Las inundaciones y la violencia desbordan al Gobierno de Pakistán

Thatta, El País
El Gobierno de Pakistán se encuentra totalmente desbordado por la gravedad de las inundaciones que, un mes y medio después del inicio, aún siguen castigando el sur del país y por la furia de la violencia radical que en menos de una semana ha causado casi 200 muertos en brutales atentados. Otras 19 personas perdieron la vida ayer cuando un suicida estampó su coche contra una comisaría en la provincia noroccidental de Jaiber-Pajtunjua, informa Reuters. El hostigamiento talibán y la pobre respuesta del Gobierno a la catástrofe que afecta a unos 18 millones de personas hacen temer que el país se desestabilice.

"Todo lo que tenemos está ahí, bajo el agua, y no queremos abandonarlo", relata llorosa Zulekah, una mujer desgastada por la vida y por una decena de partos, que no sabe cuántos años tiene, pero aparenta más de los 55 que calcula. El enorme lago en que el desbordamiento del Indo ha transformado el distrito de Thatta, en la provincia paquistaní de Sind, apenas deja entrever algunos tejados. Mientras en el norte del país las aguas ya han retrocedido, permitiendo a los desplazados por las riadas regresar a lo que queda de sus hogares, en el delta del río que da la vida a Pakistán las autoridades siguen evacuando pueblos enteros. Las autoridades calculan que más de 300.000 habitantes de la zona están desplazándose en búsqueda de refugios.

Buena parte de los 350.000 habitantes de Thatta han convertido la cercana necrópolis de Makli en un caótico e insalubre terreno de acampada. Allí entre las tumbas de miles de santos sufíes y los mausoleos de decenas de nobles de los siglos XIV a XVIII, pastan cabras y búfalos, corretean niños descalzos, sestean hombres desocupados y sufren por falta de privacidad las mujeres. No hay una sola letrina y para ellas es mucho más complicado encontrar un lugar donde hacer sus necesidades. También escasea el agua y solo la ambulancia de una organización caritativa ofrece asistencia médica.

Aun así, los improvisados moradores de este lugar patrimonio de la humanidad (uno de los mayores cementerios musulmanes del mundo) no quieren irse. El responsable provincial de Interior les ha pedido que se trasladen a alguno de los campamentos organizados por el Gobierno en las cercanías y sugerido que si no lo hacen, enviará a la policía.

"No sé nada, nadie nos ha visitado y no queremos ir a ningún otro sitio", responde con firmeza Zaker, un hombre que declara 70 años y al que rodean los numerosos nietos que le han dado sus cinco hijos y tres hijas. "Ya nos robaron una vaca el otro día cuando veníamos y ahora no vamos a arriesgarnos a que nos roben la otra o las cabras", explica sin quitar el ojo a las dos rumiantes que tiene atadas a un árbol.

Los animales son lo único que les queda a estos campesinos tras haber perdido las cosechas. Son su cuenta bancaria. Como cada año, confían en venderlos en la ciudad para los banquetes del Eid al Fitr, la festividad que el próximo día 10 pondrá fin al mes de Ramadán, y con ese dinero poder pasar el invierno. En esta ocasión será más difícil, ya que no han podido recoger ni trigo ni arroz. Muchos además tendrán que reconstruir sus casas.

"Hay medio centenar de familias atrapadas al otro lado del puente, pero hemos intentado trasladarlas y se niegan", alerta un poco más adelante el subinspector Hav Ali de los Rangers (un cuerpo paramilitar equivalente a la Guardia Civil española) que se ofrece a acompañarnos. Sobre una lengua de tierra que de momento se mantiene sobre el nivel del agua, llevan 10 días Zulekah, su marido, Mir Mohammad, y sus 10 hijos, así como el resto de sus vecinos. Todos se quejan de la falta de ayuda, pero el policía asegura que ONG y ciudadanos privados les han estado trayendo comida.

Como para confirmar sus palabras, un helicóptero del Ejército aparece en el cielo y empieza a arrojar bolsas de comida sobre el brazo de tierra. Los desplazados abren los paquetes para encontrarse con que los tetrabriks de leche y las botellas de agua se han roto con el impacto. Mientras se apresuran a rescatar los dátiles, los trozos de pan tostado y las galletas, varias cabras se dan un festín lamiendo el charco de leche. El modesto alimento apenas da para que una familia de 12 miembros, como la de Zulekah, rompa el ayuno de Ramadán.

"Lo que necesitamos es una tienda bajo la que cobijarnos", implora la mujer señalando la cama de cuerdas donde ha colocado las mantas y otros pocos enseres.

Pablo Yuste, el jefe de la Oficina Humanitaria de la Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo (AECID), entiende el rechazo de los desplazados a acudir a campamentos. "Son la peor solución y debieran de utilizarse solo como último recurso porque generan desarraigo y muchos problemas de seguridad, en especial para las mujeres y los niños. Tenemos que esforzarnos por atender a las poblaciones allí donde se encuentran", resume de camino hacia Sukkur, una ciudad del norte de Sind, donde la AECID ha instalado tres quirófanos de campaña. Los millones de afectados en todo el país hacen titánica la tarea.

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