Estados Unidos reaviva el proceso de paz entre israelíes y palestinos
Eric Gonzalez, Jerusalén, El País
El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, y el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, volverán a encontrarse en la Casa Blanca el próximo 1 de septiembre. Ambos han sido públicamente invitados este viernes a una cena con el presidente Barack Obama, con la que debería abrirse, al día siguiente, una nueva ronda de negociaciones directas.
La jefa de la diplomacia estadounidense, Hillary Clinton, ha expresado su confianza en que estas negociaciones -tras los fallidos procesos de Oslo en 1993; Camp David, en 2000; la Hoja de Ruta, en 2003, y Annapolis, en 2007- fueran definitivas y condujeran, en el plazo de un año, a un acuerdo para la creación del Estado palestino.
Israelíes y palestinos se han visto arrastrados hasta la mesa de negociaciones en un momento que ni a unos ni a otros parece especialmente propicio. El momento, en realidad, lo elige Estados Unidos por dos razones. La primera, el inminente fin de la moratoria israelí (solo relativamente cumplida) en la construcción de nuevas viviendas en las colonias en Cisjordania: el plazo que se autoimpuso el Gobierno de Netanyahu expira el 26 de septiembre, y solo con el argumento de unas negociaciones en curso y una fuerte presión estadounidense puede conseguir que el Parlamento de Jerusalén acceda a una prolongación de la moratoria.
La segunda razón es del todo ajena a Oriente Próximo: en noviembre hay elecciones parlamentarias en Estados Unidos, y Obama necesita ofrecer, economía al margen, algún tipo de éxito diplomático. Tras el anuncio de las negociaciones, efectuado personalmente por Hillary Clinton, se espera que el Cuarteto (Estados Unidos, Rusia, Unión Europea y Naciones Unidas) y su enviado a Oriente Próximo, Tony Blair, delimiten un poco más el marco del proceso.
Clinton ha dicho que debían afrontarse "todos los asuntos fundamentales", incluyendo "fronteras, retorno de refugiados y Jerusalén", sin fijar orden ni expectativas concretas sobre cada uno de los puntos. Clinton ha pronunciado una frase, "sin condiciones previas", que coloca a la Autoridad Palestina en un punto de partida desventajoso respecto a Israel. El presidente Abbas había exigido al menos una condición previa: que antes de comenzar la nueva ronda, Israel se comprometiera a no seguir colonizando Cisjordania y empequeñeciéndola durante las negociaciones. Netanyahu, en cambio, exigía tener las manos libres.
Antes del primer encuentro, Estados Unidos, que se atribuye el papel de "mediador honesto", ya ha favorecido a una de las partes. Los tres meses en los que el mediador estadounidense George Mitchell ha desarrollado negociaciones indirectas, viajando entre Washington, Jerusalén y Ramala (sede provisional de la Autoridad Palestina), no han conducido a ningún avance apreciable.
En cierto sentido, las posiciones son más distantes que hace 17 años, cuando se firmaron los Acuerdos de Oslo. Según sus declaraciones públicas, Netanyahu acepta ya como posibilidad la existencia de un Estado palestino, pero considera inaceptable negociar sobre las fronteras previas a la guerra de 1967 y sobre Jerusalén, que define como "capital eterna e indivisible" de Israel. Exige además que Israel siga controlando el espacio aéreo sobre una futura Palestina, que mantenga bases en el Valle del Jordán, para detectar posibles ataques procedentes del Este, es decir, de Irán, y que el Estado palestino sea desmilitarizado.
Abbas solo considera posible avanzar si se parte de las fronteras previas a la guerra de junio de 1967 y si se establece que solo Jerusalén Oriental, y no un barrio remoto de la ciudad o Ramala, puede ser capital del Estado palestino. Además, no acepta que Israel mantenga bases en la ribera occidental del río el Jordán, y propone como alternativa que esas bases de vigilancia, que los israelíes consideran imprescindibles para su seguridad, sean gestionadas por la OTAN o la Unión Europea.
En cuanto a la desmilitarización del Estado palestino hay diferencias, pero no parecen insalvables. La reapertura del proceso en estos momentos entraña riesgos serios. Un nuevo fracaso supondría una derrota personal para Obama y Clinton, y tal vez algo mucho más grave para israelíes y palestinos: las negociaciones que desembocan en nada han suscitado, en el pasado, frustración y rebrotes graves de violencia.
Por otra parte, ni Netanyahu ni Abbas cuentan con un poder sólido. Netanyahu preside una coalición frágil, que podría romperse por su flanco más nacionalista y religioso. Al primer ministro israelí (cuyas propias convicciones sobre la paz resultan dudosas) no le será fácil convencer a sus socios de que hay que hacer alguna concesión. El presidente Abbas se ha visto obligado a demorar indefinidamente la convocatoria de elecciones por las divisiones internas de su partido, Fatah, y siente la amenaza del partido islamista Hamás, que gobierna en Gaza y ya ha descartado que las negociaciones puedan suponer algún beneficio para la sociedad palestina.
El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, y el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, volverán a encontrarse en la Casa Blanca el próximo 1 de septiembre. Ambos han sido públicamente invitados este viernes a una cena con el presidente Barack Obama, con la que debería abrirse, al día siguiente, una nueva ronda de negociaciones directas.
La jefa de la diplomacia estadounidense, Hillary Clinton, ha expresado su confianza en que estas negociaciones -tras los fallidos procesos de Oslo en 1993; Camp David, en 2000; la Hoja de Ruta, en 2003, y Annapolis, en 2007- fueran definitivas y condujeran, en el plazo de un año, a un acuerdo para la creación del Estado palestino.
Israelíes y palestinos se han visto arrastrados hasta la mesa de negociaciones en un momento que ni a unos ni a otros parece especialmente propicio. El momento, en realidad, lo elige Estados Unidos por dos razones. La primera, el inminente fin de la moratoria israelí (solo relativamente cumplida) en la construcción de nuevas viviendas en las colonias en Cisjordania: el plazo que se autoimpuso el Gobierno de Netanyahu expira el 26 de septiembre, y solo con el argumento de unas negociaciones en curso y una fuerte presión estadounidense puede conseguir que el Parlamento de Jerusalén acceda a una prolongación de la moratoria.
La segunda razón es del todo ajena a Oriente Próximo: en noviembre hay elecciones parlamentarias en Estados Unidos, y Obama necesita ofrecer, economía al margen, algún tipo de éxito diplomático. Tras el anuncio de las negociaciones, efectuado personalmente por Hillary Clinton, se espera que el Cuarteto (Estados Unidos, Rusia, Unión Europea y Naciones Unidas) y su enviado a Oriente Próximo, Tony Blair, delimiten un poco más el marco del proceso.
Clinton ha dicho que debían afrontarse "todos los asuntos fundamentales", incluyendo "fronteras, retorno de refugiados y Jerusalén", sin fijar orden ni expectativas concretas sobre cada uno de los puntos. Clinton ha pronunciado una frase, "sin condiciones previas", que coloca a la Autoridad Palestina en un punto de partida desventajoso respecto a Israel. El presidente Abbas había exigido al menos una condición previa: que antes de comenzar la nueva ronda, Israel se comprometiera a no seguir colonizando Cisjordania y empequeñeciéndola durante las negociaciones. Netanyahu, en cambio, exigía tener las manos libres.
Antes del primer encuentro, Estados Unidos, que se atribuye el papel de "mediador honesto", ya ha favorecido a una de las partes. Los tres meses en los que el mediador estadounidense George Mitchell ha desarrollado negociaciones indirectas, viajando entre Washington, Jerusalén y Ramala (sede provisional de la Autoridad Palestina), no han conducido a ningún avance apreciable.
En cierto sentido, las posiciones son más distantes que hace 17 años, cuando se firmaron los Acuerdos de Oslo. Según sus declaraciones públicas, Netanyahu acepta ya como posibilidad la existencia de un Estado palestino, pero considera inaceptable negociar sobre las fronteras previas a la guerra de 1967 y sobre Jerusalén, que define como "capital eterna e indivisible" de Israel. Exige además que Israel siga controlando el espacio aéreo sobre una futura Palestina, que mantenga bases en el Valle del Jordán, para detectar posibles ataques procedentes del Este, es decir, de Irán, y que el Estado palestino sea desmilitarizado.
Abbas solo considera posible avanzar si se parte de las fronteras previas a la guerra de junio de 1967 y si se establece que solo Jerusalén Oriental, y no un barrio remoto de la ciudad o Ramala, puede ser capital del Estado palestino. Además, no acepta que Israel mantenga bases en la ribera occidental del río el Jordán, y propone como alternativa que esas bases de vigilancia, que los israelíes consideran imprescindibles para su seguridad, sean gestionadas por la OTAN o la Unión Europea.
En cuanto a la desmilitarización del Estado palestino hay diferencias, pero no parecen insalvables. La reapertura del proceso en estos momentos entraña riesgos serios. Un nuevo fracaso supondría una derrota personal para Obama y Clinton, y tal vez algo mucho más grave para israelíes y palestinos: las negociaciones que desembocan en nada han suscitado, en el pasado, frustración y rebrotes graves de violencia.
Por otra parte, ni Netanyahu ni Abbas cuentan con un poder sólido. Netanyahu preside una coalición frágil, que podría romperse por su flanco más nacionalista y religioso. Al primer ministro israelí (cuyas propias convicciones sobre la paz resultan dudosas) no le será fácil convencer a sus socios de que hay que hacer alguna concesión. El presidente Abbas se ha visto obligado a demorar indefinidamente la convocatoria de elecciones por las divisiones internas de su partido, Fatah, y siente la amenaza del partido islamista Hamás, que gobierna en Gaza y ya ha descartado que las negociaciones puedan suponer algún beneficio para la sociedad palestina.