Los esclavos del nuevo Irak
Mikel Ayestarán, Abc
No se puede respirar. El polvo mezclado con el humo engorda el aire de tal forma que produce picor al entrar por la nariz y quema al pasar por la garganta. A 48 grados al sol los setenta empleados de la empresa Al Helani trabajan de cinco de la mañana a nueve la noche fabricando ladrillos. Cada rectángulo de barro lleva impreso el nombre de la familia Al Helani, que se dedica a este negocio desde los años sesenta.
Ésta es sólo una de las decenas de fábricas que se concentran en Naharawan, enclave situado a apenas cincuenta kilómetros al este de Bagdad que se divisa a lo lejos por la cantidad de chimeneas humeantes que anuncian la presencia de hornos para fabricar ladrillos. Una fila interminable de cañones disparando su humo negro contra el cielo. Unos cañones bajo cuyo fuego poco importa la retirada norteamericana, los planes de futuro de Barack Obama o la lucha entre las fuerzas políticas del país por hacerse con el gobierno, aquí lo que se vive cada día es la lucha por sobrevivir en este nuevo Irak.
Hombres, mujeres y niños conviven hacinados en pequeños habitáculos de barro
Familias enteras venidas de todo el país, principalmente de las provincias del sur, acuden como temporeros durante cuatro o cinco meses en busca de trabajo. Hombres, mujeres y niños conviven hacinados en pequeños habitáculos de barro que son facilitados por los empresarios. «Se trata de una forma de trabajar muy primitiva, no tenemos apenas maquinaria y casi todo se hace de forma manual», informa Ali Abdul Mohsen, director de la compañía.
Una manada de burros lleva los ladrillos húmedos cargados en carretas hasta un secadero en el que un grupo de mujeres se encarga de descargarlos y ordenarlos. «No es un buen trabajo, pero no hay otro remedio, es lo único que tenemos para sobrevivir. El calor es insoportable y aquí cuesta respirar, pero ¿qué podemos hacer?», se pregunta en voz alta envuelta en un pañuelo del que escapan unos ojos saltones, viste guantes y un traje negro hasta los tobillos. Desde hace dos años abandona su hogar en Diwaniya junto a su marido e hijos y acude a Naharawan. Tras cinco meses de trabajo, toda la familia regresa al sur con una media de cuatro millones de dinares iraquíes en el bolsillo, 2.500 euros al cambio. Los ingresos de los que viven todo el año.
«Muchas son viudas y vienen sólo con sus hijos, pero no lo dicen abiertamente. Buscan un trabajo de forma desesperada y nosotros se lo damos sin hacer demasiadas preguntas», informa el responsable de la producción antes de aclarar que «ellas tienen un puesto sencillo, las labores más complicadas y duras están reservadas para hombres».
Zona fuera de control
Cada dos horas de trabajo, los empleados tienen derecho a descansar una. Es la única forma de tenerse en pie, especialmente durante el ramadán. Reyep Saalem lleva siete años viniendo a este lugar con su mujer y sus tres hijos que, como el resto de menores, abandonan la escuela para poder trabajar y aumentar los ingresos de la familia. Los responsables de la fábrica no establecen una edad mínima para trabajar y dejan que sean los progenitores quienes decidan si sus hijos están listos o no, «pero normalmente empiezan a los cinco años».
Rahimawa era la línea divisoria entre las zonas suníes y chiíes durante la guerra sectaria. Ni las fuerzas norteamericanas, ni las iraquíes, tenían presencia en 2006 y los empresarios tuvieron que contratar su propia seguridad para poder trabajar y proteger al grueso de la mano de obra que es chií, la secta marginada durante la dictadura baasista y a la que pertenece el sector más pobre de la población. Ahora hay que cruzar un rosario de controles para acceder al lugar. Los puestos policiales están construidos a base de los ladrillos defectuosos que desechan las factorías.
Una sonrisa sale de los labios de Akhil Abed Ali, dueño de la fábrica, cuando se le pregunta por la reconstrucción del país ya que «las autoridades no tienen un proyecto firme, los únicos que han hecho realmente negocio de la guerra han sido las empresas que fabrican muros de protección. Nadie está levantando edificios y nuestra producción es la misma que antes del año 2003».
Es la hora de descanso para Arkan, que acude a su casa donde le esperan sus cinco hijos. El más pequeño tiene tres años, los mismos que cumple este trabajador como temporero del ladrillo. Su casa es un cuadrado enladrillado en el que apenas puede dormir la familia y por eso muchos días prefiere tumbarse bajo las estrellas. Pero las chimeneas no paran de echar humo y resulta complicado ver el firmamento.
No se puede respirar. El polvo mezclado con el humo engorda el aire de tal forma que produce picor al entrar por la nariz y quema al pasar por la garganta. A 48 grados al sol los setenta empleados de la empresa Al Helani trabajan de cinco de la mañana a nueve la noche fabricando ladrillos. Cada rectángulo de barro lleva impreso el nombre de la familia Al Helani, que se dedica a este negocio desde los años sesenta.
Ésta es sólo una de las decenas de fábricas que se concentran en Naharawan, enclave situado a apenas cincuenta kilómetros al este de Bagdad que se divisa a lo lejos por la cantidad de chimeneas humeantes que anuncian la presencia de hornos para fabricar ladrillos. Una fila interminable de cañones disparando su humo negro contra el cielo. Unos cañones bajo cuyo fuego poco importa la retirada norteamericana, los planes de futuro de Barack Obama o la lucha entre las fuerzas políticas del país por hacerse con el gobierno, aquí lo que se vive cada día es la lucha por sobrevivir en este nuevo Irak.
Hombres, mujeres y niños conviven hacinados en pequeños habitáculos de barro
Familias enteras venidas de todo el país, principalmente de las provincias del sur, acuden como temporeros durante cuatro o cinco meses en busca de trabajo. Hombres, mujeres y niños conviven hacinados en pequeños habitáculos de barro que son facilitados por los empresarios. «Se trata de una forma de trabajar muy primitiva, no tenemos apenas maquinaria y casi todo se hace de forma manual», informa Ali Abdul Mohsen, director de la compañía.
Una manada de burros lleva los ladrillos húmedos cargados en carretas hasta un secadero en el que un grupo de mujeres se encarga de descargarlos y ordenarlos. «No es un buen trabajo, pero no hay otro remedio, es lo único que tenemos para sobrevivir. El calor es insoportable y aquí cuesta respirar, pero ¿qué podemos hacer?», se pregunta en voz alta envuelta en un pañuelo del que escapan unos ojos saltones, viste guantes y un traje negro hasta los tobillos. Desde hace dos años abandona su hogar en Diwaniya junto a su marido e hijos y acude a Naharawan. Tras cinco meses de trabajo, toda la familia regresa al sur con una media de cuatro millones de dinares iraquíes en el bolsillo, 2.500 euros al cambio. Los ingresos de los que viven todo el año.
«Muchas son viudas y vienen sólo con sus hijos, pero no lo dicen abiertamente. Buscan un trabajo de forma desesperada y nosotros se lo damos sin hacer demasiadas preguntas», informa el responsable de la producción antes de aclarar que «ellas tienen un puesto sencillo, las labores más complicadas y duras están reservadas para hombres».
Zona fuera de control
Cada dos horas de trabajo, los empleados tienen derecho a descansar una. Es la única forma de tenerse en pie, especialmente durante el ramadán. Reyep Saalem lleva siete años viniendo a este lugar con su mujer y sus tres hijos que, como el resto de menores, abandonan la escuela para poder trabajar y aumentar los ingresos de la familia. Los responsables de la fábrica no establecen una edad mínima para trabajar y dejan que sean los progenitores quienes decidan si sus hijos están listos o no, «pero normalmente empiezan a los cinco años».
Rahimawa era la línea divisoria entre las zonas suníes y chiíes durante la guerra sectaria. Ni las fuerzas norteamericanas, ni las iraquíes, tenían presencia en 2006 y los empresarios tuvieron que contratar su propia seguridad para poder trabajar y proteger al grueso de la mano de obra que es chií, la secta marginada durante la dictadura baasista y a la que pertenece el sector más pobre de la población. Ahora hay que cruzar un rosario de controles para acceder al lugar. Los puestos policiales están construidos a base de los ladrillos defectuosos que desechan las factorías.
Una sonrisa sale de los labios de Akhil Abed Ali, dueño de la fábrica, cuando se le pregunta por la reconstrucción del país ya que «las autoridades no tienen un proyecto firme, los únicos que han hecho realmente negocio de la guerra han sido las empresas que fabrican muros de protección. Nadie está levantando edificios y nuestra producción es la misma que antes del año 2003».
Es la hora de descanso para Arkan, que acude a su casa donde le esperan sus cinco hijos. El más pequeño tiene tres años, los mismos que cumple este trabajador como temporero del ladrillo. Su casa es un cuadrado enladrillado en el que apenas puede dormir la familia y por eso muchos días prefiere tumbarse bajo las estrellas. Pero las chimeneas no paran de echar humo y resulta complicado ver el firmamento.