorecen precisamente la ausencia de integración fiscal en una unión monetaria.
Los inversores en los mercados de bonos cotizan adversamente, también desde hace año y medio, el muy apreciable deterioro en la calidad y capacidad de los Gobiernos nacionales y de las instituciones comunitarias. No se trata solo de que estén enfrentadas las posiciones que mantienen los Gobiernos del Eurogrupo sobre las soluciones a la crisis, como de la debilidad de esos Gobiernos. Cuando no se trata de la interinidad marcada por la proximidad de convocatorias electorales, es la fragilidad de las coaliciones que sustentan a esos Gobiernos las que acentúan su precariedad.
Las instituciones comunitarias tampoco están exhibiendo sus mejores capacidades. La Comisión, el Eurogrupo o el Banco Central Europeo (BCE) no están desplegando las habilidades que en un momento como el actual seria necesario. La institución funcionalmente más próxima a esta crisis, el BCE, ha vuelto esta semana a exhibir torpeza y confusión suficientes como para obligar a huir a los más proeuropeos de los inversores en bonos. Como ya ocurriera con sus decisiones sobre los tipos de interés, el BCE demuestra, sencillamente, estar equivocado. Pero además lo hace con el convencimiento de quien cree que posee dosis de información que el común de los mortales no conoce. Los mercados castigan esa torpeza como ya lo hicieran con ocasión de aquella elevación de tipos de interés, en el otoño de 2008, poco antes de que la recesión completara su presencia en todo el mundo, pero en mayor medida en la eurozona.
La demora en concretar la aplicación de las decisiones sobre la extensión funcional de la Facilidad Europea de Estabilización Financiera (FEEF), forma parte igualmente de esa insuficiente capacidad política para al menos neutralizar algunos de los efectos más severos de la crisis.
Consideraciones políticas son las que también merece la lectura de la tan dilatada como severa particularización de la crisis en España. Nuestras finanzas públicas no son precisamente las más erosionadas de la OCDE. Todas las instituciones, desde el FMI a la Comisión Europea valoran positivamente las decisiones de reducción de gastos públicos de todo tipo para contener el déficit estructural.
Al Gobierno todavía en ejercicio no se le puede acusar precisamente de pasividad, sino quizás de excesivo nerviosismo e inquietud por agradar a unos mercados financieros muy lejos de la eficiencia en su capacidad de escrutinio y en sus veredictos en forma de cotizaciones. Desde el nueve de mayo del año pasado el Gobierno español es uno de los que de forma más explicita ha reducido en mayor medida la capacidad de maniobra de las políticas económicas, aun a costa de contraer el ya muy anémico crecimiento económico. A esas rápidas decisiones de ajuste presupuestario acompañaron no menos precipitadas de reforma del subsector de cajas de ahorros y algunas también de reforma en otros mercados. Hoy por hoy, sin embargo, la economía apenas crece. Y sin crecimiento económico, recordemos, no se pagan las deudas, no solo las de naturaleza pública, sino las más abultadas e inquietantes del sector privado.
La pasividad más inquietante es quizás la que exhibe el principal partido de la oposición. A los inversores de todo el mundo llama la atención, no solo la ausencia de alternativas concretas de política económica (nada fáciles, es verdad, a tenor de la naturaleza fundamentalmente paneuropea de la crisis), sino quizás lo más relevante, la ausencia de iniciativa y colaboración suficientes para alcanzar un consenso en materia de finanzas públicas. Sin menoscabar la legítima crítica al Gobierno y la exhibición de alternativas de conducción de la política económica, un consenso mínimo en materia de finanzas autonómicas y de saneamiento y reestructuración del subsector de cajas de ahorros ayudaría a suavizar los costes de financiación pública y privada.
Claro que las finanzas públicas de todas las economías de la eurozona deberán conducirse por la senda de la estabilidad. Pero la hora actual demanda respuestas políticas, de fortalecimiento institucional y de la dinámica de integración europea, en primer lugar. Pero también de acuerdo de mínimos en el seno de los países. De lo contrario, los estados seguirán al pie de los mercados, con bastante independencia de quien ocupe los Gobiernos.
Emilio Ontiveros es presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI).