El escaparate del horror de Misrata
El hospital Al Hikma recibe al 90% de las víctimas de la guerra que Gadafi ha desatado contra el bastión rebelde la zona occidental de Libia
Misrata, El País
Las ambulancias no paran de llegar al hospital Al Hikma de Misrata. Hoy está siendo un mal día para los rebeldes que defienden el frente oriental de la ciudad. Ya se cuentan 10 muertos y cerca de 70 heridos. Las tropas de Muamar el Gadafi se están empleando a fondo con los misiles Grad soviéticos, que retumban desde primera hora como truenos lejanos. El trajín de camillas con jóvenes combatientes es incesante. Los voluntarios limpian con manguera los charcos de sangre en la enorme carpa que acoge a las víctimas. "La tuvimos que instalar porque el servicio de urgencias es pequeño, y no estaba preparado para esto", explica un empleado, Mohamed Suleiman. Al Hikma es el escaparate del espanto que vive Misrata, principal enclave rebelde del occidente libio, sitiado por las tropas de Gadafi desde hace tres meses.
"A diario nos llegan una media de 30 combatientes. Siete u ocho mueren. Cada día es un frente. Hoy Dafniya. Ayer, Tauarga... En abril nos venían de todos los frentes a la vez, y llegamos a tener 60 muertos en una sola jornada", prosigue Suleiman. Al Hikma era una clínica privada que se convirtió en hospital de guerra cuando la artillería gadafista destruyó el principal centro sanitario de la ciudad.
"Nunca antes había visto heridas como las que encuentro aquí", explica Ahmed Radowen, un cirujano vascular egipcio que lleva dos meses como voluntario en Misrata. "Se está usando tanques y armamento antiaéreo contra la población, y esas municiones no están hechas para seres humanos". La galería de horrores es interminable. "Nos han llegado cuerpos literalmente despedazados; una familia entera abrasada viva...".
Ahmed no sabía nada de armas. "Si hasta me libré del servicio militar en El Cairo", musita. Ahora distingue a la perfección los proyectiles, los calibres, las esquirlas... En una bolsa de plástico guarda algunos restos que ha extraído de los pacientes en las 52 operaciones que ha realizado en estas ocho semanas. Las balas de Kaláshnikov parecen de juguete al lado de los fragmentos de los Grad, ligeros y con aristas afiladas como cuchillos. "Pueden llegar lejísimos y provocan un daño tremendo. Muchos niños han resultado heridos por estas esquirlas". También por las bombas de racimo que España vendió a Gadafi, y que el dictador ha usado contra su propia gente.
Aún no hay una cifra exacta de los muertos provocados por la ofensiva del régimen en Misrata, hasta hace tres meses un puerto apacible de medio millón de habitantes. Los cadáveres identificados rondan los 600. Con los cuerpos sin identificar y los desaparecidos, se supera el millar.
Cuando se le pregunta por la proporción de víctimas civiles y rebeldes, Ahmed responde sin dudar. "Todos son civiles. Los rebeldes son civiles. A veces llegan heridos porque estaban limpiando su arma. Si distinguimos entre los que están en el frente y los que no, la proporción ahora es de un 80% de combatientes, y un 20% de heridos en la ciudad. Hace un mes y medio, era 50-50".
Entonces, Ahmed llegó a operar a dos pacientes a la vez. "No dábamos abasto, nos faltaba de todo. Los médicos llorábamos en nuestra tienda. ¿Crímenes de guerra? Mira a tu alrededor. Si quieren pruebas, lo tienen muy fácil".
En la habitación 105, sin ir más lejos. Malak Ashami tiene cinco años y lleva un bonito vestido de flores rosas. Tiene escayolados la pierna y el brazo izquierdos por múltiples fracturas. La pierna derecha se la tuvieron que amputar hace un mes. En su silla de ruedas, Malak acaricia un oso de peluche. Su madre, delgada y vestida de negro, la observa en silencio. Atiborrada de analgésicos y antibióticos, la cría aún no es muy consciente de lo que ha pasado.
La casa de Malak fue alcanzada por uno de los misiles Grad que cayeron a traición en su barrio. La explosión la hirió gravemente y mató a sus hermanos, Mohamed y Rudeina. Su padre, Mustafa, profesor de informática, enciende un ordenador portátil y carga un vídeo de los pequeños. Mohamed, de tres años, juega risueño en unos columpios. Rudeina, de un año, intenta ponerse de pie aferrada a una silla. "Es la primera vez que veo estas imágenes desde que pasó todo...", dice, con una entereza que duele.
Es la misma entereza que irradian los habitantes de Misrata, que a mediados de febrero se manifestaban con palmas y canciones por la democracia en Libia y ahora ven partir a sus hijos al frente y se pasan los días en los cementerios. "Aquí cada cual sabe lo que tiene que hacer", explica Ahmed, que está moviendo contactos para que Malak pueda ser atendida en Estados Unidos. "Nosotros hacemos nuestro trabajo, los combatientes hacen el suyo y los civiles saben que tienen que resistir. Todo el mundo trata de aparcar el dolor hasta que esto haya pasado".
Misrata, El País
Las ambulancias no paran de llegar al hospital Al Hikma de Misrata. Hoy está siendo un mal día para los rebeldes que defienden el frente oriental de la ciudad. Ya se cuentan 10 muertos y cerca de 70 heridos. Las tropas de Muamar el Gadafi se están empleando a fondo con los misiles Grad soviéticos, que retumban desde primera hora como truenos lejanos. El trajín de camillas con jóvenes combatientes es incesante. Los voluntarios limpian con manguera los charcos de sangre en la enorme carpa que acoge a las víctimas. "La tuvimos que instalar porque el servicio de urgencias es pequeño, y no estaba preparado para esto", explica un empleado, Mohamed Suleiman. Al Hikma es el escaparate del espanto que vive Misrata, principal enclave rebelde del occidente libio, sitiado por las tropas de Gadafi desde hace tres meses.
"A diario nos llegan una media de 30 combatientes. Siete u ocho mueren. Cada día es un frente. Hoy Dafniya. Ayer, Tauarga... En abril nos venían de todos los frentes a la vez, y llegamos a tener 60 muertos en una sola jornada", prosigue Suleiman. Al Hikma era una clínica privada que se convirtió en hospital de guerra cuando la artillería gadafista destruyó el principal centro sanitario de la ciudad.
"Nunca antes había visto heridas como las que encuentro aquí", explica Ahmed Radowen, un cirujano vascular egipcio que lleva dos meses como voluntario en Misrata. "Se está usando tanques y armamento antiaéreo contra la población, y esas municiones no están hechas para seres humanos". La galería de horrores es interminable. "Nos han llegado cuerpos literalmente despedazados; una familia entera abrasada viva...".
Ahmed no sabía nada de armas. "Si hasta me libré del servicio militar en El Cairo", musita. Ahora distingue a la perfección los proyectiles, los calibres, las esquirlas... En una bolsa de plástico guarda algunos restos que ha extraído de los pacientes en las 52 operaciones que ha realizado en estas ocho semanas. Las balas de Kaláshnikov parecen de juguete al lado de los fragmentos de los Grad, ligeros y con aristas afiladas como cuchillos. "Pueden llegar lejísimos y provocan un daño tremendo. Muchos niños han resultado heridos por estas esquirlas". También por las bombas de racimo que España vendió a Gadafi, y que el dictador ha usado contra su propia gente.
Aún no hay una cifra exacta de los muertos provocados por la ofensiva del régimen en Misrata, hasta hace tres meses un puerto apacible de medio millón de habitantes. Los cadáveres identificados rondan los 600. Con los cuerpos sin identificar y los desaparecidos, se supera el millar.
Cuando se le pregunta por la proporción de víctimas civiles y rebeldes, Ahmed responde sin dudar. "Todos son civiles. Los rebeldes son civiles. A veces llegan heridos porque estaban limpiando su arma. Si distinguimos entre los que están en el frente y los que no, la proporción ahora es de un 80% de combatientes, y un 20% de heridos en la ciudad. Hace un mes y medio, era 50-50".
Entonces, Ahmed llegó a operar a dos pacientes a la vez. "No dábamos abasto, nos faltaba de todo. Los médicos llorábamos en nuestra tienda. ¿Crímenes de guerra? Mira a tu alrededor. Si quieren pruebas, lo tienen muy fácil".
En la habitación 105, sin ir más lejos. Malak Ashami tiene cinco años y lleva un bonito vestido de flores rosas. Tiene escayolados la pierna y el brazo izquierdos por múltiples fracturas. La pierna derecha se la tuvieron que amputar hace un mes. En su silla de ruedas, Malak acaricia un oso de peluche. Su madre, delgada y vestida de negro, la observa en silencio. Atiborrada de analgésicos y antibióticos, la cría aún no es muy consciente de lo que ha pasado.
La casa de Malak fue alcanzada por uno de los misiles Grad que cayeron a traición en su barrio. La explosión la hirió gravemente y mató a sus hermanos, Mohamed y Rudeina. Su padre, Mustafa, profesor de informática, enciende un ordenador portátil y carga un vídeo de los pequeños. Mohamed, de tres años, juega risueño en unos columpios. Rudeina, de un año, intenta ponerse de pie aferrada a una silla. "Es la primera vez que veo estas imágenes desde que pasó todo...", dice, con una entereza que duele.
Es la misma entereza que irradian los habitantes de Misrata, que a mediados de febrero se manifestaban con palmas y canciones por la democracia en Libia y ahora ven partir a sus hijos al frente y se pasan los días en los cementerios. "Aquí cada cual sabe lo que tiene que hacer", explica Ahmed, que está moviendo contactos para que Malak pueda ser atendida en Estados Unidos. "Nosotros hacemos nuestro trabajo, los combatientes hacen el suyo y los civiles saben que tienen que resistir. Todo el mundo trata de aparcar el dolor hasta que esto haya pasado".