Sendai sufre escasez y busca supervivientes en el epicentro de la tragedia
Sendai, Agencias
Pese a que la mayoría de los edificios permanecen en pie, aunque con evidentes grietas, la ciudad está totalmente paralizada, sin negocios abiertos y con cortes de electricidad que obligan a los ciudadanos a ingeniárselas para recuperar la normalidad.
Filas de más de medio centenar de personas se organizaban hoy ante los pocos supermercados que siguen abiertos para adquirir las últimas existencias, mientras los conductores esperaban durante horas para hacerse con un bidón de gasolina.
En una galería frente a la estación de Sendai, donde aún se puede ver un "Shinkansen" o tren bala que se paró por el terremoto justo antes de entrar al andén, grupos de jóvenes ofrecían cargadores a pilas para aquellos que quisieran llenar la batería de su teléfono móvil.
Un "pachinko" (salón de juego) cercano ofrecía café caliente y sus baños de forma gratuita, aunque otros aprovechaban la escasez para pedir 1.000 yenes (casi 9 euros) por dos sobres de comida instantánea, en un intento de hacer negocio que no levantaba protestas entre los pacientes japoneses.
La zona costera de Sendai y las localidades aledañas son un territorio tomado por las Fuerzas de Auto Defensa, la Policía y los equipos de rescate, que buscan a contrarreloj a los desaparecidos en un seísmo que multiplicó su fuerza destructora con la llegada de un gran tsunami.
El aeropuerto de Sendai, barrido por las olas que se adentraron varios kilómetros, aún permanece anegado, con edificios invadidos por el lodo y coches amontonados unos sobre otros o mezclados con restos de avionetas y barcas.
Algunas personas esperaban ante el control establecido por los militares para conocer la evolución de las tareas de rescate, mientras seguían apareciendo heridos en el apocalíptico escenario dejado por el maremoto.
Un testigo narró a Efe cómo la lengua de agua salada destrozó edificios de oficinas como el de la empresa Caterpillar, que en el momento del terremoto se encontraba repleto de trabajadores y ahora es un amasijo de barro y escombros envuelto en el olor a queroseno de las aeronaves.
Poco más al sur, la pequeña localidad de Natori intenta recuperar la normalidad con la circulación de los primeros autobuses públicos pese a ser un catálogo de casas dañadas, muchas de ellas derrumbadas totalmente por el terremoto o convertidas en una masa uniforme por el tsunami.
Muchos pasarán la noche de hoy en albergues o refugios, donde no falta agua, arroz ni mantas, elementos básicos que cada vez escasean más en unas ciudades tétricas, solitarias y silenciosas.
En otros pueblos, como Kawamata, los ciudadanos se han organizado para dirigir el tráfico y advertir a los conductores de los desprendimientos de tierra, las grietas en la carretera o los puentes derribados.
Por el momento, la Policía intenta controlar los accesos a la costa oriental de Ibaraki, Fukushima y Miyagi para facilitar el trabajo de los equipos de rescate, que durante la noche de ayer y hoy continuaban haciendo sonar sus sirenas.
El Ejército se ha desplegado con helicópteros en ciudades como Futaba, que hoy era un testigo congelado en el tiempo de lo que sucedió la tarde del 11 de marzo.
La mayoría de la casas de esa localidad en la costa de Fukushima están destruidas, los coches siguen repartidos por las calles tal y como fueron dejados a las dos menos cuarto de la tarde de aquel día, y sólo los ladridos de los perros rompen el silencio.
Por el momento una gran parte del noreste japonés sigue sumido en la penumbra, con las puertas de la gran mayoría de los edificios cerradas a la espera de recobrar una normalidad que poco a poco llega por las carreteras y el aire.
Pese a que la mayoría de los edificios permanecen en pie, aunque con evidentes grietas, la ciudad está totalmente paralizada, sin negocios abiertos y con cortes de electricidad que obligan a los ciudadanos a ingeniárselas para recuperar la normalidad.
Filas de más de medio centenar de personas se organizaban hoy ante los pocos supermercados que siguen abiertos para adquirir las últimas existencias, mientras los conductores esperaban durante horas para hacerse con un bidón de gasolina.
En una galería frente a la estación de Sendai, donde aún se puede ver un "Shinkansen" o tren bala que se paró por el terremoto justo antes de entrar al andén, grupos de jóvenes ofrecían cargadores a pilas para aquellos que quisieran llenar la batería de su teléfono móvil.
Un "pachinko" (salón de juego) cercano ofrecía café caliente y sus baños de forma gratuita, aunque otros aprovechaban la escasez para pedir 1.000 yenes (casi 9 euros) por dos sobres de comida instantánea, en un intento de hacer negocio que no levantaba protestas entre los pacientes japoneses.
La zona costera de Sendai y las localidades aledañas son un territorio tomado por las Fuerzas de Auto Defensa, la Policía y los equipos de rescate, que buscan a contrarreloj a los desaparecidos en un seísmo que multiplicó su fuerza destructora con la llegada de un gran tsunami.
El aeropuerto de Sendai, barrido por las olas que se adentraron varios kilómetros, aún permanece anegado, con edificios invadidos por el lodo y coches amontonados unos sobre otros o mezclados con restos de avionetas y barcas.
Algunas personas esperaban ante el control establecido por los militares para conocer la evolución de las tareas de rescate, mientras seguían apareciendo heridos en el apocalíptico escenario dejado por el maremoto.
Un testigo narró a Efe cómo la lengua de agua salada destrozó edificios de oficinas como el de la empresa Caterpillar, que en el momento del terremoto se encontraba repleto de trabajadores y ahora es un amasijo de barro y escombros envuelto en el olor a queroseno de las aeronaves.
Poco más al sur, la pequeña localidad de Natori intenta recuperar la normalidad con la circulación de los primeros autobuses públicos pese a ser un catálogo de casas dañadas, muchas de ellas derrumbadas totalmente por el terremoto o convertidas en una masa uniforme por el tsunami.
Muchos pasarán la noche de hoy en albergues o refugios, donde no falta agua, arroz ni mantas, elementos básicos que cada vez escasean más en unas ciudades tétricas, solitarias y silenciosas.
En otros pueblos, como Kawamata, los ciudadanos se han organizado para dirigir el tráfico y advertir a los conductores de los desprendimientos de tierra, las grietas en la carretera o los puentes derribados.
Por el momento, la Policía intenta controlar los accesos a la costa oriental de Ibaraki, Fukushima y Miyagi para facilitar el trabajo de los equipos de rescate, que durante la noche de ayer y hoy continuaban haciendo sonar sus sirenas.
El Ejército se ha desplegado con helicópteros en ciudades como Futaba, que hoy era un testigo congelado en el tiempo de lo que sucedió la tarde del 11 de marzo.
La mayoría de la casas de esa localidad en la costa de Fukushima están destruidas, los coches siguen repartidos por las calles tal y como fueron dejados a las dos menos cuarto de la tarde de aquel día, y sólo los ladridos de los perros rompen el silencio.
Por el momento una gran parte del noreste japonés sigue sumido en la penumbra, con las puertas de la gran mayoría de los edificios cerradas a la espera de recobrar una normalidad que poco a poco llega por las carreteras y el aire.