Las últimas horas de Ben Ali
Madrid, El País
Zine el Abidine Ben Ali, el derrocado presidente de Túnez, aceptó marcharse, el 14 de enero, convencido de que dejaba un país sumido en la anarquía y la violencia que no tardaría en reclamar su vuelta para restablecer el orden. Contaba con sus secuaces para sembrar el caos tras su huida, pero el plan no funcionó.
"Acaso tengamos que irnos, pero antes quemaremos Túnez", advirtió horas antes de la caída de la dictadura Ali Sériati, jefe de la seguridad presidencial, según un ex consejero de Ben Ali que se confesó con el diario Le Monde sin que su nombre apareciera. "Dispongo de 800 tipos dispuestos a sacrificarse", añadió. "Dentro de dos semanas, aquellos que se manifiestan ahora nos suplicarán que retomemos el control".
Nueve días después del derrocamiento de la dictadura afloran los relatos sobre cómo transcurrieron las últimas horas del régimen gracias a la prensa internacional, a la tunecina -que disfruta ahora de la libertad- y a nuevos y antiguos responsables que se animan a recordar esos momentos históricos.
A Ben Ali, de 72 años, se le ocurrieron antes todo tipo de argucias para frenar la revolución. En su discurso del 28 de diciembre condenó los "actos terroristas" orquestados desde el extranjero y al día siguiente su principal consejero, Abdelwahad Abdallah, y su portavoz, Abdelaziz Ben Dhia, sugirieron que había que explicar a franceses y estadounidenses que un grupo afín a Al Qaeda estaba detrás de los disturbios.
El primer síntoma de la descomposición del régimen fue la fuga a Dubai de Leila Trabelsi, de 53 años, la omnipotente esposa del presidente, en los primeros días de enero. Desde allí llamaba constantemente a su marido animándole a resistir y recordándole el apoyo inquebrantable de sus familiares tan agraciados por el régimen. Al final Ben Ali ya no le cogía el teléfono.
El 14 de enero, cuando decenas de miles de manifestantes tomaron Túnez, el presidente abandonó su palacio de Cartago, pegado a la capital, para refugiarse en el de Hammamet, a unos 60 kilómetros, que consideraba más seguro. Allí leyó el último informe de los servicios de seguridad que le alertaban sobre una rebelión en auge en todo el país.
Ben Ali tomó entonces decisiones en cascada a cual más inútil: destituyó primero a dos consejeros y después al Gobierno entero, pero a continuación volvió a nombrar los mismos ministros. Dos días antes había prescindido del jefe de Estado Mayor, Rachid Ammar, porque rehusaba disparar contra la muchedumbre, pero el general seguía en la práctica ostentando los mismos poderes.
Los argumentos convergentes del portavoz de Ben Ali y del general Ammar acabaron por convencer al presidente de que debía apartarse del poder. El primero le animó a "esfumarse" mientras el país se sumía en la anarquía -evocó incluso la posibilidad de alentar atentados que se achacarían a los islamistas- hasta que el propio partido de Ben Ali organizase grandes marchas para exigir su vuelta. A Sériati, el jefe de la guardia presidencial, le pareció una buena idea.
El general le anunció que iba a decretar el toque de queda y que tomaría el control del aeropuerto para facilitar su huida. El presidente ya sabía que algunos familiares de su esposa no pudieron salir del país porque un piloto de Tunis Air rechazó que fueran embarcados. El ministro de Exteriores, Kamel Morjan, le advirtió además de que si había más muertos civiles a manos de la policía EE UU sancionaría a Túnez.
Antes de marcharse, Ben Ali obligó al primer ministro, Mohamed Ghanuchi, a grabar un discurso, que fue emitido poco después de la hora prevista para su despegue. En él, Ghanuchi explicó que asumía provisionalmente la presidencia hasta un hipotético regreso de Ben Ali, pero al día siguiente el Consejo Constitucional declaró que la vacante era definitiva. En aplicación de la Constitución, el presidente del Senado, Fuad Mebezaa, sustituyó al fugitivo.
Ese mismo día Sériati y medio centenar de sicarios fueron detenidos cerca de la frontera Libia. Huían sin haber podido quemar Túnez.
Zine el Abidine Ben Ali, el derrocado presidente de Túnez, aceptó marcharse, el 14 de enero, convencido de que dejaba un país sumido en la anarquía y la violencia que no tardaría en reclamar su vuelta para restablecer el orden. Contaba con sus secuaces para sembrar el caos tras su huida, pero el plan no funcionó.
"Acaso tengamos que irnos, pero antes quemaremos Túnez", advirtió horas antes de la caída de la dictadura Ali Sériati, jefe de la seguridad presidencial, según un ex consejero de Ben Ali que se confesó con el diario Le Monde sin que su nombre apareciera. "Dispongo de 800 tipos dispuestos a sacrificarse", añadió. "Dentro de dos semanas, aquellos que se manifiestan ahora nos suplicarán que retomemos el control".
Nueve días después del derrocamiento de la dictadura afloran los relatos sobre cómo transcurrieron las últimas horas del régimen gracias a la prensa internacional, a la tunecina -que disfruta ahora de la libertad- y a nuevos y antiguos responsables que se animan a recordar esos momentos históricos.
A Ben Ali, de 72 años, se le ocurrieron antes todo tipo de argucias para frenar la revolución. En su discurso del 28 de diciembre condenó los "actos terroristas" orquestados desde el extranjero y al día siguiente su principal consejero, Abdelwahad Abdallah, y su portavoz, Abdelaziz Ben Dhia, sugirieron que había que explicar a franceses y estadounidenses que un grupo afín a Al Qaeda estaba detrás de los disturbios.
El primer síntoma de la descomposición del régimen fue la fuga a Dubai de Leila Trabelsi, de 53 años, la omnipotente esposa del presidente, en los primeros días de enero. Desde allí llamaba constantemente a su marido animándole a resistir y recordándole el apoyo inquebrantable de sus familiares tan agraciados por el régimen. Al final Ben Ali ya no le cogía el teléfono.
El 14 de enero, cuando decenas de miles de manifestantes tomaron Túnez, el presidente abandonó su palacio de Cartago, pegado a la capital, para refugiarse en el de Hammamet, a unos 60 kilómetros, que consideraba más seguro. Allí leyó el último informe de los servicios de seguridad que le alertaban sobre una rebelión en auge en todo el país.
Ben Ali tomó entonces decisiones en cascada a cual más inútil: destituyó primero a dos consejeros y después al Gobierno entero, pero a continuación volvió a nombrar los mismos ministros. Dos días antes había prescindido del jefe de Estado Mayor, Rachid Ammar, porque rehusaba disparar contra la muchedumbre, pero el general seguía en la práctica ostentando los mismos poderes.
Los argumentos convergentes del portavoz de Ben Ali y del general Ammar acabaron por convencer al presidente de que debía apartarse del poder. El primero le animó a "esfumarse" mientras el país se sumía en la anarquía -evocó incluso la posibilidad de alentar atentados que se achacarían a los islamistas- hasta que el propio partido de Ben Ali organizase grandes marchas para exigir su vuelta. A Sériati, el jefe de la guardia presidencial, le pareció una buena idea.
El general le anunció que iba a decretar el toque de queda y que tomaría el control del aeropuerto para facilitar su huida. El presidente ya sabía que algunos familiares de su esposa no pudieron salir del país porque un piloto de Tunis Air rechazó que fueran embarcados. El ministro de Exteriores, Kamel Morjan, le advirtió además de que si había más muertos civiles a manos de la policía EE UU sancionaría a Túnez.
Antes de marcharse, Ben Ali obligó al primer ministro, Mohamed Ghanuchi, a grabar un discurso, que fue emitido poco después de la hora prevista para su despegue. En él, Ghanuchi explicó que asumía provisionalmente la presidencia hasta un hipotético regreso de Ben Ali, pero al día siguiente el Consejo Constitucional declaró que la vacante era definitiva. En aplicación de la Constitución, el presidente del Senado, Fuad Mebezaa, sustituyó al fugitivo.
Ese mismo día Sériati y medio centenar de sicarios fueron detenidos cerca de la frontera Libia. Huían sin haber podido quemar Túnez.