EE UU pasa la página de la guerra afgana
El inicio de la retirada ha puesto también en duda la necesidad del conflicto bélico, que ha costado un billón de dólares y la vida de más de 1.600 norteamericanos
Washington, El País
El atentado de ayer en Afganistán pone en evidencia las dificultades gigantescas que ese país afronta con el comienzo de la retirada de las tropas extranjeras. Pero ni ese atentado ni otros de mayor importancia van a obligar a Barack Obama a reconsiderar un plan de repliegue que esta semana presentó sin condiciones y sin vuelta atrás. La decisión de poner fin a la guerra de Afganistán y reinvertir esos recursos en casa está tomada. Aunque quedarán aún cerca de 70.000 soldados hasta 2014, su misión será ahora únicamente la de acabar dignamente lo que probablemente nunca debió haber comenzado.
El propio Obama puso en duda en su discurso del miércoles pasado la necesidad de una guerra como la de Afganistán, al menos tal y como fue planificada. "Tenemos que ser tan pragmáticos como apasionados", dijo, "tan estratégicos como decididos; cuando nos amenacen, tenemos que responder con fuerza, pero cuando esa fuerza puede ser limitada, no es necesario enviar grandes ejércitos al exterior".
El uso de la fuerza en Afganistán probablemente siempre debió ser limitado. Estados Unidos invadió a ese país para capturar a los responsables del atentado del 11-S. No lo consiguió. Osama bin Laden logró huir a Pakistán y los norteamericanos se quedaron en Afganistán y, casi sin quererlo, acabaron en guerra contra los talibanes y reconstruyendo un país para un desagradecido Hamid Karzai que a la primera oportunidad mostraba su desprecio hacia los invasores. Cuando el vicepresidente Joe Biden visitó Afganistán en 2009 observó que los soldados de la OTAN se dedicaban a abrir pozos que nadie utilizaba.
Con Bin Laden muerto y asumida la realidad de que era imposible construir una democracia estable en Afganistán o lograr una victoria militar definitiva contra los talibanes, Obama se decantó por la retirada. Gradual, ordenada, pero definitiva: 10.000 soldados saldrán este año, 23.000 más antes del próximo verano y los otros 68.000 progresivamente en los dos años siguientes. Después pueden quedar unas pocas unidades -las que entonces se pacten con las autoridades afganas- dedicadas únicamente a operaciones antiterroristas específicas.
Seguramente se podía haber llegado a lo mismo mucho antes, evitando un gasto de cerca de un billón de dólares y más de 1.600 norteamericanos y decenas de miles de afganos muertos. Cuando George W. Bush anunció la invasión de Afganistán en 2001 advirtió a sus compatriotas que serían necesarios "varios meses de paciencia". Han transcurrido ya 120 meses y la paciencia se ha agotado. En todo ese tiempo no se ha conseguido mucho más de lo que se logró en las primeras semanas: la eliminación del santuario de Al Qaeda. La guerra se ha hecho impopular y, debido a la crisis económica, exageradamente costosa.
Un presidente de EE UU no va a admitir en público que esta guerra ha sido un error. Ha habido y hay demasiadas vidas en juego como para reducir todo lo ocurrido en Afganistán a un lamentable fallo estratégico. Pero es innegable que todo el mundo en Washington mira ya al pos-Afganistán. También al pos-Irak. EE UU mira ya a la posguerra contra el terrorismo.
Oficialmente, el máximo jefe militar, el almirante Michael Mullen, se ha quejado de que la retirada se hace "de forma más agresiva e incluye más riesgos de los que nosotros estábamos en principio listos para aceptar". Pero también ha admitido que "ese no debe de ser el único factor a tener en cuenta". El Pentágono, en el fondo, está ansioso de poner fin a unas guerras que han ocasionado mucho desgaste y poca gloria. Aunque al menos 20.000 de sus militares de fuerzas de élite permanecerán en Afganistán hasta 2014, el jefe de los Marines, general James Amos, ha expuesto ya felizmente su proyecto de desplegar en bases del Pacífico, donde está el futuro, las tropas que queden liberadas de Irak y Afganistán.
Políticamente, el alivio es aún mayor. Si una catástrofe mayúscula no lo impide, Obama podrá presentarse a la reelección como el presidente que deshizo el embrollo en el que Bush metió a la nación. Los republicanos, como se demuestra estos días, tampoco quieren hablar de Afganistán ni reivindicar la obra de Bush. El atentado de ayer, por tanto, es uno de esos riesgos de los que hablaba Mullen, pero riesgo asumido, al fin y al cabo. Como ha manifestado Ben Rhodes, uno de los asesores de seguridad de Obama: "No vislumbramos una situación que pueda afectar a la dirección fundamental que hemos fijado, que es la de reducir nuestra presencia".
El atentado de ayer en Afganistán pone en evidencia las dificultades gigantescas que ese país afronta con el comienzo de la retirada de las tropas extranjeras. Pero ni ese atentado ni otros de mayor importancia van a obligar a Barack Obama a reconsiderar un plan de repliegue que esta semana presentó sin condiciones y sin vuelta atrás. La decisión de poner fin a la guerra de Afganistán y reinvertir esos recursos en casa está tomada. Aunque quedarán aún cerca de 70.000 soldados hasta 2014, su misión será ahora únicamente la de acabar dignamente lo que probablemente nunca debió haber comenzado.
El propio Obama puso en duda en su discurso del miércoles pasado la necesidad de una guerra como la de Afganistán, al menos tal y como fue planificada. "Tenemos que ser tan pragmáticos como apasionados", dijo, "tan estratégicos como decididos; cuando nos amenacen, tenemos que responder con fuerza, pero cuando esa fuerza puede ser limitada, no es necesario enviar grandes ejércitos al exterior".
El uso de la fuerza en Afganistán probablemente siempre debió ser limitado. Estados Unidos invadió a ese país para capturar a los responsables del atentado del 11-S. No lo consiguió. Osama bin Laden logró huir a Pakistán y los norteamericanos se quedaron en Afganistán y, casi sin quererlo, acabaron en guerra contra los talibanes y reconstruyendo un país para un desagradecido Hamid Karzai que a la primera oportunidad mostraba su desprecio hacia los invasores. Cuando el vicepresidente Joe Biden visitó Afganistán en 2009 observó que los soldados de la OTAN se dedicaban a abrir pozos que nadie utilizaba.
Con Bin Laden muerto y asumida la realidad de que era imposible construir una democracia estable en Afganistán o lograr una victoria militar definitiva contra los talibanes, Obama se decantó por la retirada. Gradual, ordenada, pero definitiva: 10.000 soldados saldrán este año, 23.000 más antes del próximo verano y los otros 68.000 progresivamente en los dos años siguientes. Después pueden quedar unas pocas unidades -las que entonces se pacten con las autoridades afganas- dedicadas únicamente a operaciones antiterroristas específicas.
Seguramente se podía haber llegado a lo mismo mucho antes, evitando un gasto de cerca de un billón de dólares y más de 1.600 norteamericanos y decenas de miles de afganos muertos. Cuando George W. Bush anunció la invasión de Afganistán en 2001 advirtió a sus compatriotas que serían necesarios "varios meses de paciencia". Han transcurrido ya 120 meses y la paciencia se ha agotado. En todo ese tiempo no se ha conseguido mucho más de lo que se logró en las primeras semanas: la eliminación del santuario de Al Qaeda. La guerra se ha hecho impopular y, debido a la crisis económica, exageradamente costosa.
Un presidente de EE UU no va a admitir en público que esta guerra ha sido un error. Ha habido y hay demasiadas vidas en juego como para reducir todo lo ocurrido en Afganistán a un lamentable fallo estratégico. Pero es innegable que todo el mundo en Washington mira ya al pos-Afganistán. También al pos-Irak. EE UU mira ya a la posguerra contra el terrorismo.
Oficialmente, el máximo jefe militar, el almirante Michael Mullen, se ha quejado de que la retirada se hace "de forma más agresiva e incluye más riesgos de los que nosotros estábamos en principio listos para aceptar". Pero también ha admitido que "ese no debe de ser el único factor a tener en cuenta". El Pentágono, en el fondo, está ansioso de poner fin a unas guerras que han ocasionado mucho desgaste y poca gloria. Aunque al menos 20.000 de sus militares de fuerzas de élite permanecerán en Afganistán hasta 2014, el jefe de los Marines, general James Amos, ha expuesto ya felizmente su proyecto de desplegar en bases del Pacífico, donde está el futuro, las tropas que queden liberadas de Irak y Afganistán.
Políticamente, el alivio es aún mayor. Si una catástrofe mayúscula no lo impide, Obama podrá presentarse a la reelección como el presidente que deshizo el embrollo en el que Bush metió a la nación. Los republicanos, como se demuestra estos días, tampoco quieren hablar de Afganistán ni reivindicar la obra de Bush. El atentado de ayer, por tanto, es uno de esos riesgos de los que hablaba Mullen, pero riesgo asumido, al fin y al cabo. Como ha manifestado Ben Rhodes, uno de los asesores de seguridad de Obama: "No vislumbramos una situación que pueda afectar a la dirección fundamental que hemos fijado, que es la de reducir nuestra presencia".