Golpes: la nueva receta
Moisés Naím, El País
Al menos en cuanto a golpes de Estado se refiere, vivimos en un mundo mejor. Los pronunciamientos militares ya no son tan tolerados como antes y a los mandatarios que llegan al poder mediante la violencia les cuesta mucho más ser aceptados por otros países. Por eso, hasta regímenes con fuertes propensiones autoritarias hacen lo imposible por maquillar su naturaleza antidemocrática. Tienen, por ejemplo, elecciones y parlamentos que son parodias de lo que debería ser una verdadera democracia. Las acrobacias electorales de Irán o Rusia son buenos ejemplos de esta tendencia mundial. Es sorprendente cómo estos regímenes se esfuerzan por celebrar comicios a pesar de que es evidente que no están dispuestos a cederle el poder a sus opositores.
Como los golpes de Estado ahora son repudiados universalmente, no hay mayor bendición política para un gobernante que sobrevivir a un intento de derrocarlo. Esto le pasó a Hugo Chávez en Venezuela y le acaba de pasar a Rafael Correa en Ecuador. En el caso de Venezuela, los sucesos de 2002, cuando el presidente fue depuesto y 47 horas después logró retomar el poder, le dieron a Chávez una mina de oro política que le sigue aportando dividendos dentro y fuera del país. Es obvio que ningún presidente desea pasar por semejante situación y que tales intentonas merecen el rechazo que suscitan. Resulta esperanzador ver el inmediato repudio internacional que provocó el ataque contra el presidente de Ecuador. Es una advertencia contundente para quienes intenten tomar el poder por la fuerza.
Pero esta nueva realidad también tiene consecuencias inesperadas. Los beneficios políticos de sobrevivir a un golpe de Estado generan enormes incentivos para presentar toda protesta violenta como algo más grave. Por eso no es de extrañar que presidentes confrontados a disturbios callejeros, motines policiales o insubordinaciones regionales los exageren y los hagan pasar por vastas conspiraciones de sus adversarios locales y extranjeros. Así justifican la suspensión de garantías constitucionales, estados de excepción, límites a la libertad de prensa, violaciones a los derechos humanos y civiles de adversarios políticos y la criminalización de la oposición. Esto no quiere decir que los dirigentes que intentan profundas transformaciones de su sociedad no generen reacciones de radicales que están dispuestos a asesinarlos o a sacarles del poder como sea. O que otros países no confabulen con políticos locales para derrocar al gobernante de turno. Todo eso sigue pasando. Pero cuando los gobiernos utilizan esta narrativa para legitimar sus abusos, el escepticismo es tan sano y deseable como el repudio automático de las intentonas golpistas.
El caso del golpe contra Chávez es aleccionador y tiene implicaciones que van más allá de lo que sucedió en ese país. Brian Nelson es un periodista estadounidense que se fue a vivir a Venezuela porque, según él mismo escribe, era un "devoto admirador de Chávez". Nelson es el autor de El silencio y el escorpión, un libro sobre los sucesos de 2002. El texto ha sido aclamado por la crítica y The Economist lo escogió como uno de los mejores libros del año, calificándolo de "escrupulosamente objetivo". No hay duda de que nadie ha investigado tan a fondo como Nelson lo que allí sucedió.
Cabe notar que el libro es repudiado por los simpatizantes del Gobierno venezolano. Esto no es de sorprender, ya que Nelson encontró que la breve salida de Chávez del poder no obedeció a un golpe de Estado premeditado, que no había una amplia conspiración para derrocar al presidente bolivariano, que no hubo intentos de magnicidio, que EE UU no estuvo involucrado y que las milicias armadas controladas por Chávez fueron las principales causantes de las muertes que ocurrieron ese día. Todo esto choca con la versión que tantos beneficios le ha dado al presidente venezolano, y que no surgió por azar: Nelson documenta cómo, a los pocos días de los disturbios, el Gobierno puso en marcha una intensa operación para reescribir la historia "del golpe contra Chávez". Se destruyeron pruebas de los asesinatos, se bloquearon procesos judiciales, se suspendieron los debates en la Asamblea Nacional, se compraron algunos testimonios y se silenciaron otros. Y se financió una amplia campaña internacional de documentales, conferencias, artículos periodísticos y propaganda que nutrió la legitimidad de Chávez; y le dio más poder. Aún no sabemos qué ha pasado en Ecuador. Para algunos fue un motín de policías que protestaron contra la pérdida de privilegios. Para Correa, lo que sucedió es producto de una amplia conspiración que va a requerir contundentes respuestas de su Gobierno. Puede ser. Pero hemos aprendido que, en casos como estos, el escepticismo protege mejor la democracia que el apoyo incondicional a las respuestas contundentes de gobiernos que sobreviven a intentonas violentas.
Al menos en cuanto a golpes de Estado se refiere, vivimos en un mundo mejor. Los pronunciamientos militares ya no son tan tolerados como antes y a los mandatarios que llegan al poder mediante la violencia les cuesta mucho más ser aceptados por otros países. Por eso, hasta regímenes con fuertes propensiones autoritarias hacen lo imposible por maquillar su naturaleza antidemocrática. Tienen, por ejemplo, elecciones y parlamentos que son parodias de lo que debería ser una verdadera democracia. Las acrobacias electorales de Irán o Rusia son buenos ejemplos de esta tendencia mundial. Es sorprendente cómo estos regímenes se esfuerzan por celebrar comicios a pesar de que es evidente que no están dispuestos a cederle el poder a sus opositores.
Como los golpes de Estado ahora son repudiados universalmente, no hay mayor bendición política para un gobernante que sobrevivir a un intento de derrocarlo. Esto le pasó a Hugo Chávez en Venezuela y le acaba de pasar a Rafael Correa en Ecuador. En el caso de Venezuela, los sucesos de 2002, cuando el presidente fue depuesto y 47 horas después logró retomar el poder, le dieron a Chávez una mina de oro política que le sigue aportando dividendos dentro y fuera del país. Es obvio que ningún presidente desea pasar por semejante situación y que tales intentonas merecen el rechazo que suscitan. Resulta esperanzador ver el inmediato repudio internacional que provocó el ataque contra el presidente de Ecuador. Es una advertencia contundente para quienes intenten tomar el poder por la fuerza.
Pero esta nueva realidad también tiene consecuencias inesperadas. Los beneficios políticos de sobrevivir a un golpe de Estado generan enormes incentivos para presentar toda protesta violenta como algo más grave. Por eso no es de extrañar que presidentes confrontados a disturbios callejeros, motines policiales o insubordinaciones regionales los exageren y los hagan pasar por vastas conspiraciones de sus adversarios locales y extranjeros. Así justifican la suspensión de garantías constitucionales, estados de excepción, límites a la libertad de prensa, violaciones a los derechos humanos y civiles de adversarios políticos y la criminalización de la oposición. Esto no quiere decir que los dirigentes que intentan profundas transformaciones de su sociedad no generen reacciones de radicales que están dispuestos a asesinarlos o a sacarles del poder como sea. O que otros países no confabulen con políticos locales para derrocar al gobernante de turno. Todo eso sigue pasando. Pero cuando los gobiernos utilizan esta narrativa para legitimar sus abusos, el escepticismo es tan sano y deseable como el repudio automático de las intentonas golpistas.
El caso del golpe contra Chávez es aleccionador y tiene implicaciones que van más allá de lo que sucedió en ese país. Brian Nelson es un periodista estadounidense que se fue a vivir a Venezuela porque, según él mismo escribe, era un "devoto admirador de Chávez". Nelson es el autor de El silencio y el escorpión, un libro sobre los sucesos de 2002. El texto ha sido aclamado por la crítica y The Economist lo escogió como uno de los mejores libros del año, calificándolo de "escrupulosamente objetivo". No hay duda de que nadie ha investigado tan a fondo como Nelson lo que allí sucedió.
Cabe notar que el libro es repudiado por los simpatizantes del Gobierno venezolano. Esto no es de sorprender, ya que Nelson encontró que la breve salida de Chávez del poder no obedeció a un golpe de Estado premeditado, que no había una amplia conspiración para derrocar al presidente bolivariano, que no hubo intentos de magnicidio, que EE UU no estuvo involucrado y que las milicias armadas controladas por Chávez fueron las principales causantes de las muertes que ocurrieron ese día. Todo esto choca con la versión que tantos beneficios le ha dado al presidente venezolano, y que no surgió por azar: Nelson documenta cómo, a los pocos días de los disturbios, el Gobierno puso en marcha una intensa operación para reescribir la historia "del golpe contra Chávez". Se destruyeron pruebas de los asesinatos, se bloquearon procesos judiciales, se suspendieron los debates en la Asamblea Nacional, se compraron algunos testimonios y se silenciaron otros. Y se financió una amplia campaña internacional de documentales, conferencias, artículos periodísticos y propaganda que nutrió la legitimidad de Chávez; y le dio más poder. Aún no sabemos qué ha pasado en Ecuador. Para algunos fue un motín de policías que protestaron contra la pérdida de privilegios. Para Correa, lo que sucedió es producto de una amplia conspiración que va a requerir contundentes respuestas de su Gobierno. Puede ser. Pero hemos aprendido que, en casos como estos, el escepticismo protege mejor la democracia que el apoyo incondicional a las respuestas contundentes de gobiernos que sobreviven a intentonas violentas.