Cambios en el mundo árabe: Obama se juega su credibilidad
Washington deja caer a Mubarak pero carece de alternativa - El presidente debe honrar sus palabras y el compromiso de EE UU con un país aliado
Washington, El País
Washington, El País
Pero la experiencia y el sentido común recomendaban otra cosa. La estabilidad que Mubarak ofrecía y por la que Estados Unidos ha apostado hasta ahora -en Egipto, en Jordania, en los territorios palestinos, en Arabia Saudí y en una larga lista de países de Oriente Próximo- se ha demostrado contraproducente. Ni los intereses norteamericanos están mejor salvaguardados hoy -un comentarista ha llegado a decir que el 11-S se podría haber evitado si Mubarak hubiera caído antes- ni existen buenas perspectivas de estabilidad para mañana.
Pese a esa realidad, es muy traumático para una gran potencia apostar por la teoría del caos. Tal como la revista Vanity Fair demostró con pruebas en un reportaje de 2008, cuando Hamás ganó en 2006 unas elecciones limpias, el Gobierno de George Bush, pese a toda su palabrería a favor de la exportación de la democracia, puso en marcha un plan de presión sobre el líder palestino, Mahmud Abbas, para revertir el resultado por la fuerza.
Obama tendría ahora también que traicionarse a sí mismo para ayudar a Mubarak. El destino ha querido que esta revuelta tan decisiva para la evolución de Oriente Próximo y de la política exterior norteamericana tenga como escenario principal El Cairo, la misma ciudad en la que Obama pronunció su célebre mensaje al Islam.
La prensa no destacó ese hecho, pero el propio Obama recordará el entusiasmo especial con el que el público, mayoritariamente joven, vitoreó todas sus alusiones a la democracia, la libertad y el derecho de los pueblos a elegir su destino. El levantamiento de hoy no está directamente relacionado con ese discurso, pero tampoco es completamente ajeno. El viento de cambio que Obama sembró, por extraños caminos ha levantado tempestades que el presidente no puede ahora contener sin destruir su legado.
Existen, por supuesto, otros intereses que cuentan en estas circunstancias. Intereses bastardos que ven Oriente Próximo como un juego de ajedrez en el que, sin Mubarak, EE UU pierde a su principal alfil, e intereses legítimos que temen el ascenso de fuerzas extremistas y antiisraelíes.
Quizá tarden meses en despejarse esos temores, pero eso no resta mérito a la teoría del caos. En primer lugar, porque algunos de esos miedos pueden demostrarse exagerados. Un estudio del instituto Pew de diciembre pasado muestra que el 72% de los musulmanes egipcios están en contra de Al Qaeda. En segundo lugar, porque, afortunadamente, Estados Unidos no tiene una alternativa propia para controlar la transición egipcia. No le queda más que este estimulante y creativo desorden.
Pese a esa realidad, es muy traumático para una gran potencia apostar por la teoría del caos. Tal como la revista Vanity Fair demostró con pruebas en un reportaje de 2008, cuando Hamás ganó en 2006 unas elecciones limpias, el Gobierno de George Bush, pese a toda su palabrería a favor de la exportación de la democracia, puso en marcha un plan de presión sobre el líder palestino, Mahmud Abbas, para revertir el resultado por la fuerza.
Obama tendría ahora también que traicionarse a sí mismo para ayudar a Mubarak. El destino ha querido que esta revuelta tan decisiva para la evolución de Oriente Próximo y de la política exterior norteamericana tenga como escenario principal El Cairo, la misma ciudad en la que Obama pronunció su célebre mensaje al Islam.
La prensa no destacó ese hecho, pero el propio Obama recordará el entusiasmo especial con el que el público, mayoritariamente joven, vitoreó todas sus alusiones a la democracia, la libertad y el derecho de los pueblos a elegir su destino. El levantamiento de hoy no está directamente relacionado con ese discurso, pero tampoco es completamente ajeno. El viento de cambio que Obama sembró, por extraños caminos ha levantado tempestades que el presidente no puede ahora contener sin destruir su legado.
Existen, por supuesto, otros intereses que cuentan en estas circunstancias. Intereses bastardos que ven Oriente Próximo como un juego de ajedrez en el que, sin Mubarak, EE UU pierde a su principal alfil, e intereses legítimos que temen el ascenso de fuerzas extremistas y antiisraelíes.
Quizá tarden meses en despejarse esos temores, pero eso no resta mérito a la teoría del caos. En primer lugar, porque algunos de esos miedos pueden demostrarse exagerados. Un estudio del instituto Pew de diciembre pasado muestra que el 72% de los musulmanes egipcios están en contra de Al Qaeda. En segundo lugar, porque, afortunadamente, Estados Unidos no tiene una alternativa propia para controlar la transición egipcia. No le queda más que este estimulante y creativo desorden.