Nochebuena bajo las tiendas de campaña en Haití
Puerto Príncipe, El País
Cae el sol en el campamento Cahemaga, uno de los muchos barrios de lona que se montaron en Puerto Príncipe para acoger a los desahuciados por el terremoto del 12 de enero pasado en Haití. Este se extiende a lo largo de la carretera, de la que solo le separa una corriente encauzada que lleva más basura que agua. Allí malviven 1.200 familias que, multiplicadas por un buen puñado de hijos, salen a más de 7.000 personas sin intimidad ninguna. Con el permiso informal de un comité comandado por algunos vecinos ha podido visitarse esta ciudad de tiendas de campaña adosadas apenas unas horas antes de la Nochebuena. ¿Qué ha tenido de especial esta noche? Nada. Incluso teniendo en cuenta que la mayoría de la población profesa el vudú y el nacimiento de Jesús que celebra medio mundo no les dice mucho, tampoco huele a fiesta en las tiendas de los cristianos.
Los periódicos locales recuerdan estos días a los políticos que llega la Navidad y hay 1,5 millones de haitianos viviendo bajo las tiendas. Le Nouvelliste destaca en su portada que no habrá para ellos reencuentros en familia, ni sorpresas agradables, ni luces de colores, ni villancicos, porque Haití sigue en estado de emergencia. Y, "se quiera o no, es Navidad", lamenta el periodista. Pero, como bien dice, esta fiesta es, en todo caso, peor que la del año pasado.
La calle mayor del campamento Cahemaga, es decir, según se entra a la derecha, después de aparcar en la cuneta y saltar un muro bajo, tiene un metro a la izquierda y otro a la derecha y por el medio corre un reguero que conduce directamente a las letrinas, al fondo. Ahí vierte la palangana del barbero, el barreño donde una mujer enjabona a sus dos hijos, los restos del pollo que otra descuartiza para la cena dos metros más allá, la piel del plátano, la pedicura de dos jóvenes con rulos en la cabeza, el papelillo de un caramelo o el escupitajo de un niño, adulto o anciano. No puede diferenciarse mucho del ¡agua va! en las calles occidentales de hace siglos. O de no hace tanto.
Cólera
Al lado de los grandes contenedores que hacen de cuartos de baño hay una tienda vacía, pequeña, con la puerta de lona hecha harapos. "Aquí vivía una familia, salieron hace unos ocho días. Cólera", informa Gregory Branche D'Or, que se presenta como jefe de seguridad y presidente del Comité. Junto a él hay otro par de hombres, son los que guardan el orden, dicen, en esta ciudad de campaña que ya cumple once meses sin que nadie haya remozado las lonas ni puesto fecha al fin de tanta inmundicia. "¿Cómo no va a haber cólera? Mire, mire esto", señala las letrinas y menciona las moscas que vuelan de aquí para allá. El jefe cuenta 20 afectados por la epidemia y habla de algunas muertes.
El paseo deja un olor denso que no quiere despegarse de la nariz, la misma que el visitante asoma por las puertas de las tiendas por ver cómo vive la gente, pero debajo de esas carpas hay poca cosa, apenas unas sillas, alguna nevera desvencijada, perolas, nada que pueda hacer pensar en una vivienda, ni siquiera humilde. Es solo un cobijo de tránsito que ya cumple 11 meses. La vida se hace a la puerta, como en cualquier otra calle de Haití: allí vende el buhonero sus cacharros, el tendero su bolsita de azúcar, el piconero su picón para cocinar y el pipero sus chucherías. Sacar un dólar al lado de los caramelos garantiza una nube de niños descalzos o en chanclas, con las piernas pintadas con brochazos de barro, con camiseta o sin ella. Los críos se arremolinan alrededor del puesto y meten las manitas para elegir la mercancía: un buen bufido de las madres pone orden, y el pipero tampoco se queda corto. Los niños recogen los brazos y esperan. La dignidad de la pobreza consiste también en preservar al extranjero de la codicia infantil que desata un dólar.
Una triste Navidad
Pasado el griterío, son los adultos los que se acercan a contar, con verbos en pasado: "Yo tenía una casa alquilada", comienza Leonord Lyman, de 34 años, dos hijos y otro en camino. Lo demás ya lo saben. Ahora toca esperar, en la puerta de casa, claro. "No espero nada de este Gobierno, ni de los que vendrán, mis hijos tampoco esperan regalos". Lyman, como su mujer, Natacha, solo espera un parto que llegará cuando quiera, sin mucho control médico. "Si no tengo dinero, cómo vamos a ir al médico", dice Lyman, y lamenta su aspecto, su camiseta y su pantalón, que no es pinta, dice, para ir a trabajar a la escuela.
Sin embargo, el maestro va impecable, con una camiseta deportiva blanca y limpia y unos vaqueros que también han visto el jabón. Y su tienda de campaña luce espigada como ninguna, con una fuerte lona verde, como recién estrenada. En la puerta está la mujer y la niña, una criatura vestida de tul barato y lazos que realzan el negro de su piel. Primorosa, como el jardín que esta familia ha sembrado a ambos lados de la puerta, unas plantitas que dicen que la pobreza extrema también sabe combatir el desaliño si no se impone la depresión.
Pero muchos parecen ya abatidos y la desazón campa en Cahemaga. "No tenemos nada, sí, hay una tienda de médicos, pero no están ahí cada día, vienen y van. Vivir aquí es difícil, las tiendas ya están rotas y cuando llueve se cuela el agua, no hay forma de dormir". La gente sale a las calles cada día a buscarse la vida y vuelve al campamento apenas para dormir, por eso prácticamente todo lo que hay bajo las lonas son alfombras y algún colchón. "La gente cree que en este sitio vivimos bien, porque está al lado del aeropuerto y los turistas nos dan cosas, no es verdad, aquí no hay ni juguetes", dice otro hombre del comité de seguridad mientras se cruza una adolescente embarazada. Tiene 16 años. ¿Es su primer hijo? "Sí", asiente, y se vuelve tímida hacia la puerta masticando una mazorca.
No hay Navidad en el campamento, un día pasa detrás del otro sin novedad. "Nadie vino a vernos, ningún político se hace cargo. El presidente no sabe na-da", acaba gritando otro maestro, Serge Valere.
En Puerto Príncipe, la ciudad de los gallos, que cantan a todas horas, ya casi nadie espera nada. Pero todos dan gracias a Dios. ¿Por qué? "Por todas las cosas".
Cae el sol y ha llegado la Nochebuena en Haití, que no ha tenido cena, pero sí vigilias religiosas, con cánticos y belenes, bien pasada la misa del Gallo. Por la carretera que bordea el campamento el tránsito de vehículos es caótico, como en los países más pobres de Asia o de África, no hay grandes diferencias. Pero las furgonetas pintadas de colores ponen un toque caribeño. Son las tap tap, una especie de autobús-tranvía al que se van enganchando los jóvenes, colgándose de él hasta casi taparlo. En las viseras de estas furgonetas, entre pinturas de cantantes, de flores, de colores, se da gracias a Dios, por su poder infinito, su gracia divina, su alegría terrenal, su paciencia, su bondad sin límites, por ser fuente de vida, por su luz y su magnificencia. "Por todas las cosas".
Cae el sol en el campamento Cahemaga, uno de los muchos barrios de lona que se montaron en Puerto Príncipe para acoger a los desahuciados por el terremoto del 12 de enero pasado en Haití. Este se extiende a lo largo de la carretera, de la que solo le separa una corriente encauzada que lleva más basura que agua. Allí malviven 1.200 familias que, multiplicadas por un buen puñado de hijos, salen a más de 7.000 personas sin intimidad ninguna. Con el permiso informal de un comité comandado por algunos vecinos ha podido visitarse esta ciudad de tiendas de campaña adosadas apenas unas horas antes de la Nochebuena. ¿Qué ha tenido de especial esta noche? Nada. Incluso teniendo en cuenta que la mayoría de la población profesa el vudú y el nacimiento de Jesús que celebra medio mundo no les dice mucho, tampoco huele a fiesta en las tiendas de los cristianos.
Los periódicos locales recuerdan estos días a los políticos que llega la Navidad y hay 1,5 millones de haitianos viviendo bajo las tiendas. Le Nouvelliste destaca en su portada que no habrá para ellos reencuentros en familia, ni sorpresas agradables, ni luces de colores, ni villancicos, porque Haití sigue en estado de emergencia. Y, "se quiera o no, es Navidad", lamenta el periodista. Pero, como bien dice, esta fiesta es, en todo caso, peor que la del año pasado.
La calle mayor del campamento Cahemaga, es decir, según se entra a la derecha, después de aparcar en la cuneta y saltar un muro bajo, tiene un metro a la izquierda y otro a la derecha y por el medio corre un reguero que conduce directamente a las letrinas, al fondo. Ahí vierte la palangana del barbero, el barreño donde una mujer enjabona a sus dos hijos, los restos del pollo que otra descuartiza para la cena dos metros más allá, la piel del plátano, la pedicura de dos jóvenes con rulos en la cabeza, el papelillo de un caramelo o el escupitajo de un niño, adulto o anciano. No puede diferenciarse mucho del ¡agua va! en las calles occidentales de hace siglos. O de no hace tanto.
Cólera
Al lado de los grandes contenedores que hacen de cuartos de baño hay una tienda vacía, pequeña, con la puerta de lona hecha harapos. "Aquí vivía una familia, salieron hace unos ocho días. Cólera", informa Gregory Branche D'Or, que se presenta como jefe de seguridad y presidente del Comité. Junto a él hay otro par de hombres, son los que guardan el orden, dicen, en esta ciudad de campaña que ya cumple once meses sin que nadie haya remozado las lonas ni puesto fecha al fin de tanta inmundicia. "¿Cómo no va a haber cólera? Mire, mire esto", señala las letrinas y menciona las moscas que vuelan de aquí para allá. El jefe cuenta 20 afectados por la epidemia y habla de algunas muertes.
El paseo deja un olor denso que no quiere despegarse de la nariz, la misma que el visitante asoma por las puertas de las tiendas por ver cómo vive la gente, pero debajo de esas carpas hay poca cosa, apenas unas sillas, alguna nevera desvencijada, perolas, nada que pueda hacer pensar en una vivienda, ni siquiera humilde. Es solo un cobijo de tránsito que ya cumple 11 meses. La vida se hace a la puerta, como en cualquier otra calle de Haití: allí vende el buhonero sus cacharros, el tendero su bolsita de azúcar, el piconero su picón para cocinar y el pipero sus chucherías. Sacar un dólar al lado de los caramelos garantiza una nube de niños descalzos o en chanclas, con las piernas pintadas con brochazos de barro, con camiseta o sin ella. Los críos se arremolinan alrededor del puesto y meten las manitas para elegir la mercancía: un buen bufido de las madres pone orden, y el pipero tampoco se queda corto. Los niños recogen los brazos y esperan. La dignidad de la pobreza consiste también en preservar al extranjero de la codicia infantil que desata un dólar.
Una triste Navidad
Pasado el griterío, son los adultos los que se acercan a contar, con verbos en pasado: "Yo tenía una casa alquilada", comienza Leonord Lyman, de 34 años, dos hijos y otro en camino. Lo demás ya lo saben. Ahora toca esperar, en la puerta de casa, claro. "No espero nada de este Gobierno, ni de los que vendrán, mis hijos tampoco esperan regalos". Lyman, como su mujer, Natacha, solo espera un parto que llegará cuando quiera, sin mucho control médico. "Si no tengo dinero, cómo vamos a ir al médico", dice Lyman, y lamenta su aspecto, su camiseta y su pantalón, que no es pinta, dice, para ir a trabajar a la escuela.
Sin embargo, el maestro va impecable, con una camiseta deportiva blanca y limpia y unos vaqueros que también han visto el jabón. Y su tienda de campaña luce espigada como ninguna, con una fuerte lona verde, como recién estrenada. En la puerta está la mujer y la niña, una criatura vestida de tul barato y lazos que realzan el negro de su piel. Primorosa, como el jardín que esta familia ha sembrado a ambos lados de la puerta, unas plantitas que dicen que la pobreza extrema también sabe combatir el desaliño si no se impone la depresión.
Pero muchos parecen ya abatidos y la desazón campa en Cahemaga. "No tenemos nada, sí, hay una tienda de médicos, pero no están ahí cada día, vienen y van. Vivir aquí es difícil, las tiendas ya están rotas y cuando llueve se cuela el agua, no hay forma de dormir". La gente sale a las calles cada día a buscarse la vida y vuelve al campamento apenas para dormir, por eso prácticamente todo lo que hay bajo las lonas son alfombras y algún colchón. "La gente cree que en este sitio vivimos bien, porque está al lado del aeropuerto y los turistas nos dan cosas, no es verdad, aquí no hay ni juguetes", dice otro hombre del comité de seguridad mientras se cruza una adolescente embarazada. Tiene 16 años. ¿Es su primer hijo? "Sí", asiente, y se vuelve tímida hacia la puerta masticando una mazorca.
No hay Navidad en el campamento, un día pasa detrás del otro sin novedad. "Nadie vino a vernos, ningún político se hace cargo. El presidente no sabe na-da", acaba gritando otro maestro, Serge Valere.
En Puerto Príncipe, la ciudad de los gallos, que cantan a todas horas, ya casi nadie espera nada. Pero todos dan gracias a Dios. ¿Por qué? "Por todas las cosas".
Cae el sol y ha llegado la Nochebuena en Haití, que no ha tenido cena, pero sí vigilias religiosas, con cánticos y belenes, bien pasada la misa del Gallo. Por la carretera que bordea el campamento el tránsito de vehículos es caótico, como en los países más pobres de Asia o de África, no hay grandes diferencias. Pero las furgonetas pintadas de colores ponen un toque caribeño. Son las tap tap, una especie de autobús-tranvía al que se van enganchando los jóvenes, colgándose de él hasta casi taparlo. En las viseras de estas furgonetas, entre pinturas de cantantes, de flores, de colores, se da gracias a Dios, por su poder infinito, su gracia divina, su alegría terrenal, su paciencia, su bondad sin límites, por ser fuente de vida, por su luz y su magnificencia. "Por todas las cosas".