A 50 años de la hazaña de Gagarin, el hombre del primer viaje espacial
Fue el 12 de abril de 1961: una nave conducida por el ruso dio la vuelta al planeta Tierra. La carrera espacial y la Guerra Fría entraban en ebullición.
Pedro LipcovichLos instrumentos aplicados a su cuerpo marcaban 150 pulsaciones por minuto cuando, a las 9.07 de la mañana, dijo al micrófono: “Despegamos”. Unos minutos después: “Veo la Tierra... Es magnífico”. A lo largo de una órbita completa, Gagarin vio lo que nadie había visto jamás. A las 10.25 empezó su descenso, la cápsula perdió estabilidad, empezó a girar alocadamente pero, a las 10.35, se estabilizó. A las 10.48, tal como estaba previsto, el cosmonauta se eyectó de la cápsula, a 7000 metros de altura. A las 10.55, con su paracaídas, aterrizó en pleno campo, a 850 kilómetros de Moscú. A pocos metros, aterradas, estaban una campesina y su nieta. El se quitó el casco: “No tengan miedo. Soy uno de ustedes”, sonrió, y ellas le ofrecieron pan y leche. El viaje había durado 108 minutos.
Dos días después, la recepción popular en Moscú, y, desde entonces, Gagarin recorrió el mundo difundiendo el éxito de la Unión Soviética y, a la vez, la causa de los viajes espaciales. “Gagarin era amigo de todos”, recuerda, cincuenta años después, el cosmonauta Boris Volynov: “Dedicaba horas a conseguir un medicamento o un lugar en el hospital para quien lo necesitara. Y Korolev lo había tratado como a un hijo”. Serguei Korolev, director del programa espacial ruso –cuyo nombre permaneció en secreto hasta su muerte en 1966–, lo había elegido, cuatro días antes del vuelo, entre los seis cosmonautas que habían pasado las selecciones anteriores. Hijo de un carpintero y una campesina, Gagarin había nacido en 1934 cerca de Smolensk, a 360 kilómetros de Moscú. Su infancia atravesó la guerra y la ocupación alemana. Luego de trabajar como obrero metalúrgico, se inscribió en una escuela de aviación militar y, después, como voluntario para las primeras naves espaciales. Se había casado, tenía un hijo y esperaba otro. Sólo su mujer sabía para qué secreto proyecto se entrenaba (y nadie sabía que lo sabía su mujer). “Un día la madre le dijo que había escuchado que iban a poner un hombre en el espacio y que tenía que ser muy tonto el que se arriesgara de ese modo; él le contestó que seguramente no pondrían un proyecto así en manos de un tonto”, comenta Mónica Rabolli, astrónoma de la Conae que investigó el tema.
Gagarin fue ayudado por su baja estatura –1,60 era una talla adecuada a la estrechez de la Vostok– y por su valentía: “No se sabía nada de medicina espacial: algunos médicos decían que, en ausencia de gravedad, el flujo de la sangre iba a detenerse, o que la persona iba a enloquecer”, recuerda Pablo de León, investigador principal en la NASA y en la Universidad de Dakota del Norte.
Guillermo Lemarchand –actual consultor en política científica de la Unesco y ex colaborador del famoso divulgador Carl Sagan– admite que “hace 50 años, después del viaje de Gagarin, se suponía que hoy ya habríamos llegado a Marte, pero los avances en la exploración espacial empezaron a disminuir a mediados de la década de 1970. El problema no fue ningún límite tecnológico, sino la falta de inversión. En especial después del fin de la Guerra Fría, estamos muy lejos de invertir lo que se invirtió en aquellos años. Se sigue hablando de llegar a Marte para dentro de 20 o 30 años, pero está muy lejos”.
Lemarchand señala “el debate entre quienes sostienen y quienes cuestionan los viajes tripulados: hoy por hoy la exploración tripulada del espacio es cara y peligrosa: el ser humano no evolucionó para vivir en ambientes como los que presenta el espacio, y para explorarlo debe crear un entorno que garantice su subsistencia, tomando en cuenta aspectos como la descalcificación de los huesos que ocurre bajo condiciones de ingravidez; desde el punto de vista científico, la misma información puede obtenerse mediante naves automáticas, con menos costos y riesgos”.
Jorge Lassig –quien, como profesor titular en la Universidad del Comahue, participó en el proyecto Pehuén-Sat, el primer satélite construido por una universidad pública argentina–, prefiere discernir periodizaciones en la historia de la astronáutica: “Ya antes de la Segunda Guerra Mundial, los científicos y aficionados a lo que entonces se llamaba cohetería, desarrollo de motores, soñaban con los vuelos interplanetarios. Ese clima romántico, conjugado con el pragmatismo de la Guerra Fría, dio lugar a la carrera espacial: el Sputnik ruso, en 1957, el vuelo de Gagarin y, en 1969, la llegada a la Luna de los norteamericanos Armstrong, Aldrin y Collins. Después vino una etapa de poner los pies en la Tierra: desde mediados de los ’70 y en los ‘80, se crearon los laboratorios espaciales, el Skylab norteamericano y, desde Rusia, la serie Salyut y la estación espacial MIR. Al mismo tiempo, la exploración espacial continúa mediante sondas robotizadas hacia los planetas, con colaboración de distintos países”.
Actualmente el instrumento central es la estación espacial internacional, que tiene una perspectiva de por lo menos 20 años de vida útil. En las estaciones espaciales, gracias a la microgravedad, se han hecho y se siguen haciendo experimentos de desarrollo tecnológico para industrias de punta: por ejemplo la industria de los microchips para computadoras ha mejorado sus productos gracias a estas investigaciones, y en el espacio se han fabricado microchips de mejor calidad que en la Tierra.
En rigor, en las bodas de oro del hombre en el espacio, falta un testimonio: el de aquel novio cósmico, Yuri Gagarin, que hoy tendría 77 años. Cuando tenía 34, el 27 de marzo de 1968, se estrelló al noreste de Moscú, cuando comandaba un MIG-15 biplaza de entrenamiento. Recién el viernes pasado el gobierno ruso desclasificó los documentos de la investigación sobre el accidente: la causa más probable fue “una maniobra brusca del piloto para evitar una sonda atmosférica”.