La oposición y los manifestantes desconfían de las promesas del régimen egipcio
El vicepresidente Suleimán, que ayer se reunió con los grupos anti-Mubarak, incluido un representante de los Hermanos Musulmanes, ofrece revisar la Constitución, pero no da garantías.- La multitud concentrada en El Cairo sigue exigiendo la dimisión de Mubarak
Madrid, El PaísEl régimen egipcio resiste. Y demuestra que, con Hosni Mubarak o sin él, será difícil arrancarle concesiones significativas. El vicepresidente Omar Suleimán se reunió ayer con una delegación de opositores en la que figuraba un representante de los Hermanos Musulmanes. Eso supuso una novedad, ya que el ilegal movimiento islamista fue siempre el espantajo del régimen, la excusa de la dictadura. Suleimán ofreció ampliar la libertad de prensa, liberar a los presos "de conciencia", establecer una comisión consultiva sobre la reforma de la Constitución y levantar, en un futuro indeterminado, un estado de excepción que dura desde 1981. Los delegados de la oposición abandonaron la reunión entre dubitativos y decepcionados. Llevaban dos semanas exigiendo la dimisión del presidente y asegurando que no negociarían mientras no se cumpliera esa reivindicación.
Su encuentro con Suleimán se desarrolló, sin embargo, bajo un gran retrato del dictador. En el ámbito de los símbolos, fue un punto a favor del inmovilismo. Ahmed Shafik, el primer ministro, insistió de nuevo en que Mubarak agotaría su mandato y solo dejaría el cargo en septiembre, cuando se eligiera un nuevo presidente.
Un análisis de las propuestas de Suleimán indicaba la determinación del régimen, ahora ya sinónimo de Ejército, de regular cuidadosamente los gestos de apertura y de no comprometerse demasiado. Ofreció, por ejemplo, liberar a los centenares de detenidos desde el martes 25, pero a la vez siguió arrestando a activistas y periodistas extranjeros y, sobre todo, a ciudadanos egipcios.
La idea de crear una comisión sobre la reforma constitucional que debería alcanzar conclusiones a principios de marzo resultaba atractiva; sin embargo, no existía garantía alguna de que esas conclusiones fueran a ser aceptadas. ¿Libertad de prensa? La hegemónica televisión pública seguía ofreciendo una cobertura aberrante de la crisis, mostrando imágenes de apoyo a Mubarak y atribuyendo la revuelta a espías y conspiradores extranjeros. Esos mensajes de fomento a la paranoia colectiva calaban en amplias capas de la sociedad egipcia. En un comunicado emitido tras la reunión con los opositores, Suleimán insistió en referirse a "elementos extranjeros que trabajan para minar nuestra estabilidad".
Continúan las protestas en la calle
En cuanto al levantamiento del antiquísimo estado de excepción, establecido desde que el asesinato de Anuar el Sadat llevó al poder a Mubarak, Suleimán dijo que solo se realizaría cuando la situación lo permitiera. La decisión dependería, dijo, de "las condiciones de seguridad". Ningún plazo, ningún compromiso.
Si los delegados de la oposición no quedaron convencidos, mucho menos la multitud de la plaza de la Liberación. Arreciaron los gritos contra Mubarak y la voluntad de mantener la protesta (que ayer congregó de nuevo a muchas decenas de miles) hasta lograr sus objetivos, que incluyen la dimisión inmediata de Mubarak.
También se hizo perceptible una creciente desconfianza frente al Ejército, hasta ahora mimado por la multitud. Los esfuerzos militares por levantar las barricadas que protegían a los manifestantes, por reducir su espacio y por aislarlos del resto de El Cairo, junto a las peticiones de disolución de la protesta lanzadas por el ministro de Defensa y del jefe del Estado Mayor, dejaban pocas dudas sobre hacia dónde se inclinaban los mandos del Ejército. Aunque no habían disparado contra la multitud, tampoco eran neutrales.
Ayer, por primera vez, los soldados lanzaron ráfagas de advertencia contra la gente de la Liberación a la altura del Museo Egipcio, la "zona de nadie" que separaba la plaza de la barricada exterior donde permanecían decenas de fieles de Mubarak. El incidente, registrado poco después del anochecer, fue un síntoma del cambio de humor. Ante la ausencia de la policía, policías militares de uniforme o de paisano se encargaban de practicar detenciones y de aplicar la estrategia de acoso sobre los presuntos coordinadores de la revuelta y los observadores extranjeros.
Había oficiales que simpatizaban con la revuelta y los soldados, en su gran mayoría, no dejaban de confraternizar con la multitud. Esas actitudes no resultaban sorprendentes, las filtraciones de Wikileaks ya revelaron en diciembre divisiones, frustración y malestar en los niveles intermedios de unas Fuerzas Armadas ineficientes y manipuladas por una generación de ancianos exgenerales que se habían hecho de oro con la dictadura.
La sociedad egipcia se veía zarandeada por impulsos contradictorios. Al margen de los inmovilistas, los que temían cualquier cambio y padecían la paralización económica (entre la policía y el sector turístico eso se percibía de forma diáfana), la amplia mayoría que apostaba por la reforma quería que la inestabilidad durara lo menos posible. La crisis, sin embargo, parecía destinada a prolongarse. Para forzar la mano del régimen hacía falta seguir en la plaza, acudir a nuevas manifestaciones masivas, demostrar una voluntad inagotable. Lo cual suponía seguir sin trabajar y sin cobrar, ahondando un deterioro económico perjudicial para todos.
Madrid, El PaísEl régimen egipcio resiste. Y demuestra que, con Hosni Mubarak o sin él, será difícil arrancarle concesiones significativas. El vicepresidente Omar Suleimán se reunió ayer con una delegación de opositores en la que figuraba un representante de los Hermanos Musulmanes. Eso supuso una novedad, ya que el ilegal movimiento islamista fue siempre el espantajo del régimen, la excusa de la dictadura. Suleimán ofreció ampliar la libertad de prensa, liberar a los presos "de conciencia", establecer una comisión consultiva sobre la reforma de la Constitución y levantar, en un futuro indeterminado, un estado de excepción que dura desde 1981. Los delegados de la oposición abandonaron la reunión entre dubitativos y decepcionados. Llevaban dos semanas exigiendo la dimisión del presidente y asegurando que no negociarían mientras no se cumpliera esa reivindicación.
Su encuentro con Suleimán se desarrolló, sin embargo, bajo un gran retrato del dictador. En el ámbito de los símbolos, fue un punto a favor del inmovilismo. Ahmed Shafik, el primer ministro, insistió de nuevo en que Mubarak agotaría su mandato y solo dejaría el cargo en septiembre, cuando se eligiera un nuevo presidente.
Un análisis de las propuestas de Suleimán indicaba la determinación del régimen, ahora ya sinónimo de Ejército, de regular cuidadosamente los gestos de apertura y de no comprometerse demasiado. Ofreció, por ejemplo, liberar a los centenares de detenidos desde el martes 25, pero a la vez siguió arrestando a activistas y periodistas extranjeros y, sobre todo, a ciudadanos egipcios.
La idea de crear una comisión sobre la reforma constitucional que debería alcanzar conclusiones a principios de marzo resultaba atractiva; sin embargo, no existía garantía alguna de que esas conclusiones fueran a ser aceptadas. ¿Libertad de prensa? La hegemónica televisión pública seguía ofreciendo una cobertura aberrante de la crisis, mostrando imágenes de apoyo a Mubarak y atribuyendo la revuelta a espías y conspiradores extranjeros. Esos mensajes de fomento a la paranoia colectiva calaban en amplias capas de la sociedad egipcia. En un comunicado emitido tras la reunión con los opositores, Suleimán insistió en referirse a "elementos extranjeros que trabajan para minar nuestra estabilidad".
Continúan las protestas en la calle
En cuanto al levantamiento del antiquísimo estado de excepción, establecido desde que el asesinato de Anuar el Sadat llevó al poder a Mubarak, Suleimán dijo que solo se realizaría cuando la situación lo permitiera. La decisión dependería, dijo, de "las condiciones de seguridad". Ningún plazo, ningún compromiso.
Si los delegados de la oposición no quedaron convencidos, mucho menos la multitud de la plaza de la Liberación. Arreciaron los gritos contra Mubarak y la voluntad de mantener la protesta (que ayer congregó de nuevo a muchas decenas de miles) hasta lograr sus objetivos, que incluyen la dimisión inmediata de Mubarak.
También se hizo perceptible una creciente desconfianza frente al Ejército, hasta ahora mimado por la multitud. Los esfuerzos militares por levantar las barricadas que protegían a los manifestantes, por reducir su espacio y por aislarlos del resto de El Cairo, junto a las peticiones de disolución de la protesta lanzadas por el ministro de Defensa y del jefe del Estado Mayor, dejaban pocas dudas sobre hacia dónde se inclinaban los mandos del Ejército. Aunque no habían disparado contra la multitud, tampoco eran neutrales.
Ayer, por primera vez, los soldados lanzaron ráfagas de advertencia contra la gente de la Liberación a la altura del Museo Egipcio, la "zona de nadie" que separaba la plaza de la barricada exterior donde permanecían decenas de fieles de Mubarak. El incidente, registrado poco después del anochecer, fue un síntoma del cambio de humor. Ante la ausencia de la policía, policías militares de uniforme o de paisano se encargaban de practicar detenciones y de aplicar la estrategia de acoso sobre los presuntos coordinadores de la revuelta y los observadores extranjeros.
Había oficiales que simpatizaban con la revuelta y los soldados, en su gran mayoría, no dejaban de confraternizar con la multitud. Esas actitudes no resultaban sorprendentes, las filtraciones de Wikileaks ya revelaron en diciembre divisiones, frustración y malestar en los niveles intermedios de unas Fuerzas Armadas ineficientes y manipuladas por una generación de ancianos exgenerales que se habían hecho de oro con la dictadura.
La sociedad egipcia se veía zarandeada por impulsos contradictorios. Al margen de los inmovilistas, los que temían cualquier cambio y padecían la paralización económica (entre la policía y el sector turístico eso se percibía de forma diáfana), la amplia mayoría que apostaba por la reforma quería que la inestabilidad durara lo menos posible. La crisis, sin embargo, parecía destinada a prolongarse. Para forzar la mano del régimen hacía falta seguir en la plaza, acudir a nuevas manifestaciones masivas, demostrar una voluntad inagotable. Lo cual suponía seguir sin trabajar y sin cobrar, ahondando un deterioro económico perjudicial para todos.