El mariscal Tantaui se convierte en el guía de una transición incierta
El Cairo, El País
El Ejército egipcio mostró a Hosni Mubarak la puerta de salida y, con un respaldo casi unánime de la ciudadanía, asumió el control del Estado. Resultaba inevitable romper con la legalidad anterior, y todo el poder quedó en manos de los militares. La nueva realidad institucional producía sin embargo cierto vértigo: no había más que Ejército y ciudadanos, sin nada en medio. Mientras los soldados despejaron la plaza de la Liberación, Egipto se adentraba en el futuro caminando sobre el vacío, de la mano de un mariscal, Mohamed Tantaui, cuya palabra era ley. Tantaui disolvió el Parlamento, suspendió la Constitución y prometió elecciones en unos seis meses.
Las paradojas de la revolución egipcia proseguían, inagotables. El mariscal Mohamed Tantaui, de 75 años, amigo de Mubarak, involucrado en la dictadura como el que más y profundamente reaccionario, era el hombre al que los últimos manifestantes de la plaza de Tahrir saludaban ayer como héroe de la democracia. Convenía mantener una prudente cautela sobre la evolución de los acontecimientos a medio plazo, pero Tantaui puso su firma al pie de un documento que elevaba la paradoja al nivel del arte.
Por un lado, el comunicado establecía la dictadura militar más absoluta e intimidante de los tiempos modernos: el mariscal Tantaui asumía las funciones de presidente en el interior y el exterior; el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, presidido por el propio Tantaui, anunciaba que legislaría por decreto inapelable; se suspendía la Constitución y se disolvían tanto la Asamblea Popular como el Consejo de la Shura, las dos Cámaras del Parlamento. Sin Constitución y con unas leyes ordinarias supeditadas al estado de excepción, la autoridad de los tribunales de justicia quedó en el aire.
Por otro lado, el preámbulo parecía redactado por un alumno de Thomas Jefferson, el hombre que escribió la excelsa Declaración de Independencia de Estados Unidos. En el segundo párrafo se decía lo siguiente: "el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas cree que la libertad del ser humano, el imperio de la ley, la fe en el valor de la igualdad, la democracia plural, la justicia social y la erradicación de la corrupción constituyen las bases de la legitimidad de cualquier sistema de gobierno que dirija el país en la próxima era (...); también cree que la dignidad de la nación es tan solo el reflejo de la dignidad de cada uno de sus miembros, y que los ciudadanos libres, orgullosos de su humanidad, son la viga maestra de una nación fuerte". Solo palabras, pero palabras hermosas y esperanzadoras.
Por primera vez se aclararon las principales dudas sobre el calendario para la instauración de un nuevo régimen. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas expresó su intención de nombrar a un comité encargado de reformar la Constitución recién suspendida y adecuarla a un sistema democrático. La reforma había de ser profunda, porque el texto vigente con Mubarak estaba diseñado con el único fin de perpetuar a Mubarak. A la propia Constitución se había agregado el estado de excepción, establecido en 1981 y consustancial al régimen del expresidente. Resultaba llamativo el hecho de que, a diferencia de la Constitución, el estado de excepción no fuera suspendido. Los militares volvieron a asegurar que lo levantarían en cuanto "la situación de la seguridad" lo hiciera posible.
Una vez reformada la Constitución, se convocaría un referéndum para refrendarla. Aunque era pronto para preocuparse por esos detalles, ni el censo de población ni el censo electoral establecidos por Mubarak servían para nada; en realidad, solo los servicios secretos tenían la lista completa con los nombres y los datos de cada egipcio. La cuestión del censo estaba destinada a convertirse en uno de los problemas del proceso. Ya con una Constitución, dijo el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, serían convocadas elecciones. No ofrecieron más detalles sobre las mismas, pero se interpretó que las elecciones serían a la vez presidenciales y parlamentarias.
Asimismo, los militares comunicaron que el último Gobierno de Hosni Mubarak, tan sospechoso que varios de sus miembros, incluido el primer ministro, tenían prohibido salir de Egipto, seguiría en funciones hasta el nombramiento de un nuevo Gabinete .
Ese Gobierno fantasmagórico se reunió ayer y ofreció luego una conferencia de prensa en la que el primer ministro, Ahmed Shafik, se empeñó en subrayar la "normalidad de la situación" que vivía el país. "No hay cambio en la forma, el método o el proceso de trabajo", señaló, "la situación es completamente estable y el país recuperará poco a poco la normalidad", añadió.
La situación no parecía tan normal, dado que el primer ministro iba recibiendo notas y se enteraba al tiempo que los periodistas de los anuncios del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Ante las dudas sobre su operatividad, Shafik se limitó a señalar que estaba "en contacto permanente con el Consejo Supremo".
Costaba imaginar que alguien en las calles egipcias confiara en la palabra de ese Gobierno, que olía a lo peor del pasado y para el que el calificativo "títere" resultaba elogioso en exceso. Shafik, al igual que sus colegas, fue nombrado por Mubarak el 31 de enero, cuando aún creía que un somero cambio de rostros y un discurso sentimental podían apaciguar la revuelta. En cualquier caso, ese vestigio seguía ahí. Shafik aseguró que trabajaría para devolver al pueblo sus derechos y para luchar contra la corrupción, pese a figurar él mismo en la larga lista de presuntos implicados en la misma. No pudo explicar el destino del vicepresidente, Omar Suleimán, porque, comentó, eso debían decidirlo los militares. De Mubarak dijo que estaba en su residencia de Sharm el Sheij. Nada más. La situación y los proyectos del faraón derrocado permanecían envueltos en misterio.
El Ejército egipcio mostró a Hosni Mubarak la puerta de salida y, con un respaldo casi unánime de la ciudadanía, asumió el control del Estado. Resultaba inevitable romper con la legalidad anterior, y todo el poder quedó en manos de los militares. La nueva realidad institucional producía sin embargo cierto vértigo: no había más que Ejército y ciudadanos, sin nada en medio. Mientras los soldados despejaron la plaza de la Liberación, Egipto se adentraba en el futuro caminando sobre el vacío, de la mano de un mariscal, Mohamed Tantaui, cuya palabra era ley. Tantaui disolvió el Parlamento, suspendió la Constitución y prometió elecciones en unos seis meses.
Las paradojas de la revolución egipcia proseguían, inagotables. El mariscal Mohamed Tantaui, de 75 años, amigo de Mubarak, involucrado en la dictadura como el que más y profundamente reaccionario, era el hombre al que los últimos manifestantes de la plaza de Tahrir saludaban ayer como héroe de la democracia. Convenía mantener una prudente cautela sobre la evolución de los acontecimientos a medio plazo, pero Tantaui puso su firma al pie de un documento que elevaba la paradoja al nivel del arte.
Por un lado, el comunicado establecía la dictadura militar más absoluta e intimidante de los tiempos modernos: el mariscal Tantaui asumía las funciones de presidente en el interior y el exterior; el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, presidido por el propio Tantaui, anunciaba que legislaría por decreto inapelable; se suspendía la Constitución y se disolvían tanto la Asamblea Popular como el Consejo de la Shura, las dos Cámaras del Parlamento. Sin Constitución y con unas leyes ordinarias supeditadas al estado de excepción, la autoridad de los tribunales de justicia quedó en el aire.
Por otro lado, el preámbulo parecía redactado por un alumno de Thomas Jefferson, el hombre que escribió la excelsa Declaración de Independencia de Estados Unidos. En el segundo párrafo se decía lo siguiente: "el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas cree que la libertad del ser humano, el imperio de la ley, la fe en el valor de la igualdad, la democracia plural, la justicia social y la erradicación de la corrupción constituyen las bases de la legitimidad de cualquier sistema de gobierno que dirija el país en la próxima era (...); también cree que la dignidad de la nación es tan solo el reflejo de la dignidad de cada uno de sus miembros, y que los ciudadanos libres, orgullosos de su humanidad, son la viga maestra de una nación fuerte". Solo palabras, pero palabras hermosas y esperanzadoras.
Por primera vez se aclararon las principales dudas sobre el calendario para la instauración de un nuevo régimen. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas expresó su intención de nombrar a un comité encargado de reformar la Constitución recién suspendida y adecuarla a un sistema democrático. La reforma había de ser profunda, porque el texto vigente con Mubarak estaba diseñado con el único fin de perpetuar a Mubarak. A la propia Constitución se había agregado el estado de excepción, establecido en 1981 y consustancial al régimen del expresidente. Resultaba llamativo el hecho de que, a diferencia de la Constitución, el estado de excepción no fuera suspendido. Los militares volvieron a asegurar que lo levantarían en cuanto "la situación de la seguridad" lo hiciera posible.
Una vez reformada la Constitución, se convocaría un referéndum para refrendarla. Aunque era pronto para preocuparse por esos detalles, ni el censo de población ni el censo electoral establecidos por Mubarak servían para nada; en realidad, solo los servicios secretos tenían la lista completa con los nombres y los datos de cada egipcio. La cuestión del censo estaba destinada a convertirse en uno de los problemas del proceso. Ya con una Constitución, dijo el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, serían convocadas elecciones. No ofrecieron más detalles sobre las mismas, pero se interpretó que las elecciones serían a la vez presidenciales y parlamentarias.
Asimismo, los militares comunicaron que el último Gobierno de Hosni Mubarak, tan sospechoso que varios de sus miembros, incluido el primer ministro, tenían prohibido salir de Egipto, seguiría en funciones hasta el nombramiento de un nuevo Gabinete .
Ese Gobierno fantasmagórico se reunió ayer y ofreció luego una conferencia de prensa en la que el primer ministro, Ahmed Shafik, se empeñó en subrayar la "normalidad de la situación" que vivía el país. "No hay cambio en la forma, el método o el proceso de trabajo", señaló, "la situación es completamente estable y el país recuperará poco a poco la normalidad", añadió.
La situación no parecía tan normal, dado que el primer ministro iba recibiendo notas y se enteraba al tiempo que los periodistas de los anuncios del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Ante las dudas sobre su operatividad, Shafik se limitó a señalar que estaba "en contacto permanente con el Consejo Supremo".
Costaba imaginar que alguien en las calles egipcias confiara en la palabra de ese Gobierno, que olía a lo peor del pasado y para el que el calificativo "títere" resultaba elogioso en exceso. Shafik, al igual que sus colegas, fue nombrado por Mubarak el 31 de enero, cuando aún creía que un somero cambio de rostros y un discurso sentimental podían apaciguar la revuelta. En cualquier caso, ese vestigio seguía ahí. Shafik aseguró que trabajaría para devolver al pueblo sus derechos y para luchar contra la corrupción, pese a figurar él mismo en la larga lista de presuntos implicados en la misma. No pudo explicar el destino del vicepresidente, Omar Suleimán, porque, comentó, eso debían decidirlo los militares. De Mubarak dijo que estaba en su residencia de Sharm el Sheij. Nada más. La situación y los proyectos del faraón derrocado permanecían envueltos en misterio.