Fútbol boliviano: Un ignoto árbitro le arruinó el ensayo a Wilstermann
José Vladimir Nogales
El insensato fundamentalismo de un ignoto árbitro de ascenso, un tal Ríos, arruinó descaradamente el vital ensayo que Wilstermann había programado para la tarde del domingo. Su irracional rigidez (extremadamente reglamentarista) conspiró contra la naturaleza exploratoria de un partido que a Wilstermann le urgía realizar para evaluar progresos, ponderar correctivos y analizar ajustes. El juez, una de esas aberraciones actorales engendradas a la sombra del anonimato arbitral, y potenciadas por vaya uno a saber qué tipo de perturbadores complejos sociales; desnaturalizó un desarrollo plácido, donde Wilstermann exhibía una exquisita pulcritud técnica, un fútbol depurado, elegante, digno de aplauso.
Como si rindiese una prueba definitiva ante el inquisidor ojo de autoridades que habrían de promover su carrera arbitral, el juez se esforzó por exhibir su estricta calificación en la administración de justicia. Lo que hizo, sin embargo, fue imponer una rigurosa interpretación del reglamento, uno propio ciertamente, en el que se penaliza, con máximo rigor, toda pérdida de tiempo e impone autoridad a puro “tarjetazo”, no bajo el imperio del respeto y el conocimiento, como la decencia y el profesionalismo sugieren. Evidente era, en el discurrir de la tarde, que aquel anómalo proceder inocularía su toxicidad al diáfano partido que Wilstermann desarrollaba. Se temía, y no sin fundamento, que la artística exhibición de los rojos sería abruptamente interrumpida por alguna amputación. Y así ocurrió. La profusión de amonestaciones (por la compulsiva acción coactiva del juez) había diseñado el escenario propicio para descalabrar la normalidad. Quizá estaba premeditado. Difícil probarlo. Mas, es sospechosa (mientras no sea atribuible a la escasa idoneidad de un sheriff de poca monta) tanta teatralidad, tanta rigidez, tanto fundamentalismo, tanta falta de sentido común, tanta ausencia de ubicación para no detectar la importancia práctica de un ensayo. En todo caso, el juez Ríos quedó en evidencia. Hoy sabemos que necesita o un libro con el reglamento, si quiere continuar arbitrando, o un bastón para manejarse por la vida sin golpearse con las esquinas y con los muebles de casa. Otra opción es que dirija los partidos con un bastón y unas gafas oscuras. No lo haría peor de lo que lo hizo.
Hasta que el juez puso sus infectas manos en el partido, Wilstermann desplegó un fútbol de alto calibre. Sobrevivió a la batalla que le planteó San José, un conjunto sin fútbol, que cuando se ve superado olvida el balón y no mira a los ojos del rival, sino a los tobillos. Ante el fútbol de toque justo y enorme despliegue de destreza técnica desarrollado por los rojos, los orureños plantearon un partido áspero, de esos que no admiten actitudes tímidas y descubren a los que todavía son niños en un mundo de adultos. No arrugó el equipo de Neveleff, plantó cara sin perder la compostura, aguantó las muchas patadas que permitió el mediocre árbitro Ríos, esquivó otras y cosechó la ovación de un público entusiasta.
Wilstermann se apoyó en un centro del campo flexible, sobre todo por la presencia combinada de Luis García Uribe y Christian Machado como volantes centrales, para gobernar el partido con autoridad y suficiencia. Funcionó muy bien en defensa y le faltó picante en ataque. Toscanini participó bastante del juego, pero no marcó, mientras Fabio Mineiro, muy punzante en el inicio, no se sintió muy cómodo en compañía del uruguayo, toda vez que ambos tienden a ocupar los mismos espacios y a restarse campo de maniobra. Los rojos jugaron a lo que saben y a lo que se espera de ellos.
Mandaron los rojos mientras el partido fue presidido por la normalidad (aunque muy temprano irrumpieron focos infecciosos), porque supo estar, supo hacer y supo salir desde el fondo, con Ojeda y Lucas Fernández por las bandas y, esencialmente, conectando con el reconocible y delicioso talento que exhibe Luis García (autor de un exquisito gol de tiro libre), enorme en el juego salvo cuando no mezcló bien en un par de ocasiones con los puntas o cuando se excedió en su arte. Machado y Melgar mandaron bien defensivamente, cubrieron las salidas de los dos laterales, tanto de Fernández como de Ojeda, y fueron capaces de dar un paso al frente en la primera fase de creación del juego.
Compacto y vertical (erradicó aquel pernicioso vicio idiosincrático del juego horizontal), Wilstermann atacó las bandas (más incisivo con Abregú y sorpresivo con los arribos de Melgar) y jugó por dentro con gran calidad en el toque ante un equipo que trató de responder a puro músculo. Los rojos se reivindicaron como un equipo fiable, uno por uno y en conjunto, confirmando que existe mucho material para explotar, tanto que el resultado final (mientras el trámite no se apartó de la normalidad) pareció corto atendiendo al nivel de concentración y a la solvencia en el juego. San José aguantó como pudo hasta el descanso, siempre sometido, y espabiló un poco en la segunda parte, cuando bajó el voltaje de juego local, degradado por las expulsiones (Ojeda, Toscanini y Sánchez fueron víctimas del exacerbado rigor arbitral). El empate de San José, logrado por Marco Paz, se produjo en un escenario anómalo, desnaturalizado por las arteras amputaciones. Aún así, disminuido, Wilstermann dio batalla. Plantó cara a un rival que, disfrutando de superioridad numérica, no supo imponerla, ni aún con el escatológico beneficio de abominables prerrogativas arbitrales. Los dioses de la lluvia (de las muchas mitologías terrenas), ofendidos por el escarnio, abrieron las compuertas de la bóveda celeste para derramar su acuoso contenido y acabar con el corrompido ritual para que, al menos, el saldo matemático (1-1) conserve algo de justicia.
El insensato fundamentalismo de un ignoto árbitro de ascenso, un tal Ríos, arruinó descaradamente el vital ensayo que Wilstermann había programado para la tarde del domingo. Su irracional rigidez (extremadamente reglamentarista) conspiró contra la naturaleza exploratoria de un partido que a Wilstermann le urgía realizar para evaluar progresos, ponderar correctivos y analizar ajustes. El juez, una de esas aberraciones actorales engendradas a la sombra del anonimato arbitral, y potenciadas por vaya uno a saber qué tipo de perturbadores complejos sociales; desnaturalizó un desarrollo plácido, donde Wilstermann exhibía una exquisita pulcritud técnica, un fútbol depurado, elegante, digno de aplauso.
Como si rindiese una prueba definitiva ante el inquisidor ojo de autoridades que habrían de promover su carrera arbitral, el juez se esforzó por exhibir su estricta calificación en la administración de justicia. Lo que hizo, sin embargo, fue imponer una rigurosa interpretación del reglamento, uno propio ciertamente, en el que se penaliza, con máximo rigor, toda pérdida de tiempo e impone autoridad a puro “tarjetazo”, no bajo el imperio del respeto y el conocimiento, como la decencia y el profesionalismo sugieren. Evidente era, en el discurrir de la tarde, que aquel anómalo proceder inocularía su toxicidad al diáfano partido que Wilstermann desarrollaba. Se temía, y no sin fundamento, que la artística exhibición de los rojos sería abruptamente interrumpida por alguna amputación. Y así ocurrió. La profusión de amonestaciones (por la compulsiva acción coactiva del juez) había diseñado el escenario propicio para descalabrar la normalidad. Quizá estaba premeditado. Difícil probarlo. Mas, es sospechosa (mientras no sea atribuible a la escasa idoneidad de un sheriff de poca monta) tanta teatralidad, tanta rigidez, tanto fundamentalismo, tanta falta de sentido común, tanta ausencia de ubicación para no detectar la importancia práctica de un ensayo. En todo caso, el juez Ríos quedó en evidencia. Hoy sabemos que necesita o un libro con el reglamento, si quiere continuar arbitrando, o un bastón para manejarse por la vida sin golpearse con las esquinas y con los muebles de casa. Otra opción es que dirija los partidos con un bastón y unas gafas oscuras. No lo haría peor de lo que lo hizo.
Hasta que el juez puso sus infectas manos en el partido, Wilstermann desplegó un fútbol de alto calibre. Sobrevivió a la batalla que le planteó San José, un conjunto sin fútbol, que cuando se ve superado olvida el balón y no mira a los ojos del rival, sino a los tobillos. Ante el fútbol de toque justo y enorme despliegue de destreza técnica desarrollado por los rojos, los orureños plantearon un partido áspero, de esos que no admiten actitudes tímidas y descubren a los que todavía son niños en un mundo de adultos. No arrugó el equipo de Neveleff, plantó cara sin perder la compostura, aguantó las muchas patadas que permitió el mediocre árbitro Ríos, esquivó otras y cosechó la ovación de un público entusiasta.
Wilstermann se apoyó en un centro del campo flexible, sobre todo por la presencia combinada de Luis García Uribe y Christian Machado como volantes centrales, para gobernar el partido con autoridad y suficiencia. Funcionó muy bien en defensa y le faltó picante en ataque. Toscanini participó bastante del juego, pero no marcó, mientras Fabio Mineiro, muy punzante en el inicio, no se sintió muy cómodo en compañía del uruguayo, toda vez que ambos tienden a ocupar los mismos espacios y a restarse campo de maniobra. Los rojos jugaron a lo que saben y a lo que se espera de ellos.
Mandaron los rojos mientras el partido fue presidido por la normalidad (aunque muy temprano irrumpieron focos infecciosos), porque supo estar, supo hacer y supo salir desde el fondo, con Ojeda y Lucas Fernández por las bandas y, esencialmente, conectando con el reconocible y delicioso talento que exhibe Luis García (autor de un exquisito gol de tiro libre), enorme en el juego salvo cuando no mezcló bien en un par de ocasiones con los puntas o cuando se excedió en su arte. Machado y Melgar mandaron bien defensivamente, cubrieron las salidas de los dos laterales, tanto de Fernández como de Ojeda, y fueron capaces de dar un paso al frente en la primera fase de creación del juego.
Compacto y vertical (erradicó aquel pernicioso vicio idiosincrático del juego horizontal), Wilstermann atacó las bandas (más incisivo con Abregú y sorpresivo con los arribos de Melgar) y jugó por dentro con gran calidad en el toque ante un equipo que trató de responder a puro músculo. Los rojos se reivindicaron como un equipo fiable, uno por uno y en conjunto, confirmando que existe mucho material para explotar, tanto que el resultado final (mientras el trámite no se apartó de la normalidad) pareció corto atendiendo al nivel de concentración y a la solvencia en el juego. San José aguantó como pudo hasta el descanso, siempre sometido, y espabiló un poco en la segunda parte, cuando bajó el voltaje de juego local, degradado por las expulsiones (Ojeda, Toscanini y Sánchez fueron víctimas del exacerbado rigor arbitral). El empate de San José, logrado por Marco Paz, se produjo en un escenario anómalo, desnaturalizado por las arteras amputaciones. Aún así, disminuido, Wilstermann dio batalla. Plantó cara a un rival que, disfrutando de superioridad numérica, no supo imponerla, ni aún con el escatológico beneficio de abominables prerrogativas arbitrales. Los dioses de la lluvia (de las muchas mitologías terrenas), ofendidos por el escarnio, abrieron las compuertas de la bóveda celeste para derramar su acuoso contenido y acabar con el corrompido ritual para que, al menos, el saldo matemático (1-1) conserve algo de justicia.

