Señales

Santiago O’Donnell
El gasolinazo de Evo Morales tomó a muchos por sorpresa. En un país que venía de crecer saludablemente al cuatro por ciento, con reservas en alza y sin grandes problemas de caja, el gobierno boliviano le sacó los subsidios a la gasolina. Saltaron los precios del transporte público al doble y se levantó una pueblada que culminó con el presidente dando marcha atrás con la medida el lunes pasado.

Claro que se puede hablar de cierta imprevisión por parte del gobierno boliviano. Pero el episodio es ilustrativo de un problema más de fondo. Bolivia importa petróleo a noventa dólares el barril y lo vende a 27 en el mercado interno. El litro de nafta cuesta cincuenta centavos, contra dos pesos en la Argentina, donde los subsidios van al transporte, mientras que en Bolivia van directamente al combustible. Bolivia es uno de los grandes productores mundiales de gas natural, pero debe importar gas de garrafa o GLP desde Argentina, porque no tiene refinerías.

El gas natural que produce sólo sirve para mandarlo por caños, pero menos del 15 por ciento de la población tiene acceso a esos servicios, mientras que el resto debe calentarse a leña o con garrafas importadas. Como Bolivia no fabrica ni autos ni colectivos, todo el parque automotor es importado y funciona a nafta, en vez de GNC. La producción petrolera en Bolivia cayó este año un 50 por ciento porque se usa para cubrir parte del mercado interno y a nadie le conviene producir petróleo a 27 dólares el barril cuando podría hacerlo por noventa.

La necesidad de subsidiar el transporte público, aunque no sea a través del combustible, es más que evidente en Bolivia, el país con los ingresos per cápita más bajos del subcontinente. Pero bajo el esquema actual un litro de nafta es más barato que una botella de agua y los empresarios petroleros se quedan con gran parte de la ganancia.

Todos estos trastornos tienen una raíz común: la falta de inversiones. Hace falta mucho dinero para instalar caños, producir GLP, reconvertir el parque automotor, extraer más petróleo para el mercado interno. En un momento de enojo, Evo habrá pensado: si los empresarios del sector no hacen las inversiones que tienen que hacer, ¿para qué se los sigue subsidiando con el dinero de todos los bolivianos?
Según fuentes oficiales, el año pasado las inversiones en Bolivia crecieron un 27 por ciento, pero sobre un piso bajísimo y casi todo en un sector recientemente estatizado, el sector energético. O sea, casi todas las inversiones las hizo el Estado. La falta de inversiones en el sector alimenticio es especialmente preocupante, ya que la escasez de oferta tiene efectos inflacionarios, confiesa la fuente oficial. Evo pensaba quitarles el subsidio a las petroleras para hacer más obra pública y entregar más ayuda social. Pero no pudo.

El dilema excede a Bolivia y se inserta en una situación regional que ya no conviene ignorar. En los últimos años, con un viento de cola sin precedentes, han sido los gobiernos de derecha como Perú y Colombia quienes mejor lo aprovecharon en términos de crecimiento e inversión. En menor medida también lo hicieron gobiernos centroprogresistas aliados al sector financiero como Brasil y Uruguay.

Mientras tanto los países de centroizquierda como Bolivia, Ecuador y Venezuela vienen experimentando dificultades crecientes con su economía, que a su vez se traducen en desafíos políticos. La megadevaluación en Venezuela, la tasa de crecimiento negativa por segundo año consecutivo en Ecuador y el gasolinazo en Bolivia son los ejemplos más recientes.

El debate incluye también, por supuesto, a la Argentina. Para la oposición, el gobierno de los Kirchner está dejando pasar una oportunidad histórica para producir un despegue definitivo que deposite a la Argentina en el club de los países desarrollados. En un contexto internacional de tasas de interés bajísimas y precios record para los commodities que el país produce, los líderes opositores acusan al Gobierno de romper reglas de funcionamiento institucional en favor de un sistema informal de capitalismo de amigos. Intentan convencer a los votantes, de cara a las elecciones presidenciales del año que viene, por ahora sin demasiado éxito, de que ellos harían las cosas bastante mejor.

Pero para los defensores del modelo, el Gobierno ha sabido mantener un ritmo de crecimiento a tasas chinas (salvo el año de la crisis), más desendeudamiento, reservas record e inversión record, pública y privada, en sectores diversificados. El crédito externo barato todavía no llega, pero los banqueros locales ganan mucha plata y la Bolsa cerró un año redondito. Todo eso sin descuidar ciertos aspectos que hacen a la equidad social, desde la Asignación Universal por Hijo hasta el enfrentamiento con sectores de poder concentrado, políticas que los gobiernos derechistas de la región han sabido sacrificar en el altar del dios mercado. También hay que decir que difícilmente un gobierno de la actual oposición hubiera resistido la presión del lobby del campo y mantenido tan alto el nivel de retenciones a las exportaciones agrícolas. Esas retenciones son, además de la principal fuente de divisas del Estado, la herramienta fundamental para redistribuir ingresos a través de él.

El problema del crecimiento y las inversiones va más allá de lo ideológico. Las empresas privadas y también las estatales han hecho grandes negocios y grandes inversiones en países de toda clase de bandería política. Lo que siempre reclaman los empresarios, y escucharlos no significa más que eso, es reglas de juego y previsibilidad.

El problema es que en sociedades complejas ningún gobernante, por más poderoso que sea, puede garantizar por sí mismo esas reglas que los empresarios reclaman. Es fácil verlo en América latina porque vivimos en países imprevisibles, repletos de actores imprevisibles en todos los sectores de la sociedad.
Evo, Correa y Chávez forjaron sus liderazgos en países con sistemas políticos colapsados y debieron refundarlos. Los tres han sufrido intentos de golpes de Estado.
Después del golpe fallido, a fines del año pasado, Correa dijo que si no lo dejan llevar adelante sus políticas cerrará el Congreso, llamará a elecciones y mientras tanto gobernará por decreto, posibilidad que contempla la nueva Constitución ecuatoriana.

En Bolivia este año una nueva Corte Suprema y gran parte de la magistratura serán elegidas por voto popular, una experiencia inédita en el mundo, y Evo ya está preparando el terreno para un eventual intento de re-reelección.
En Venezuela las cosas están más claras en cuanto a las intenciones de su presidente. Chávez ya ha manifestado en las palabras y en los hechos que su intención es instaurar un régimen socialista, nacionalizando los medios de producción, planificando la economía, centralizando la conducción política en un partido único, interviniendo en las industrias culturales e impulsando un frente antiimperialista a través de su política exterior. Pero lo que no queda claro es qué nivel de radicalización está dispuesta a aceptar la sociedad venezolana, que parece haberle puesto ciertos límites al proyecto chavista en las últimas elecciones legislativas y en el referéndum del 2007 que rechazó la nueva Constitución bolivariana.

No es sencillo encontrar el camino hacia el desarrollo con equidad y por más que el debate atraviese la región, cada país es un mundo en sí mismo. Si algo aprendimos de la década neoliberal es que las inversiones y el crecimiento no necesariamente derraman en bienestar general. El propio Correa me aclaró en una entrevista el mes pasado que no toda inversión es buena, que muchas pueden ser nocivas, sobre todo si no se regulan y controlan. Y nadie debería discutir la idea de priorizar las necesidades de la población por encima de los reclamos empresariales.

No hay respuestas fáciles, pero el problema está ahí, latente, hasta que estalla en un gasolinazo. ’Ta bien. Podés culpar al imperio, a la globalización, al capitalismo salvaje o a los oligopolios de la alta burguesía nacional. Pero el problema va a seguir estando.

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