"Soy viejo, ya no tendré cáncer"
Los ancianos permanecen en los pueblos de la zona de exclusión de Fukushima
Tokio, El País
El pueblo de Hironomachi tiene un aspecto inquietante. Situado a unos 25 kilómetros al sur de la nuclear de Fukushima I, la señal que advierte del peligro de la radiación está en el centro del pueblo, en la calle principal; como si una mitad fuese segura y otra no. En realidad, todo el municipio está en la zona de exclusión voluntaria dictada por Japón. De sus 5.500 habitantes, la inmensa mayoría se ha ido. Pero quedan algunos, muy pocos. Como el señor Wanatabe: "No me da miedo la radiación. Tengo 78 años y antes de que me llegue el cáncer moriré de viejo", razona sonriente ante su pequeño taller mecánico, en el que parece dedicarse a las chapuzas.
Las calles de Hironomachi están desiertas, los comercios cerrados. Solo se escucha el mar. Un gato que alguien dejó olvidado busca la pierna de Wanatabe y se frota contra sus vistosos zuecos verdes.
Wanatabe mira, señala hacia la central térmica de carbón del pueblo y justifica su serenidad: "De esa chimenea se ve lo que sale. Pero la radiación ni se nota, ni se ve, ni se siente". Su familia sí que se ha ido. Como él, en Hironomachi quedan unos 40 vecinos.
En el entorno de la nuclear son los ancianos los que ponen más resistencia a marcharse. Unos kilómetros más alejados de la planta, el matrimonio Shiga, de 79 y 72 años, intenta reconstruir su casa, situada en primera línea de playa. Duermen en un instituto convertido en albergue y de día limpian poco a poco los destrozos del tsunami.
Sus hijos y nietos se han marchado, pero ellos no. "Mire, el sol sale por allí y se pone por allí", explica la señora Shiga señalando la privilegiada vista sobre la línea del horizonte del Pacífico, "este es mi lugar. La nuclear es mi preocupación número uno, pero por mis tres nietos. A mi edad...".
Los Shiga cargan contra el Gobierno y contra Tepco, la compañía propietaria de la central. El marido se aparta la mascarilla (muchos japoneses la llevan a diario) y lanza: "Tepco tiene que pagar pronto. Ya no hay pesca ni turismo. ¿Y el Gobierno? El Gobierno ha tirado la toalla. No tenemos suministro, ni agua".
Los vientos dominantes han llevado la nube de Fukushima hacia el Pacífico y el noroeste, así que al sur de la central ha llegado menos dosis y en las últimas semanas la radiación cae. Pese a la bajada, muchos vecinos viven con la sensación de combatir un enemigo invisible.
Rick Sundeen, un estadounidense de 49 años que lleva en Japón desde 1987, lo resume: "La radiación es algo de lo que no quieres hablar pero que está en tu cerebro siempre". Sundeen, casado con una japonesa, vive en Iwaki, de 340.000 habitantes, a unos 35 kilómetros de la nuclear. Su suegro y su cuñado han trabajado en la planta. Todo el mundo conoce a alguien allí.
Washington ha pedido a sus ciudadanos que no se acerquen a más de 80 kilómetros, algo que Sundeen no cumple. Él opina que "Washington desconfía de lo que dice Japón". Sundeen cita las cifras de radiación de su pueblo de memoria. "Ayer fue de 0,36 microsievert, no es mucho, menos que en zonas de EE UU, pero es siete veces más de lo normal". Los dos dosímetros que ha comprado por Internet aún no han llegado. En Japón no quedan.
Sundeen explica cómo se ha defendido: "Tengo la ventilación de la casa tapada con mantas, aunque no sé si eso sirve, y mi hija, de cinco años, está con unos parientes en el sur de Japón, pero no puedo cerrar mi negocio". Su negocio es una academia de inglés que vive horas bajas porque cada vez hay menos niños en Iwaki. En la guardería Kujunyi había 20 pequeños y quedan cinco. Masako Shirado, directora de otra escuela, cuenta que de 120 niños llegó a tener 60. Los pequeños, que saludan con un "hello!" al unísono, no salen al patio en todo el día y tienen que traer el agua de casa.
Shirado está muy molesta con el Gobierno: "Nos dicen: 'No pasa nada por comer esta verdura, pero mejor que no la comáis. No pasa nada si los niños salen a la calle, pero mejor que no salgan. No pasa nada por beber agua del grifo, pero mejor que no la beban'. Se quitan responsabilidad. Si algo sale mal luego dirán que ellos lo advirtieron, pero mientras no toman ninguna decisión".
La directora dirige su enfado también hacia la eléctrica: "Ponen aquí las nucleares y la electricidad y el dinero se va a Tokio. No es justo". Shirado admite que su posición antiatómica nació con el terremoto del 11 de marzo, "antes pensaba que la nuclear daba empleo".
Los vecinos de pueblos como Iwaki reciben al año una rebaja de 4.000 yenes (35 euros) en su factura de la luz por cortesía de Tepco. Muchos están listos para salir disparados en caso de alarma. Sundeen tiene "el coche lleno de gasolina, alimentos, agua, ropa y cosas para acampar". Su temor es que Fukushima pierda otra vez la refrigeración, algo que ocurrió durante una hora el lunes tras una réplica de 6,6.
Aunque si hay una emergencia de verdad, todos saben que será difícil escapar a través de unas carreteras que siguen agrietadas por el terremoto.
Tokio, El País
El pueblo de Hironomachi tiene un aspecto inquietante. Situado a unos 25 kilómetros al sur de la nuclear de Fukushima I, la señal que advierte del peligro de la radiación está en el centro del pueblo, en la calle principal; como si una mitad fuese segura y otra no. En realidad, todo el municipio está en la zona de exclusión voluntaria dictada por Japón. De sus 5.500 habitantes, la inmensa mayoría se ha ido. Pero quedan algunos, muy pocos. Como el señor Wanatabe: "No me da miedo la radiación. Tengo 78 años y antes de que me llegue el cáncer moriré de viejo", razona sonriente ante su pequeño taller mecánico, en el que parece dedicarse a las chapuzas.
Las calles de Hironomachi están desiertas, los comercios cerrados. Solo se escucha el mar. Un gato que alguien dejó olvidado busca la pierna de Wanatabe y se frota contra sus vistosos zuecos verdes.
Wanatabe mira, señala hacia la central térmica de carbón del pueblo y justifica su serenidad: "De esa chimenea se ve lo que sale. Pero la radiación ni se nota, ni se ve, ni se siente". Su familia sí que se ha ido. Como él, en Hironomachi quedan unos 40 vecinos.
En el entorno de la nuclear son los ancianos los que ponen más resistencia a marcharse. Unos kilómetros más alejados de la planta, el matrimonio Shiga, de 79 y 72 años, intenta reconstruir su casa, situada en primera línea de playa. Duermen en un instituto convertido en albergue y de día limpian poco a poco los destrozos del tsunami.
Sus hijos y nietos se han marchado, pero ellos no. "Mire, el sol sale por allí y se pone por allí", explica la señora Shiga señalando la privilegiada vista sobre la línea del horizonte del Pacífico, "este es mi lugar. La nuclear es mi preocupación número uno, pero por mis tres nietos. A mi edad...".
Los Shiga cargan contra el Gobierno y contra Tepco, la compañía propietaria de la central. El marido se aparta la mascarilla (muchos japoneses la llevan a diario) y lanza: "Tepco tiene que pagar pronto. Ya no hay pesca ni turismo. ¿Y el Gobierno? El Gobierno ha tirado la toalla. No tenemos suministro, ni agua".
Los vientos dominantes han llevado la nube de Fukushima hacia el Pacífico y el noroeste, así que al sur de la central ha llegado menos dosis y en las últimas semanas la radiación cae. Pese a la bajada, muchos vecinos viven con la sensación de combatir un enemigo invisible.
Rick Sundeen, un estadounidense de 49 años que lleva en Japón desde 1987, lo resume: "La radiación es algo de lo que no quieres hablar pero que está en tu cerebro siempre". Sundeen, casado con una japonesa, vive en Iwaki, de 340.000 habitantes, a unos 35 kilómetros de la nuclear. Su suegro y su cuñado han trabajado en la planta. Todo el mundo conoce a alguien allí.
Washington ha pedido a sus ciudadanos que no se acerquen a más de 80 kilómetros, algo que Sundeen no cumple. Él opina que "Washington desconfía de lo que dice Japón". Sundeen cita las cifras de radiación de su pueblo de memoria. "Ayer fue de 0,36 microsievert, no es mucho, menos que en zonas de EE UU, pero es siete veces más de lo normal". Los dos dosímetros que ha comprado por Internet aún no han llegado. En Japón no quedan.
Sundeen explica cómo se ha defendido: "Tengo la ventilación de la casa tapada con mantas, aunque no sé si eso sirve, y mi hija, de cinco años, está con unos parientes en el sur de Japón, pero no puedo cerrar mi negocio". Su negocio es una academia de inglés que vive horas bajas porque cada vez hay menos niños en Iwaki. En la guardería Kujunyi había 20 pequeños y quedan cinco. Masako Shirado, directora de otra escuela, cuenta que de 120 niños llegó a tener 60. Los pequeños, que saludan con un "hello!" al unísono, no salen al patio en todo el día y tienen que traer el agua de casa.
Shirado está muy molesta con el Gobierno: "Nos dicen: 'No pasa nada por comer esta verdura, pero mejor que no la comáis. No pasa nada si los niños salen a la calle, pero mejor que no salgan. No pasa nada por beber agua del grifo, pero mejor que no la beban'. Se quitan responsabilidad. Si algo sale mal luego dirán que ellos lo advirtieron, pero mientras no toman ninguna decisión".
La directora dirige su enfado también hacia la eléctrica: "Ponen aquí las nucleares y la electricidad y el dinero se va a Tokio. No es justo". Shirado admite que su posición antiatómica nació con el terremoto del 11 de marzo, "antes pensaba que la nuclear daba empleo".
Los vecinos de pueblos como Iwaki reciben al año una rebaja de 4.000 yenes (35 euros) en su factura de la luz por cortesía de Tepco. Muchos están listos para salir disparados en caso de alarma. Sundeen tiene "el coche lleno de gasolina, alimentos, agua, ropa y cosas para acampar". Su temor es que Fukushima pierda otra vez la refrigeración, algo que ocurrió durante una hora el lunes tras una réplica de 6,6.
Aunque si hay una emergencia de verdad, todos saben que será difícil escapar a través de unas carreteras que siguen agrietadas por el terremoto.